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Reforma procesal civil y nueva ley de mediación: de dulce y agraz Opinión

Reforma procesal civil y nueva ley de mediación: de dulce y agraz


Días atrás el Ministro de Justicia informó la postergación de la reforma procesal civil por razones presupuestarias. Acto seguido anunció la redacción de un proyecto de ley de mediación civil.

Esta noticia tiene de dulce y agraz. Es lamentable que la discusión parlamentaria del proyecto de ley de Nuevo Código Procesal Civil no se retome, pues supone el cierre una vez más de un debate político imprescindible. En efecto, en el mundo académico y, en general, en el mundo legal, existe un consenso prácticamente mayoritario de que la justicia civil necesita cambios urgentes, tanto en su estructura procesal como en su diseño orgánico, los cuales –aunque cueste creerlo– datan de 1902.

Si bien nuestra actual legislación procesal civil ha sufrido algunas reformas puntuales (entre ellas, la Ley de Tramitación Digital de 2016) los paradigmas sobre los cuales ella está construida son los propios de una sociedad muy diferente a la actual, pensados para conflictos de distinta naturaleza y para otro perfil de usuarios. Asimismo, su régimen probatorio se encuentra en gran medida obsoleto, no solo respecto del ámbito comparado, sino también a nivel interno, donde el legislador ha seguido otras orientaciones para regulaciones especiales, como sucede en materia penal, familiar, laboral, libre competencia y consumo, entre otras.

Por estas y otras importantes razones es que esta reforma ha sido largamente esperada. Su discusión se inició hace más de 15 años, generando dos proyectos de ley: el primero presentado durante el primer Gobierno de la Presidenta Bachelet en 2009, que no que tuvo tramitación parlamentaria y, el segundo, despachado en 2012 en la primera administración del Presidente Piñera, mostrando la transversalidad de su relevancia. Este último fue objeto de discusión por dos años en la Cámara de Diputados, antes de que fuera suspendida su tramitación.

Con todo, nuevamente el Ejecutivo ha decidido postergarla. Lamentanblemente, para muchos esta decisión no constituye una sorpresa, pues desde hace más de 6 años que la tramitación de este proyecto se encuentra paralizada y con escasas manifestaciones de voluntad política de darle curso. El estallido social y la pandemia de COVID-19 –con todas las consecuencias que han traído aparejadas– no han hecho otra cosa que colocar este proyecto al final de una larga lista de prioridades gubernamentales y llevar al Ejecutivo a oficializar una determinación pendiente. El actual contexto político, económico y social, es cierto, impone prioridades muchísimo más urgentes para el país, pero creemos que ello no debe significar de manera alguna renunciar a cambiar la cara de la justicia civil.

Por el contrario, creemos que la desigualdad social que han evidenciado ambos eventos hace aún más patente la necesidad de la reforma. Sobre todo para quienes se encuentran en situación de vulnerabilidad económica, la cual posiblemente se vea agravada por un largo tiempo, pero también para nuestra clase media, aquejada de deudas y para quienes una serie de conflictos cotidianos no encuentran respuesta efectiva. En suma, mejorar el paupérrimo estado del acceso a la justicia civil de amplios grupos de la población debería ser no solo un eslogan sino el foco de una política pública, de la cual mejorar la justicia civil debiera ser prioridad.

Pero, como dijimos al inicio, esta noticia tiene dos lados. La decisión del Ejecutivo de discutir una ley de mediación civil abre una enorme oportunidad para posicionar los mecanismos colaborativos de resolución de controversias en sede civil, pues permite expandir su aplicación a una amplia gama de conflictos que pueden ser resueltos sin la necesidad de iniciar un proceso judicial. Con ello se reconoce una tendencia mundial que entiende el importante rol que estos mecanismos tienen en el funcionamiento de los sistemas de justicia, proveyendo de respuestas oportunas, accesibles y apropiadas a los distintos tipos de conflictos que el sistema debe conocer.

Sin embargo, debemos hacer cuatro prevenciones a este respecto. En primer lugar, una ley como esta no puede tener como exclusivo fundamento la descongestión de los tribunales ni estar destinada únicamente a asuntos de baja cuantía. La inclusión de la mediación debe fundarse en la convicción de que ella es una herramienta de resolución de controversias versátil y, en general, adecuada para conflictos de distinta naturaleza y entidad. Es solo tomando en cuenta esta perspectiva que la mediación permite ampliar la oferta de tutela judicial y asegurar resultados más sustentables y satisfactorios para las partes.

En otras palabras, establecer la mediación solo para conflictos de baja cuantía entregaría el mensaje –en nuestra opinión errado– de que se trata de un mecanismo de segunda categoría, aplicable solo para casos de menor relevancia, pero inadecuado para conflictos de altas cuantías o de mayor complejidad jurídica.

En este sentido, una segunda prevención que nos parece relevante se refiere a la necesidad de cambiar la nomenclatura que se usa respecto de la mediación y otros mecanismos inspirados en la lógica de los acuerdos.

En efecto, en el resto del mundo ya no se habla de resolución “alternativa” de disputas, sino que resolución “apropiada”. Esto gráfica la idea de que no existe una superioridad entre los distintos mecanismos que el sistema de justicia provee a los usuarios, sino que todos ellos tienen la potencialidad de proveer respuestas de igual calidad. En otras palabras, el mensaje debe ser que el acuerdo que surge de la voluntad de las partes es igualmente valioso que una sentencia producto de un proceso contencioso. Esto último nos incumbe directamente a los académicos y profesores de derecho procesal, en el sentido de dejar atrás visiones sobre la mediación como un mecanismo alternativo o “anormal” de solución de controversias.

En tercer lugar, la autoridad debiera despachar un proyecto de ley a la brevedad posible e impulsar fuertemente su debate en el Congreso, sin dejar que la marea de proyectos existentes sepulte esta iniciativa en el tiempo. Ello, pues la suspensión de audiencias, plazos y actuaciones judiciales decretada por la Ley 21.226, de abril de este año, mantiene irresolutos una serie de conflictos que hoy, dadas las consecuencias económicas de la pandemia, resultan para muchas personas urgentes de resolver, como sucede con los casos de arriendo o cobro de deudas.

Lo anterior se liga con la cuarta y última prevención. La ley de mediación debiera incorporar desde ya la posibilidad de llevarla a cabo vía remota. La pandemia también ha puesto de relieve que es posible mediar online. Si bien siempre será mejor el contacto directo y personal entre las partes, en ocasiones como las que vivimos –e incluso en un estado de normalidad cuando las personas viven en regiones distintas o tienen dificultades de tiempo o de traslados–, la regulación de encuentros virtuales puede ser herramienta útil e igualmente efectiva para muchas de ellas.

Desde luego, lo anterior supone adoptar ciertas condiciones y resguardos para el adecuado desarrollo de estos procesos, en particular en relación con la confidencialidad y el acceso igualitario a los recursos tecnológicos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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