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Dime qué ves en Borgen y me dirás cómo entiendes política Opinión

Dime qué ves en Borgen y me dirás cómo entiendes política

Rodrigo Araya
Por : Rodrigo Araya Socio fundador Cooperativa Di-versos
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Si los comentarios aparecidos en medios de referencia (como el propio El Mostrador) son indicador suficiente, Borgen, la serie televisiva danesa, ha logrado una respetable audiencia en el país. Tal vez la pandemia (que nos obliga a buscar en casa la recreación), tal vez el alto número de hogares conectados a internet en Chile (para verla, necesitas internet y pagar la suscripción a Netflix), sirven para explicar lo sucedido: por qué una serie televisiva producida entre 2010 y 2013, se transforma en fenómeno casi una década después. Y ojo: no solo en Chile. En Argentina, por citar un caso, un ex Presidente de la República como Macri, ha hecho referencias borgenianas, lo que da cuenta que dedica parte de su tiempo de recreación a verla.

Doy un par de pistas sobre la serie para fundamentar lo que deseo plantear luego, a pesar de que sospecho que, para la mayor parte de los visitantes de El Mostrador, presentar Borgen no es necesario.

Ya dije que es una serie danesa y su nombre se debe a la denominación coloquial (su diminutivo) que se da en Dinamarca a la sede del Estado: Christiansborg. En definitiva, se trata de una ficción que se ambienta en los vericuetos del poder y que se inicia en el momento en que una mujer logra los votos necesarios en el Parlamento para transformarse en Primera Ministra.

Un breve desvío: en 2011, Helle Thorning-Schmidt se transforma en la primera Primera Ministra de Dinamarca (disculpen el juego de palabras), por lo que, tal vez sin proponérselo, Borgen pasa de ser una serie de ficción a una copia demasiado fiel de la realidad… cuestión que ya había ocurrido con Obama y las series y películas estadounidenses que ficcionaban con un Presidente afrodescendiente en su país. Fin del desvío.

El abordaje que Borgen hace de la política se puede describir así: una actividad que desempeñan personas cuyo objeto de deseo es el Estado y en la que participan, fundamentalmente, tres actores: parlamentarios que pertenecen a partidos políticos, periodistas que se desempeñan en medios o como asesores de los parlamentarios, y empresarios. Un cuarto actor, con menor presencia en el relato de la serie, son los asesores de los parlamentarios. Es una política con una ciudadanía-espectadora de estos actores, cuya labor aclamatoria se ejerce en dos momentos: los días de las votaciones y cuando conforman la muestra de un encuesta de opinión.

En la serie hay otros temas que se abordan: el machismo, el servilismo, la adicción al trabajo, la relación fines-medios, por enumerar algunos.

A pesar de esta variedad, muchos de los comentarios públicos que se han hecho sobre la serie en Chile provienen de quienes participan directamente de lo que en Borgen aparece descrito como actividad política. Y sus comentarios suelen dirigirse a destacar cuán fiel es el reflejo que la serie hace de lo que la actividad política representa: debates entre utópicos y tecnócratas; opción entre estrategias limpias y sucias parar ganar el poder; costos personales y familiares de la actividad política; similitud entre la imagen que se publicita a través de los medios y la conducta cotidiana.

Estos comentaristas suelen pasar por alto el capítulo en que la protagonista expulsa a la ciudadanía de la sede del partido que acaba de fundar, para así poder dar orden a la actividad partidaria. Mucha ciudadanía participando entorpece, mucha diversidad de opiniones no permite elaborar políticas públicas claras.

O el capítulo en que los ciudadanos se transforman en parte del decorado: aquel en que la Primera Ministra va a Groenlandia, una especie de Isla de Pascua danesa, aunque con otro clima.

Estoy sugiriendo que estos comentaristas de la dimensión política de la serie televisiva de Borgen disfrutan como chancho en el barro (por lo tanto, no chancho-industrializado) con un relato televisivo que presenta a la política limitada a la actividad que ellos realizan.

Lo ocurrido el 5 de octubre del 88 y lo ocurrido el 25 de octubre de 2020 (por Dios, qué mes tan largo), permite pensar, a quien así lo quiere creer, que la ciudadanía es la verdadera actora de la actividad política y que, cuando habla, lo hace para dar una lección a los partidos políticos. Y eso que habla por los escuálidos mecanismos que para ello contempla nuestra institucionalidad democrática.

La distinción es que en el 88 se votó para expulsar al hegemónico; el 2020, para cambiar la hegemonía. Como bien lo sintetiza la consigna de las marchas, pasamos de estar en las calles para pedir libertad, a exigir dignidad.

La experiencia del 88 nos hizo comprender que una ciudadanía que se organiza y luego se conforma con su doble condición de espectadora y aclamadora, hace una apuesta demasiado alta: creer que su presencia activa no es necesaria para transformar la institucionalidad política en la casa de todos y todas.

Y, dados los comentarios que quienes están en la actividad política hacen de Borgen, estimo que no contamos con dirigentes políticos dispuestos a imaginar y luego implementar una institucionalidad que deje el monopolio de lo público en tres actores: dirigentes de partidos y parlamentarios; periodistas asesores de esos dirigentes o de la democracia representativa; y empresarios.

Así que la interrogante es cómo los movilizados lograremos que lo de Borgen sea una ficción y no un fiel reflejo de la actividad política en Chile. El 11 de enero, plazo para una primera respuesta.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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