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Saber avanzar: los estudiantes y el cambio institucional en la UC Opinión

Saber avanzar: los estudiantes y el cambio institucional en la UC

Florencia Vildósola
Por : Florencia Vildósola Consejera Superior de la FEUC
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Durante este pasado fin de semana se dio a conocer, finalmente, el resultado de los procesos de reforma a la Carta de Principios y los Estatutos Generales de la Universidad Católica. Desde la perspectiva de una representación estudiantil comprometida con un proyecto político progresista de largo aliento y la democratización de las estructuras institucionales tanto del país como de la universidad, sería fácil acusar recibo y poner el énfasis en aquellas cuestiones que aún nos separan de las demandas históricas del movimiento estudiantil. El proceso que hoy rinde cuenta de sus resultados dista mucho de ajustarse a lo que propusimos al iniciarse: la participación estudiantil fue minoritaria, limitada y no representativa; aquella de las y los trabajadores, tanto administrativos como especialmente subcontratados, lo fue aún más. La rendición de cuentas periódica al Honorable Consejo Superior se encuentra lejos de lo que se espera en términos de involucramiento y participación de la comunidad en un proyecto tan importante. La reforma a la Carta de Principios involucra menos de un tercio del texto anterior, y los Estatutos no exhiben modificaciones profundas de fondo a la estructura interna de toma de decisiones, ni democratiza los mecanismos de elección de autoridades unipersonales, ni resuelve la subrepresentación de algunos estamentos en los espacios colegiados.

Pese a esto, conviene también aprovechar la instancia para decelerar el ritmo y preguntarse por el sentido de estos cambios en un marco histórico más amplio. Los dos documentos que hoy aparecen reformados cargan con el peso de una mancha indeleble en su origen. Ambos fueron redactados en plena dictadura cívico-militar, con un vicealmirante de la Armada como Rector designado por la impropia y asesina intervención de las Fuerzas Armadas en nuestra casa de estudios, que en 1967 había iniciado un profundo proceso de reforma interna liderado por los estudiantes. Por supuesto, los nuevos documentos impuestos por el régimen barrieron con todo lo edificado en aquellos años, insultando la memoria de cientos de compañeros que trabajaron por una UC al servicio del país. Tal como en el país, esta contrarrevolución se hizo a sangre y fuego: decenas de académicos fueron exonerados, debieron huir del país o fueron brutalmente asesinados por tener una posición política diferente a la de las nuevas autoridades. Ni siquiera ser profesor titular y director de la Escuela de Arquitectura salvó a Leopoldo Benítez del cadalso. Otras carreras debieron cerrar por ser consideradas inherentemente “conflictivas”, como es el caso de Sociología. Ni hablar de los centros de estudios —como el CEREN—, los Claustros Universitarios, las votaciones ponderadas triestamentales para elegir autoridades locales, o de la Federación de Estudiantes, que pasó más de una década como vocería del régimen y espacio de formación para sus cuadros juveniles —hoy en La Moneda, muchos de ellos—, mientras sus adversarios ideológicos eran masacrados, intimidados y reprimidos en las calles.

Es una herida muy difícil de cauterizar, y es claro que esta reforma no lo hace. Pero también sería injusto negar que constituye un reconocimiento tácito de la necesidad de remendar, aunque fuese en un sentido simbólico. Lejos quedan los años donde la UC se posicionaba como último reducto del oscurantismo cultural y el espíritu reaccionario, negándose a realizar la más mínima reflexión interna sin importar lo que ocurriese fuera de sus gruesas paredes. Hoy, la Universidad avanza; lo hace a paso lento, a veces sin la mejor disposición, pero avanza. Responde a las señales que la sociedad, y su propia comunidad, le envían. No es casualidad que la concreción de estos textos coincida con el proceso constituyente actualmente en marcha. Creo que los acontecimientos de esta semana se pueden caracterizar mejor de la siguiente forma: la expresión de una apertura simbólica, paulatina, algo temerosa, pero auténtica hacia el país y las transformaciones que experimenta.

La cuestión es más transparente al escudriñar los nuevos Estatutos Generales. A la representación estudiantil con voz y voto en el Honorable Consejo Superior, hoy se suma la participación de trabajadores y exalumnos en el máximo espacio de toma de decisiones de la institución. Más aún, esta incorporación se hará respetando criterios de paridad de género en la selección de estos representantes, acogiendo la solicitud expresa de la Federación de Estudiantes en la figura de la Presidenta Ignacia Henríquez y la Consejera Superior Almendra Aguilera. Se trata de un logro histórico que es necesario dimensionar, y responde a las demandas históricas de nuestros estamentos durante las últimas décadas. Generaciones de estudiantes y funcionarios pasaron por la UC sin aventurar siquiera la posibilidad de tener derecho a voto en el derrotero de su propia casa de estudios, de acuerdo con un marco institucional injusto y antediluviano en su espíritu. Despreciar este avance sería despreciar también su lucha y sus anhelos. No es, tampoco, un hecho aislado: luego de una década de federaciones estudiantiles progresistas y construcción política interna, los resultados están a la vista. La existencia de una Dirección de Género y Sustentabilidad; la derogación del DFL2 y el fin a la prohibición legal de la participación estudiantil en los órganos directivos universitarios; la implementación de la gratuidad, el ranking y la ampliación de las becas y mecanismos alternativos de ingreso, con un impacto profundo en la composición socioeconómica del estudiantado; el reconocimiento de la realidad intercultural del país —consagrado en la nueva Carta de Principios— a través del reconocimiento a la expresidenta de la Convención Constitucional Elisa Loncon; los avances en materia de cuidado, salud mental y apertura a las diversidades sexogenéricas cada vez más presentes en nuestra comunidad; son solamente algunos de los logros que serían muy difíciles de explicar sin la movilización de generaciones sucesivas de estudiantes comprometidos con una UC distinta.

Debemos tener una voz firme, y plantear nuestros reparos a los nuevos textos. No creemos que resuelva el problema de la subrepresentación ni la escasa participación de los distintos estamentos dentro de la institución. Tenemos dudas respecto del impacto real de las modificaciones en la Carta de Principios, de la pertinencia de limitar la participación de trabajadores solamente a aquellos en “el área de educación” y de la división entre sindicalizados y no sindicalizados, que podría eventualmente convertirse en una cortapisa para el desarrollo de la organización laboral dentro de la universidad. Además, por cierto, de las numerosas cuentas pendientes ya mencionadas. Pero nada de eso puede nublar completamente la legítima satisfacción en observar cómo nuestra UC ya no es la misma que era hace quince años. En el vértigo de la representación estudiantil y la convulsión política y social de los últimos años, es difícil a veces poner en perspectiva aquello que se ha logrado, y los efectos reales que pueda tener el trabajo arduo del cual tantas veces cuesta observar sus frutos. Nuestro desafío, ahora, es estar a la altura de los objetivos que nosotras y nosotros mismos hemos querido impulsar: seguir tomando un rol activo en la construcción de una UC más justa, democrática y al servicio del país, bajo la inspiración de Fernando Castillo Velasco, Miguel Ángel Solar, Alicia Ríos y tantos otros. Si hoy reconocemos un avance, no es para detenernos. Muy por el contrario, reconocer estos logros nos permite darle un sentido a nuestra acción y reafirmar que, con trabajo y voluntad de cambio, una universidad distinta sí es posible. Y hoy estamos un poco más cerca que ayer.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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