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Neofascismo a la brasileña: violencia y la ofensa como método en la provocación a Bachelet Opinión

Neofascismo a la brasileña: violencia y la ofensa como método en la provocación a Bachelet

Roberto Bueno
Por : Roberto Bueno Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad Federal de Uberlândia.
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Las trágicas declaraciones de Bolsonaro sobre la democracia y los Derechos Humanos, y el desprecio a la ex-Presidenta Bachelet y la memoria del pueblo chileno, son apenas la punta del iceberg. La contención del neofascismo es tarea que impone la articulación de amplios colectivos y, antes que el virus se esparza peligrosamente por América Latina, es necesario que las fuerzas políticas comprometidas con la democracia manifiesten de modo expreso su repulsa por el rumbo de la política brasileña. El futuro no es anticipable, pero, a la luz de la experiencia histórica, podemos percibir cuán intensas son las consecuencias de la indiferencia frente a la ascensión del fascismo.


Los chilenos conocen tan bien como los brasileños, argentinos, uruguayos y demás pueblos latinos la intensidad del dolor que los regímenes militares impusieron sobre los cuerpos de miles de sus ciudadanos, prácticas de tortura y homicidios masivos, y penas de muerte aplicadas en contra del ordenamiento jurídico e impuestas por autoridades en flagrante violación de sus deberes profesionales. La historia documenta extremadamente bien estos hechos y en la memoria de muchos individuos todavía pulsa la intensidad de las imágenes de los centros de tortura en Chile, a semejanza de lo ocurrido en la tenebrosa casa del Destacamento de Operaciones de Información –Centro de Operaciones de Defensa Interna (DOI-CODI) de la ciudad de São Paulo–, en las similares casas de la muerte en Argentina –recordemos la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA)–, así como el uruguayo Batallón de Infantería Blindado N°13.

Cuando ven la luz las declaraciones de figuras tétricas oriundas de los calabozos de regímenes militares dictatoriales latinoamericanos, diversas sociedades pueden ser legítimamente invadidas por la vergüenza de no haber sabido manejar las estructuras productoras de la cultura y de la política, como para que el desvalor de la tortura y del asesinato se erigiesen como método político.

En el caso brasileño, años después de la realización del tránsito de la dictadura a la democracia, no hubo eficiencia en el movimiento de reconfiguración del campo político como para hacerlo en conformidad con los nuevos referentes constitucionales. No hubo capacidad de desplazar la cultura autoritaria mantenida por poderosos que todavía obran desde arriba, manteniendo la Constitución brasileña en el plano formal, esa que hasta hace poco recibía elogios por su adhesión a los más altos principios civilizatorios compatibles con las prioridades del Estado democrático de Derecho y su construcción sobre la armadura innegable de los Derechos Humanos. Esto es lo que fue puesto a prueba por el ascenso del neofascismo en Brasil, que encarna el elogio a la violencia y la barbarie.

En el ejercicio de sus competencias, en calidad de Alta Comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la señora Michelle Bachelet declaró recientemente en Ginebra que mantenía una evaluación negativa acerca del espacio democrático hoy disponible para la ciudadanía brasileña, detectando, además, que este se encontraría en proceso de franca reducción, con potencial de transgresión a los Derechos Humanos. Este es un análisis realista, anclado en la observación del importante aumento de la violencia en el accionar de la Policía en Brasil, país donde ya, desde larga data, las tasas de letalidad de las acciones policiales son altísimas, ahora increíblemente estimuladas por las declaraciones presidenciales que oscilan entre el estímulo a la práctica de asesinatos y la concesión de carta blanca al disparo a ciudadanos bajo pretexto de considerarlos sospechosos, pasando por la creación de normas jurídicas que literalmente amparan tales dispositivos.

A pesar de que la Constitución brasileña considera el derecho a la vida y niega la pena de muerte, salvo en tiempos de guerra, el régimen de Bolsonaro lo derrumba con ejecuciones sumarias, que ahora vienen alcanzando el estatuto de normalidad, tanto dentro de altos segmentos de la administración federal, como, a su vez, por la práctica, por ejemplo, de la policía de Río de Janeiro, en acciones que vienen ganando publicidad incluso a través de transmisiones en vivo por televisión. Es preciso entender en qué escenario se encuentra Brasil, típico de guerra híbrida, para comprender los referentes desde los que operan sus autoridades.

Bajo este grave contexto histórico que da forma a la mente del Poder Ejecutivo brasileño, fue recibida la preocupación expresada por Bachelet acerca del estado de la democracia y los Derechos Humanos, aunque en los estrictos límites impuestos por las formas diplomáticas, desempeñando legítimamente sus competencias en condición de Alta Comisionada de la ONU.

Desatendiendo la moderación y las diversas formas de elegancia y buen trato que deben mediar las relaciones internacionales, el Poder Ejecutivo brasileño respondió de manera violenta y agresiva, transgrediendo límites y toda suerte de fronteras de la diplomacia y de la tradición democrática preceptuada por la Constitución brasileña de 1988 para orientar la política externa en sus relaciones internacionales. El presidente brasileño no solo manifestó disconformidad con el tenor de la evaluación de Bachelet, sino que la equiparó a su también reciente desafecto internacional, el presidente francés Emmanuel Macron, acusando a la chilena de “entrometerse en los asuntos internos y de soberanía brasileña”.

Bolsonaro solo resalta así su tortuosa y deplorable perspectiva, aquella de que la agenda de los Derechos Humanos está involucrada en la protección de criminales, en detrimento de la protección de las autoridades policiales, argumento típico de los torturadores y sus secuaces que operaron en el subsuelo del golpe de Estado brasileño de 1964, en sus oscuras salas de tortura coordinadas por el régimen militar. Bolsonaro no encarna novedad, sino decrepitud, y primitivas son sus inspiraciones, todas ellas conectadas a instrumentos de tortura conocidos en Brasil como la “silla del dragón” y el “palo de guacamayo”.

En su ataque a Bachelet, Bolsonaro elogió sin mayor problema los métodos del régimen dictatorial de Pinochet, al resaltar sus acciones criminales dirigidas a detener el supuesto avance de la “cubanización” de Chile, argumento comúnmente utilizado por los golpistas militares de 1964 para intentar justificar sus acciones violentas y transgresoras del orden constitucional en Brasil.

Es una vergüenza, entonces, que figuras proclives a diabolizar a Cuba y que controlan el gobierno de un país como Brasil durante décadas, a pesar de disponer de inmensas riquezas, incomparablemente superiores a las de Cuba, finalmente, se revelen completamente incapaces de elevar el país a los niveles de desarrollo social alcanzados por la pequeña isla caribeña, sino todo lo contrario, comprometen el presupuesto público del área de salud y educación, hipotecando la previsión social, desatendiendo a ancianos y niños, y, por fin, conectando el ultraneoliberalismo con prácticas autorizadas de homicidio por parte de la policía.

Es absolutamente procedente la reacción enérgica e integral de la sociedad y de las autoridades chilenas en defensa de sus instituciones y de la memoria de sus mejores cuadros comprometidos con la historia democrática del país. Es digno de nota el repudio de diversos sectores chilenos, incluyendo dirigentes de los principales partidos políticos de Chile, tanto de izquierda como de centro y derecha, incluyendo hasta al mismísimo Presidente Sebastián Piñera, quien declaró no compartir las opiniones de Bolsonaro en relación con sus consideraciones sobre la familia Bachelet, especialmente en un tema tan doloroso como el tocante a Alberto Bachelet. También otros intelectuales latinoamericanos, como Ariel Dorfman, encontraron el momento para, acertadamente, clasificar las palabras de Bolsonaro como un insulto a millones de chilenos.

[cita tipo= «destaque»]Las ofensas realizadas al país de la ex-Presidenta Bachelet, al general de brigada de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet, deben ser entendidas en un contexto de avance del neofascismo como modelo, desconocido hasta la fecha en la historia de Brasil. El ataque al general Bachelet tiene un importante tono subliminal que condena los procesos democráticos populares y, sobre todo, a los militares que por ventura pretendan colocarse en disposición de garantizar el orden democrático y la preferencia política expresada por la población en las urnas. Al insultar a Chile, el neofascismo envía un recado sobre su hostilidad hacia cualquier versión democrático-popular.[/cita]

En sintonía con este conjunto de críticas se halla la posición del Presidente del Senado chileno, Jaime Quintana, quien en entrevista a la edición del 04-09-2019 del diario La Tercera sostenía que era inaceptable el tenor de las manifestaciones del Poder Ejecutivo brasileño, agresivas contra la memoria de los chilenos y al conjunto de las víctimas de violaciones de los Derechos Humanos. Asiste toda la razón a Quintana al evaluar que el Poder Ejecutivo brasileño adopta una política exterior que lo sitúa más allá de las relaciones multilaterales y, lo que es peor, que el durísimo juicio perpetrado por un cruel realismo, muestra un perfil por debajo de lo requerido para el desempeño de las funciones de jefe de Estado en cualquier país del mundo.

Las ofensas realizadas al país de la ex-Presidenta Bachelet, al general de brigada de la Fuerza Aérea Alberto Bachelet, deben ser entendidas en un contexto de avance del neofascismo como modelo, desconocido hasta la fecha en la historia de Brasil. El ataque al general Bachelet tiene un importante tono subliminal que condena los procesos democráticos populares y, sobre todo, a los militares que por ventura pretendan colocarse en disposición de garantizar el orden democrático y la preferencia política expresada por la población en las urnas. Al insultar a Chile, el neofascismo envía un recado sobre su hostilidad hacia cualquier versión democrático-popular.

Está en curso un proyecto de eliminación de vidas a gran escala tanto a través de la concepción de políticas que apliquen el exterminio, como de otras que contemplen el agotamiento de las fuerzas de hombres y mujeres, hasta que perezcan, ya por falta de recursos para la sobrevivencia, ya por falta de garantías de acceso a la salud y bienes básicos para la vida. Es en este contexto de indiferencia por la vida que se inserta el más auténtico discurso del Poder Ejecutivo brasileño, para el que la vida no cuenta, y la definición del enemigo en la órbita de la política es útil para escamotear su falta de proyectos de desarrollo para el país, cuyo resultado no es otro que el de eliminar vidas y elogiar a todos aquellos que, individual o colectivamente, apoyen su concretización.

No son otros los motivos por los cuales Bolsonaro es un declarado admirador del general Pinochet, así como también lo es su inseparable ministro de Economía, Paulo Guedes (que colaboró en el Chile del régimen de Pinochet), y quien realmente coordina las líneas de facto del Gobierno.

La centralidad de la política brasileña en su versión neofascista avanza y concretiza cotidianamente agresiones y toda suerte de afrentas, y de esta forma le correspondió el desprecio a la memoria histórica chilena en la figura del ilustre general de brigada Alberto Bachelet, hombre que enfrentó la cobardía de la tortura. Los torturados del Cono Sur fueron víctimas de delincuentes, objetivo de uniformados criminales que actuaron bajo el pretexto de enfrentar enemigos, y cuya finalidad era la entrega de la soberanía política, la riqueza y el futuro de sus pueblos al imperio, como ocurrió, por ejemplo, en Brasil durante 1964, aunque mucho más intensamente en este último golpe de 2016, oportunidad en que la entrega de las riquezas del país va siendo emprendida con un grado de insaciabilidad y violencia indescriptibles.

Todo el conjunto de ofensas realizadas por el Poder Ejecutivo brasileño precisa ser comprendido en un contexto que el expresidente Lula analiza, en carta abierta escrita desde la cárcel y publicada el día 5 de septiembre de 2019, y que describe como uno en que se ha priorizado la obra de destrucción del país, o sea, literalmente, uno en que “el país está siendo destrozado por un gobierno de traidores”, alertando con ello cuán nefasta es la “privatización depredadora”.

Sin embargo, las duras críticas sobre el régimen y la figura que lo encarna no son escasas, y el adjetivo de traidor no es la única referencia negativa que recae sobre el Poder Ejecutivo brasileño. Incluso sectores del periodismo bastante identificados con el golpe de Estado y partidarios en primera hora del programa económico ultraneoliberal del régimen, como es el caso de la comentarista económica Miriam Leitão, vinculada a Organizaciones Globo Participaciones S.A., el mismo día 5 de septiembre de 2019, calificó a Bolsonaro nada menos que como un “enfermo inhumano, que tiene compulsión por agredir víctimas de dictaduras”, e incluso más, la acrecentaba al analizar las agresiones verbales a la ex-Presidenta Bachelet, describiendo que “es patológica la compulsión de Bolsonaro por las dictaduras y su admiración ilimitada por los regímenes tiránicos, como el de Pinochet”. También sectores de la derecha brasileña han iniciado un movimiento de resistencia al extremismo neofascista, aunque por ahora, es cierto, sea tímido.

En tanto que profesor universitario con un área de investigación cuyo objeto es el fascismo y sus variantes teóricas, no me queda ninguna duda sobre cuán imperioso es escribir lo más rápidamente posible sobre el tema, y aquí tengo por objetivo presentar mis más sinceras y compungidas disculpas al pueblo chileno, cuyo sufrimiento histórico, impuesto a miles de hombres y mujeres progresistas, merece el más sincero respeto por su memoria. Estas son disculpas que presento en carácter eminentemente personal, pero, créanme los lectores y las lectoras chilenos(as), puedo afirmar con tranquilidad que es compartido por millones de brasileños que en este momento, y una vez más, nos sentimos absolutamente avergonzados por prácticas y discursos que trascienden los límites de lo humano, adentrándose en el pantanoso territorio de la barbarie.

Con ello subrayo cuán indispensable es alertar sobre la urgencia de la tarea de frenar el neofascismo que amenaza los cielos de América Latina a través de su primera y más intensa escala en suelo brasileño. No hay motivos para creer que se trata de un fenómeno incapaz de penetrar en los demás países de la región, considerando la fuerza norteamericana que lo anima.

Por lo tanto, es preciso expandir horizontalmente la percepción de las implicancias de los horrores prácticos del fascismo, de su alto potencial destructivo de las instituciones, y de que su forma de aparición contemporánea es el neofascismo. Por lo tanto, también, es preciso ampliar la capacidad analítica sobre las condiciones que posibilitaron la emergencia del fascismo en su momento original, para que tengamos el discernimiento de no mantenernos pasivos cuando las condiciones de consolidación del neofascismo están expandiéndose ante nuestros ojos.

Es indispensable considerar que Bolsonaro responde a una parte de la población brasileña que apoya la violencia cruda y la tortura, pero que en su concretización está articulada a los intereses del capital financiero que secuestró la democracia brasileña y encarceló a su mayor líder popular. Ejemplo de esta coyuntura histórica es el hecho ocurrido el pasado 4 de septiembre de 2019, cuando un joven se dispuso a robar algunas barras de chocolate de una tienda de la ciudad de São Paulo, siendo sorprendido y detenido por los guardias de la tienda, y llevado a una sala donde fue desnudado y azotado varias veces con cables con electricidad. Secuestro, privación de libertad y tortura. Es a este público al que Bolsonaro responde, es en este fango que subyace la moral de las masas supuestamente anticorrupción movilizadas por el nuevo régimen.

Promisoria noticia es que, sin embargo, Bolsonaro dispone de una tasa de votantes estimada en el orden oscilante del 12% del electorado brasileño y no el 33%, como se venía anunciando; aunque, así y todo, representa unos preocupantes 17 millones de personas. Es violencia pura, de esa que agrada al neofascismo, pero cuyo real propósito es concretizar la expropiación económica de las riquezas del país.

Los números, en cuanto a la privatización de empresas centrales para el desarrollo brasileño, son expresivos, y los intereses económicos que invirtieron el signo del desarrollo nacional, movilizan fuerzas hasta hace pocos años ocultas de la sociedad civil, éxito logrado no sin estrategias digitales sofisticadas.

No hay buenas razones para suponer que el fenómeno deba mantenerse restringido al territorio brasileño. La reacción ante la barbarie reclama la articulación continental, estrategia para detener el neofascismo, que se siente con la voluntad de propagar la tortura y la progresión de la muerte por parte de los órganos del Estado como estrategia criminal para contener a la oposición política.

Las trágicas declaraciones de Bolsonaro sobre la democracia y los Derechos Humanos, y el desprecio a la ex-Presidenta Bachelet y la memoria del pueblo chileno, son apenas la punta del iceberg. La contención del neofascismo es tarea que impone la articulación de amplios colectivos y, antes que el virus se esparza peligrosamente por América Latina, es necesario que las fuerzas políticas comprometidas con la democracia manifiesten de modo expreso su repulsa por el rumbo de la política brasileña. El futuro no es anticipable, pero, a la luz de la experiencia histórica, podemos percibir cuán intensas son las consecuencias de la indiferencia frente a la ascensión del fascismo.

 

  • Traducción de Juan Carlos Vergara.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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