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Cancillería: la caja de Pandora o la modernización que nunca fue  Opinión

Cancillería: la caja de Pandora o la modernización que nunca fue 

Francisco J. Leturia
Por : Francisco J. Leturia Profesor Derecho UC, Abogado, Doctor en Derecho
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Hay consenso general de que Cancillería necesita una reforma estructural, y que esta ha sido postergada por años. Muchos piensan que estando bien manejada la “arista económica” y funcionando relativamente bien la parte consular, los escasos 150 millones de dólares que le son anualmente asignados, no la convierten en un área prioritaria. Pero aunque el dinero sea relativamente poco, y aunque los diplomáticos de carrera sean menos de 500, los principios de la transparencia, el buen gobierno y la ética fiscal son igualmente válidos. 


Pocos organismos públicos son tan resistentes al escrutinio público como nuestra Cancillería. Las razones que lo explican son muchas. Su labor ocurre mayoritariamente fuera del país y es especializada. Pocos “civiles” se manejan en esas áreas, y la información entregada por Minrel es poca y confusa. Además los integrantes del cuerpo diplomático dependen tanto de “los jefes de turno”, que son poco dados a criticar y exponer sus posiciones abiertamente.

El desconocimiento respecto a Cancillería favorece la mantención del statu quo. Por ello, pese a que el Gobierno publicitó como “modernización de la Cancillería” una pequeña reforma legal (que incluía entre otros “logros” el tardío reconocimiento de la igualdad de funcionarios hombres o mujeres, para efectos de asignación familiar), la Asociación de Funcionarios Diplomáticos (ADICA) señaló públicamente que faltaban muchos aspectos para merecer ser llamada de esa manera.

Para los meses que vienen, la historia es conocida. El nuevo canciller comenzará su mandato, como tantos otros, con la mejor disposición por hacer las cosas bien y “modernizar el Servicio Exterior”.

Pero antes de comenzar siquiera a consolidar sus equipos, las primeras encuestas lo mostrarán entre los ministros mejor evaluados, con poco más antecedentes que haberlo visto condenar la situación de Venezuela, o afirmar enérgicamente que se defenderá cada centímetro de soberanía nacional. 

Ante ese cómodo escenario, que se dejará acompañar por guiños y felicitaciones públicas, proponer cambios que la calle no reclama, y que pueden traer aparejados algunos rasguños, pasa a ser un error estratégico. Un riesgo político innecesario. Y una constante en la historia reciente.

Chile es un país que tiene una posición bastante cómoda en el contexto internacional, lo que facilita su gestión diplomática. Sus instituciones funcionan razonablemente, no somos ni tan poderosos como para desequilibrar, ni tan pobres o problemáticos como para estar en las prioridades de las agencias internacionales, o en los planes de ayuda de EEUU o la Comunidad Europea, y al mismo tiempo, somos, junto a México, los únicos latinoamericanos del OCDE. En el plano comercial, nuestro modelo de desarrollo sigue basado en las exportaciones, y no parece correr ningún riesgo serio. Para coronar, no tenemos amenazas de conflictos armados.

En otras palabras, ni los países más grandes ni los más pequeños nos tienen en sus listas prioritarias, lo que nos deja en una buena posición para ocupar posiciones en la burocracia internacional. En parte ello explica haber sido una cantera tan fértil de funcionarios, o que hayamos estado dos veces en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas en los últimos 20 años. 

Este último “logro” merece un poco más de análisis, pues simboliza bien los problemas aparejados a la falta de deliberación pública de ciertas decisiones que tienen buena fachada y que resultan atractivas para sus ejecutantes, pero que conllevan riesgos para el país. Nos lo hubiéramos pensado más veces antes de celebrarlo si hubiésemos considerado los riesgos comerciales y políticos que pudo acarrear, o el hecho de que no teníamos los funcionarios adecuados para asumir dicha función, que implicaba además gastos importantes. Más aún, el habernos opuesto a la invasión a Irak desde esa posición, fue un acto respetable, pero que casi nos costó el TLC con EE.UU., sin que aún conozcamos bien el precio que luego tuvimos que pagar por salvarlo.

Otro buen ejemplo de actuaciones diplomáticas que ameritan un conocimiento y escrutinio ciudadano mayor son los Tratados Internacionales, que muchas veces determinan y modifican el contenido de nuestro derecho interno, incluso a nivel constitucional. 

En la práctica, sus textos son negociados por un reducido grupo de “técnicos”, sin que la opinión pública se entere de los hitos del proceso ni de los acuerdos alcanzados. 

Luego, se presentan al Congreso los textos terminados, el que debe votarlos en bloque. No hay discusión artículo por artículo, ni comisiones. Los tiempos para el análisis son muy reducidos, y la multiplicidad y diversidad de instrumentos existentes hace sumamente arduo abarcarlos a todos. 

Por ello, no es raro que los senadores no recuerden los Tratados que han votado (Ossandón), ni menos su contenido. 

Pero el desconocimiento no es exclusivo de ellos.

¿Cuántos periodistas o “líderes de opinión” saben, por ejemplo, el efecto que podría tener el famoso TPP en el precio de los medicamentos en Chile, debido a la ampliación de la propiedad intelectual sobre las fórmulas químicas? ¿Cuántos han repetido que Chile corre riesgo de abandonar el Convenio 169 de la OIT, solo por haber visto una nota de prensa?

Este déficit de conocimiento y control ciudadano en materias de RRII ha terminado generando múltiples daños colaterales. Pero el dedo acusador no puede dirigirse al cuerpo diplomático, que básicamente se mueve en una cancha con directrices fijadas desde fuera. El problema nace de un diseño institucional de origen político, y que a algunos conviene mantener. La prensa y en general todos los grupos de influencia (academia, políticos, líderes de opinión, empresarios, etc.), han podido decir y hacer mucho más de lo que han hecho. 

Mientras tanto, los funcionarios diplomáticos, conscientes de su propia situación, comentan, entre la frustración y la risa, lo poco que sucedería si llamaran a una huelga, incluso indefinida. Su destino pasa de las manos de las autoridades políticas que saben sacar un adecuado “provecho” al sistema, a las de otros, que con una lógica muy pragmática dicen, que con apenas 150 millones de dólares anuales de presupuesto (apenas un 0,4% del total nacional), y menos de 2 mil funcionarios (1/4 de ellos diplomáticos), no alcanza a ser una prioridad nacional, y más vale dejar las cosas como están, del mismo modo que esas lesiones que los médicos recomiendan no operar. 

Sin duda, los temas de esta cartera son mucho más extensos y complejos que lo reflejado en los párrafos anteriores. Pero muchas cosas mejorarían con una mayor atención ciudadana. Sin escrutinio y participación, sin poner los problemas al descubierto, tendremos que acostumbrarnos a seguir oyendo que “la modernización de la Cancillería es la reforma estructural del Estado más postergada”, casi del mismo modo en que nos hemos acostumbrado a convivir con las miserias de nuestro sistema penitenciario. 

Contar con una política exterior madura, estratégica y profesionalizada, requiere también algunos cambios administrativos y de cultura institucional. Para ejemplificar lo anterior, señalaremos algunas materias.

Deficiencias en la carrera funcionaria

Una de las mayores preocupaciones del mundo diplomático es la carrera funcionaria. Más allá de que el actual modelo sea o no conveniente para los intereses del país, es evidente que las malas prácticas que se observan en ella son excesivas.

El propio informe de la Comisión de Modernización de la Carrera Funcionaria presentado por la ADICA, presentado pocos días atrás, señalaba que existe “evidencia abundante… de que no existe una carrera diplomática propiamente tal”.

El mismo informe, afirmó que los sistemas de calificaciones, “no refleja contribuciones objetivas, ni desempeños destacados, sino que aún sigue teniendo rasgos arbitrarios”. 

Dado que todos sabemos que no es lo mismo ir a África que a Nueva York, hasta a los funcionarios más competentes tienen la necesidad de buscar la ayuda de un padrino, si quieren “hacer una buena carrera”. 

Las historias que existen para graficar estos vicios son innumerables. 

Aunque se sabe que una práctica inmemorial permite a los funcionarios que pasan por el gabinete del ministro avanzar posiciones y obtener buenos destinos, hay casos que sobresalen. Carla Serazzi es un ejemplo reciente: acompañó a Heraldo Muñoz desde sus tiempos en la ONU, fue su secretaria de gabinete, y en junio pasado fue destinada a Ginebra como Primera Secretaria. Al poco tiempo ascendió a Consejera, y a las pocas semanas, sin pasar por el grado de “Ministra Consejera” ni hacer el curso especial considerado para todos ellos, fue nombrada embajadora en Ginebra.

En este rally, ni siquiera se reparó en las molestias que iban a producirse en el cuerpo diplomático el que una funcionaria de carrera se saltara, en menos de 4 meses, cerca de 150 posiciones. Gracias a esta decisión, en este momento Chile tiene 4 embajadores en Suiza, 3 de ellos en Ginebra. Es decir, la cercanía con Heraldo trae sus beneficios.  

Casos similares hay muchos: recientes, antiguos, más o menos discretos, que por razones de espacio no podemos cubrir. Pero es claro que, para el futuro, un buen hábito cívico será revisar las conexiones de los funcionarios que son promovidos. 

Volvamos a las deficiencias de la carrera funcionaria: es extraordinariamente rígida. El número de diplomáticos que ingresa cada año a la Academia es siempre el mismo, y cada grado de la carrera tiene el número de cargos determinados de antemano, independientemente de las necesidades cambiantes del país. Así, casi no hay espacios para ajustes estratégicos, ni para refrescar la carrera mediante el ingreso de personas que aporten experiencia desde el mundo profesional (como sí ocurre, por ejemplo, hasta en el Poder Judicial).  Y no hay otro mecanismo de selección o corte que el realizado al entrar a la carrera.

La discontinuidad temática es tan brutal, que es raro encontrar especialistas. No sorprenderá, por ejemplo, que un funcionario que estuvo 5 años viendo un tema puntual en Naciones Unidas, pase a ejercer funciones consulares, para luego cambiar de continente y de cargo, etc. 

La estructura de sueldos castiga tan absurdamente el trabajo realizado en Chile (hasta 5 veces), que muchos funcionarios buscan salir rápidamente destinados, como si en Santiago no hubiese trabajos relevantes que merecen continuidad y especialización. 

En este escenario, antes de celebrar tan ligeramente el nombramiento de “embajadores de carrera”, debemos ver las cosas en su mérito. Nadie duda que en Cancillería hay muy buenos diplomáticos. Pero con la misma sinceridad debemos reconocer que también hay algunos que han conseguido su posición de mala manera, y otros que bajo ningún estándar debieran estar habilitados para representar a nuestro país.

Los costos de nuestra diplomacia

Otro tema completamente desconocido es el de los costos de nuestra diplomacia. Y es precisamente uno de los que más se oculta a la ciudadanía. 

Pocos saben que, más allá de lo declarado habitualmente, un embajador gana entre 15 y 25 mil dólares mensuales, libre de impuestos, además de casa, chofer, empleados, gastos de representación, viáticos, y un bono de ida y vuelta (de libre disposición) que puede bordear los 50 mil dólares (unos 30 millones de pesos). Pocos chilenos saben que un diplomático destinado gana entre 8 y 15 mil dólares mensuales, en su mayor parte libre de impuestos, más allá, nuevamente, de las cifras publicadas.

Pocos saben, por ejemplo, que Chile tiene embajadas en todos y cada uno de los países de Centroamérica, donde incluso pueden verse agregados culturales.

Y vamos sumando.

La Presidenta Bachelet destinó cerca de una docena de embajadores en su último semestre de gobierno, algunos de ellos incluso después de las elecciones, y que deberán volver al país dentro de poco. Cada una de estas liberalidades puede costar al país cerca de 100 millones de pesos. La prensa recogió hace pocos días el caso del diplomático que mientras fue embajador en Croacia fue acusado de acoso y, luego de un sumario sin cargos, fue trasladado a Punta Arenas. En noviembre del año pasado y faltando poco para su jubilación, fue destinado a Etiopía. El agreement fue dado en enero, y en pocos días más tendrá que volver al país, tanto así que varios de los beneficios habituales tuvieron que ser anulados.

Otra repartición de la que se sabe poco o nada es la Agencia de Cooperación Internacional, que maneja un presupuesto anual cercano a los 15 millones de dólares. La falta de información sobre ella, es terreno fértil para sembrar dudas sobre su buen desempeño, que no pocas veces se vincula a favores partidarios o gastos estratégicos para favorecer candidaturas a cargos internacionales, en campañas que muchas veces financia el Estado. Las más recientes fueron las candidaturas fallidas de Carolina Tohá, Carlos Furche y la recién retirada postulación de Estela Ortiz a un cargo internacional de Educación.

La Academia Diplomática, aparte de ocupar uno de los edificios más hermosos de Santiago, no es ni una universidad ni un centro de estudios, sino solo una Dirección, concebida en los tiempos en que los diplomáticos entraban al servicio con 20 años y generalmente sin título universitario. Con mucho sentido común, durante el primer gobierno de Piñera se reemplazó su labor docente por un currículo licitado, y que otorgaron las Universidades de Chile y Católica. Pero terminado el gobierno, el plan simplemente se acabó.

Duplicidad de funciones y descordinación

Hoy en día, son pocos los ministerios que no tienen un área internacional relevante. 

Justicia, Salud, Economía, Educación, Defensa, Cultura, Trabajo, Sernam, Medio Ambiente, por ejemplo, tienen una agenda internacional relevante, pero que no siempre se coordina con el trabajo realizado por el Ministerio de RREE. En la mayoría de estos casos, la duplicidad de funciones es alta, y a veces contradictoria, más allá de la escasez de recursos.

La agenda de Derechos Humanos, por ejemplo, ha estado históricamente en manos de RR.EE. Pero hoy existe una subsecretaría especialmente dedicada al tema. ¿Quién definirá entonces las prioridades y estrategias en este ámbito? ¿Quién ejercerá la representatividad del país ante los foros internacionales? ¿Cancillería o el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos? Los agregados (culturales, laborales, etc.), ¿seguirán vinculados a Cancillería o serán asignados al ministerio sectorial para el que realmente trabajan? 

Un caso aparte en estas materias parece ser el de la Dirección Económica, que fue concebida desde sus comienzos como un “sistema paralelo”. Ello permitió esquivar buena parte de las rigideces y normativas de la diplomacia tradicional, en un área especialmente crítica para el futuro del país (comercio exterior, promoción de inversiones y exportaciones, tratados, etc.). Esta estrategia facilitó la creación de un equipo acorde a lo buscado, sin distraer energías en un proceso de modernización más integral. 

Lo que no queremos: el Libro negro de la diplomacia 

Comencé a escribir esta reflexión luego de que, hace pocas semanas, me visitara un conocido periodista, que preparaba una investigación sobre los secretos de la diplomacia nacional. Pensaba llamarlo El libro negro de la Cancillería chilena. 

Se reunió conmigo en mi condición de ex diplomático (no de carrera), aunque no creo haber podido ayudarlo demasiado. Me preguntó por historias conocidas en el ambiente, pero que yo solo conocía de oídas. 

Por ejemplo, no pude confirmarle el caso del embajador que, al ser consultado por el canciller Moreno de cómo iban las cosas en su destino (Egipto), le informó desde un “Club Med” que todo estaba tranquilo, en los mismos momentos en que el Gobierno era derrocado, en plena Primavera Árabe. 

Otro rumor masivo que no pude confirmarle es el de un ex embajador que, luego de verse envuelto en un confuso accidente automovilístico, fue discretamente transferido a Uruguay. Me preguntó también por los procedimientos sumarios, que generalmente terminan sin cargos, y que muchas veces son instruidos por funcionarios/colegas, cuya calificación y destino dependen significativamente de los jefes de turno.

Me planteó también casos “menores”, de los cuales solo conocía algunos, como el no pago de las obligaciones legales de seguridad social para algunos empleados locales (no chilenos), el caso de un funcionario mapuche discriminado y separado del servicio, las irregularidades que tienen actualmente a la Contraloría de cabeza en el ministerio, la injustificada demora en la publicación de los estudios de clima laboral que podían haber perjudicado ciertas candidaturas parlamentarias o el caso de los trabajadores chinos que reclamaron por el trato recibido por nuestros renunciados embajadores (pudiendo imaginar que los estándares de respeto laboral en China no son los más exigentes del mundo). 

Yo, a cambio, le conté casos de verdad muy menores, que dudo que sirvan para su investigación, como el de un amigo que fue informado oficialmente de que el trámite para sacar pasaporte y rut para su hija recién nacida tardaría cerca de dos años, o la anécdota de mi hijo pidiendo a los transeúntes un teléfono con cámara, para tuitearle a Giorgio Jackson –en plena época de las marchas estudiantiles– que el arriendo de la casa del embajador, que vivía solo, costaba cerca de 20 mil dólares mensuales. Algo imposible de entender para un millennial 

Más allá de la veracidad de estas historias, no será posible contar con un proyecto de Cancillería si sus problemas no se exponen a la luz pública.

Hay consenso general de que Cancillería necesita una reforma estructural, y que esta ha sido postergada por años. Muchos piensan que, estando bien manejada la “arista económica” y funcionando relativamente bien la parte consular, los escasos 150 millones de dólares que le son anualmente asignados, no la convierten en un área prioritaria. Pero aunque el dinero sea relativamente poco, y aunque los diplomáticos de carrera sean menos de 500, los principios de la transparencia, el buen gobierno y la ética fiscal son igualmente válidos. 

A muchos ha llamado la atención que Piñera haya nombrado como canciller a un escritor. Ciertamente fue una sorpresa, y seguro trae nuevas ideas. ¿Podrá al menos avanzar en el sentido correcto? Al menos podemos mantener la ilusión de que al designarlo no se quiso “más de lo mismo”. 

Pero, al final del día, pasar a otro nivel en materia de Relaciones Exteriores, no dependerá ni de un canciller ni de un gobierno de 4 años. Se pueden corregir muchos errores y dar muchas señales de probidad, pero ante todo, requeriremos contar de una masa crítica mayor, políticamente transversal, y de una opinión pública más informada y escrutante. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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