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La extrema sensibilidad económica de la democracia chilena y las desconfianzas en el Presidente de la República EDITORIAL

La extrema sensibilidad económica de la democracia chilena y las desconfianzas en el Presidente de la República

Es que el Presidente tiene demasiado dinero y no ha sabido o no ha querido hacer aguas separadas entre lo suyo y lo que es propio de sus funciones como Primer Mandatario. Negocios esparcidos por el mundo, contabilizados en dólares; lleva en sus visitas oficiales o de Estado a la familia, la cual en realidad no es una mera familia, sino que un holding empresarial de sociedades por acciones totalmente cerradas. Por eso la desconfianza.


El bajo índice de aprobación que exhibe el Gobierno tiene un origen: la desconfianza ciudadana masiva,  principalmente en el Presidente de la República. Ello se debe a la relativización de las violaciones de los Derechos Humanos, montajes de inteligencia, ineficiencias varias, pero también a la economía. Aunque parezca una paradoja, hace pocos meses ello no solo parecía impensable sino que era, además, exactamente al revés. La gente votó mayoritariamente para Presidente a un hombre de negocios exitoso, que se suponía experto en producir riqueza, para que hiciera lo propio con el país; pero hoy, aun cuando él parece ser todavía más rico, el modelo le reventó en la cara y la gente lo abandonó, desconfiada y molesta.

El cálculo de Gobierno falló. Al parecer por el  efecto combinado de tiempo y problemas acumulados. Los ciclos económicos negativos y los problemas políticos de conducción convergieron en un estallido social de enorme magnitud, disolviendo la certidumbre mágica de ayer y transformándola en la desconfianza del presente, bajo la sospecha de que el Presidente no tomó decisiones o, cuando lo hizo, fueron malas, o, incluso, porque algunas mirarían más a sus propios intereses que a los del país. Como ha sido su negativa (para obtener mayor recaudación que permita ampliar la denominada “agenda social”) a gravar con mayores tributos a los verdaderamente ricos del país, ese 0,1%, aproximadamente 170 personas, entre las cuales están él y su familia.

La mezcla entre lo público y lo privado produce ambigüedad y desconfianza, y se pierde la nitidez del entorno ético del Gobierno.

La dedicación que un hombre les pone a sus negocios privados no necesariamente será la misma que les ponga a los asuntos de Gobierno. En la primera hay interés material personal y el resultado es la retribución y la riqueza que trae el pago de lo hecho, mientras que en la segunda la recompensa es solo moral. Por ello, no es lo mismo cultivar la fortuna personal que administrar el país y hacer felices a sus habitantes. Y, en esto, la ciudadanía  parece haber percibido el grave conflicto de Piñera entre su interés personal y la “cosa pública”.

Ya en su primer mandato, Sebastián Piñera dejó en evidencia su renuencia a desprenderse del control de sus negocios pese a que se oponían al interés público de su alto cargo. Llegó hasta el límite con sus inversiones en Chile, especialmente en un canal de TV y en un equipo de fútbol profesional, estiró todo lo que pudo la incertidumbre en la creación de un fideicomiso ciego, que al final nunca fue tal. De lo poco que se conoce con certeza, se sabe que mantuvo parte sustancial de sus inversiones en paraísos fiscales, y que en Perú invirtió en actividades como la Pesquera Exalmar, situación ampliamente descrita en crónicas de El Mostrador.

El Presidente no solo elaboró con su Cancillería una alambicada teoría de las “cuerdas separadas” para llevar las relaciones con el Perú, manteniendo en secreto lo de sus inversiones en ese país, sino que también la pérdida de Chile con el fallo del tribunal de La Haya se transformó en un potente motor de utilidades para las inversiones personales del Mandatario, por el desarrollo que le permitió a Exalmar, como lo demuestran las cifras y datos de su Memoria 2018. Entre ellos, la orientación a industria pesquera de consumo humano, aprovechando las millas ganadas en la sentencia que favoreció al Perú. El Jefe de Estado sigue siendo accionista de esa empresa y sigue lucrando de un mal resultado internacional para Chile.

En enero de 2019, los economistas del régimen hacían el panegírico del último año. La economía, decían, mostró una tasa de crecimiento de 4%, y para 2019 se esperaba un crecimiento entre 3,25% y 4,25%, según los datos del Banco Central. Por lo tanto, sostenían, el país tenía perspectivas muy distintas y con un PIB per cápita de US$25.668, según datos del FMI, se asentaba en una base sólida y estable.

Fue el momento en que el Presidente asumió la cruzada de instigar un golpe de Estado contra Nicolás Maduro e ir a la frontera colombo-venezolana (a la ciudad de Cúcuta) a entregar ayuda humanitaria, sin decir que es accionista de la Bolsa de Comercio de Bogotá, y que se favorecía del caos venezolano. Además, se apostaba a la COP25 y a la reunión de la APEC, ambas en Santiago.

Pocos meses después todo había cambiado radicalmente, nadie sabe bien cómo, pese a que el crecimiento había dado notas de alerta bajando de 4% el 2018 a 1.8% a mediados de 2019.

Iniciada la crisis, el Presidente habló hasta de guerra, de agresión externa y divagó de manera extrema en la cadena de medidas para controlar la situación. A mediados de noviembre, un economista de amplia audiencia en La Moneda, Klaus Schmidt-Hebel, sostenía que la actual crisis “conlleva gigantescos costos económicos en el corto y largo plazo (…), genera una enorme incertidumbre, que erosiona las confianzas de consumidores y empresarios, y lleva a significativas caídas en las valoraciones de activos financieros del país”. Y agregaba que «de continuar la erosión del Estado de Derecho y (…) con un gobierno extremista en 2022, se generaría un creciente deterioro de la capacidad de crecimiento y desarrollo de Chile”. Terminaba diciendo que, de persistir la violencia, “queda un recurso final: la formación de un gobierno de unidad nacional, encabezado por el Presidente Piñera hasta el 11 de marzo de 2022”. Tan rápido es el deterioro y tanta la desconfianza, que pocos se imaginan a Sebastián Piñera encabezando un gobierno de unidad nacional.

La frase en las murallas fue “Piñera renuncia”. La dicha a media voz ¡Compra dólares! Tan certera esta última, que el Banco Central anunció una inyección gradual de 20 mil millones para detener el alza acelerada del precio de la divisa. Si ella sube, impacta todos los precios del país, como si la nuestra fuera una economía dolarizada de facto.

Hoy la pregunta parece ser otra: ¿cuánto habrá ganado Piñera con su plata –en dólares– en el extranjero? Y otra: ¿hizo una pasada con los dólares del Banco Central? Preguntas sin respuesta, aunque cuando apareció en TV anunciando un paquete de sanciones contra la colusión, la evasión y el tráfico de información privilegiada, todos pensaron en él como sujeto de control, como “niño símbolo” de esas prácticas.

Es que el Presidente tiene demasiado dinero y no ha sabido o no ha querido hacer aguas separadas entre lo suyo y lo que es propio de sus funciones como Primer Mandatario. Negocios esparcidos por el mundo, contabilizados en dólares; lleva en sus visitas oficiales o de Estado a la familia, la cual en realidad no es una mera familia, sino que un holding empresarial de sociedades por acciones totalmente cerradas. Por eso la desconfianza.

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