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COP 25: entre la debacle ambiental y la oportunidad Opinión

COP 25: entre la debacle ambiental y la oportunidad

Ezio Costa y Colombina Schaeffer
Por : Ezio Costa y Colombina Schaeffer Director ejecutivo Fiscalía del Medio Ambiente/Subdirectora Fundación Ciudadanía Inteligente
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Hasta ahora la clase política global no ha logrado hacerse cargo del problema del cambio climático. La crisis se vuelve aún más compleja si consideramos que el conocimiento experto, así como las soluciones tecnológicas para resolverlo, existen y son conocidas y aplicables. Estamos, más bien, ante un problema político-cultural. Político, si consideramos intereses y equilibrios de poder en distintos niveles y para distintos actores, y cultural si entendemos que existe un modo de vida predominante asociado a un sinfín de parámetros culturales, impulsado por la globalización, que debe ser modificado.


La sociedad actual está experimentando una crisis climática que pone en juego, como nunca antes, la vida tal y como la conocemos. Sin embargo, al hablar y pensar sobre este tema, rara vez hablamos de otro tipo de cuestiones relacionadas. Por ejemplo, preguntarnos sobre quiénes son las personas que toman las decisiones, ni menos cómo las toman, respecto de tamaño desafío. Tampoco nos preguntamos qué lugar nos cabe, como ciudadanía, en este proceso, si es que nos cabe algún lugar –más allá de acciones individuales de dudoso impacto global si no son masivas y a una escala no vista–.

Hoy estamos hablando de la crisis climática, pero en el futuro puede ser cualquiera el desafío global que requiera de la acción de todos los actores involucrados a la vez. El clásico problema de la acción colectiva, esta vez a nivel global, con una complejidad no antes vista.

El sistema que gobierna las decisiones sobre cómo enfrentamos la crisis climática se encuentra al alero de las Naciones Unidas, a través de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (UNFCCC, por sus siglas en inglés). Si bien profundamente imperfecto, este sistema es lo más parecido que tenemos a una suerte de Parlamento global, cuya misión es abordar un problema que pone en jaque la vida humana sobre la Tierra como la conocemos. Con todos sus bemoles, y siendo voluntaria la participación en él, desde 1992 existe y funciona. Se ha regido por acuerdos, entre ellos, el Protocolo de Kioto, que fue recientemente reemplazado por el Acuerdo de París, que entrará en vigor el próximo año.

Este sistema ha enfrentado sucesivas crisis y desafíos, pero presenta hoy una pequeña pero muy importante oportunidad. Veamos por qué.

El fin y fracaso del Protocolo de Kioto significó un cambio profundo a la estructura de gobernanza del sistema global de lucha contra la crisis climática, inaugurando un nuevo sistema basado en el Acuerdo de París. Bajo este marco, son los gobiernos nacionales los llamados a establecer compromisos mínimos para asegurar que la temperatura promedio de la Tierra no aumente más allá de 1,5-2°C al año 2100, en comparación con el período preindustrial.

Si bien esto distribuye la responsabilidad desde lo global a los gobiernos nacionales, abre la oportunidad a la ciudadanía, sobre todo organizada y articulada, para incidir y participar, presionando a sus propios gobiernos nacionales a tomar compromisos ambiciosos.

Hasta ahora la clase política global no ha logrado hacerse cargo de este problema. La crisis se vuelve aún más compleja si consideramos que el conocimiento experto, así como las soluciones tecnológicas para resolverlo, existen y son conocidas y aplicables. Estamos, más bien, ante un problema político-cultural. Político, si consideramos intereses y equilibrios de poder en distintos niveles y para distintos actores, y cultural si entendemos que existe un modo de vida predominante asociado a un sinfín de parámetros culturales, impulsado por la globalización, que debe ser modificado.

Con el Acuerdo de París, podemos entender que la soberanía sobre las decisiones en torno a la crisis climática regresa, de alguna manera, a la ciudadanía y a las democracias nacionales –con todas sus fortalezas y debilidades–. Esto presenta una oportunidad clave para la ciudadanía global, y en nuestro caso para la latinoamericana, de articularse global y regionalmente para presionar localmente a sus respectivos gobiernos nacionales para lograr objetivos ambiciosos en sus respectivos NDCs (Contribuciones Nacionalmente Determinadas, NDCs por sus siglas en inglés).

Latinoamérica, como región, no es solo vulnerable a la crisis climática, si consideramos que tanto los trópicos como la Amazonía y los litorales son vulnerables a los cambios que se avecinan, sino que también desde el punto de vista de las posibilidades de adaptación y resiliencia.

Un importante número de los países de la región presenta un nivel medio-bajo de preparación y adaptación a este fenómeno. Generalmente, este nivel de preparación va de la mano con las condiciones socioeconómicas de las naciones, siendo las personas más afectadas las que ya son vulnerables en otros niveles.

Es ambicioso y quizás no del todo realista, pero no por ello menos posible, hacer algo al respecto. Por esto mismo es importante comenzar a visibilizar esta ventana de oportunidad y que de alguna manera la ciudadanía, articulada, puede por fin decir algo en una crisis que amenaza a todas y todos por igual. El poder ya no está tan lejano como antes, sino que un poco más cerca. Imaginemos entonces un proceso de articulación regional –las distintas sociedades civiles del mundo agrupadas por región– donde se presiona conjunta y globalmente, pero nacionalmente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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