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El éxtasis populista de la ultraderecha Opinión

El éxtasis populista de la ultraderecha

Camilo Escalona
Por : Camilo Escalona Ex presidente del Senado
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Hay quienes dicen que las transformaciones en democracia han sido una pérdida de tiempo. Desprecian el proceso democrático. Ese es un profundo error. Al revés, una estrategia de militarización de la sociedad para alcanzar la plena reivindicación del mundo popular es una política que ha favorecido claramente a las diferentes expresiones de la derecha latinoamericana. El camino a seguir es la sucesiva reforma de la democracia en un sistema económico que se articule con la justicia social. Eso exige las mayorías sociales indispensables y superar el fatalismo en la izquierda que surge de aquellos que sólo observan, admiran y exaltan al adversario, en un hábito ya reiterado de hablar para aplaudirlo. Tanto hablan del neoliberalismo que aparece como intocable. Es el síndrome de Estocolmo en la política, que atomiza y causa mucho daño.


Como estaba establecido, el primero de Enero, se produjo el cambio de gobierno en Brasil y asumió Jaír Bolsonaro, como Presidente del país de mayor tamaño y potencia económica de América del Sur.

El Programa se cumplió como se dispuso, desde las extremas medidas de seguridad para dar espectacularidad a la figura del “hombre fuerte”, dando a entender que se exponía corajudo a temibles malhechores capaces de atentar contra su vida con algún nuevo tipo de arma letal, hasta su discurso mesiánico, con Dios como acompañante del “elegido”, el ex capitán que ahora cómo mandatario ofrece lo que tantos han prometido, la marcha triunfal de los buenos contra los malos.

Fue un avant premiere bien preparado, con magnificencia, de príncipes azules y princesas encantadas, los jerarcas estatales, el que se iba y el que llegaba, fueron a la ceremonia con sus trajes lujosos y sonrientes damas llegadas de ese lugar inubicable al que dicen van a llevar al pueblo: el de la felicidad, personificada en ellos, sus triunfantes embajadores. Esta puesta en escena perseguía un propósito: camuflar su ira regresiva en papel celofán.

Así ocurrió, fue un instante único, el éxtasis populista de la ultraderecha, agresiva, paternalista y soberbia, fue encumbrada aunque no lo va a reconocer, por ciudadanos opuestos a la intolerancia y el militarismo, que en su rabia hacia las recientes miserias de la política, desautorizada por la corrupción y los ajustes de cuentas, otra vez fueron manipulados, y han llevado al poder al fanatismo más anacrónico, para una nueva amargura en unos cuantos años más.

[cita tipo=»destaque»] La izquierda latinoamericana tiene la tarea de recomponerse de acuerdo al nuevo escenario. No hay un modelo que copiar. Lo que se le exige a sus diversos partidos y movimientos es una respuesta particular, la capacidad de formular un proyecto que de cuenta de la realidad de cada país, una “vía” auténticamente nacional que no puede copiar a terceros, que debe sacudirse de las prácticas corruptas y condenar el terrorismo de Estado de la ultraderecha y de dictadores que se autodenominan “de izquierda”.[/cita]

Ahora bien, apenas el nuevo premier inició su discurso la expectante muchedumbre, ya agotada por la espera y aturdida por la canícula, fue bañada por la ola de odios y descalificaciones del orador, en especial, contra la “ideología de género” y el socialismo, enemigos privilegiados del autoritarismo integrista que desea refundar el Brasil, como Pinochet en Chile, sin reparar en el costo social que ello provoque. 

Cuánto dolor puede significar esa aventura, no se dice, cuanto retroceso social, no les importa, cuanto traspaso del patrimonio público a los privados lo callan, los lideres mesiánicos solo gustan del aplauso obsecuente, entre ellos, un grupo chileno de ultraderecha, pinochetistas nostálgicos de la paz de los cementerios y del terror de Estado con que se impuso esa receta.

Al actual proyecto autoritario en Brasil, en su ensoñación regresiva, no le basta volver a la etapa dictatorial de los años 80, de las masivas luchas democráticas de esa etapa, desde la rebeldía estudiantil, la resistencia cultural y el movimiento sindical, surgió un empuje reformista y transformador que repuso la democracia e impulsó cambios progresistas después de una dictadura bajo el control de un militarismo conservador con afán hegemónico sobre el continente.

Así, el llamado “subimperialismo” brasileño requería una base industrial y productiva que impedía una marginalidad social como la que Pinochet generó en Chile. El poder castrense en Brasil tuvo un sesgo diferente a la borrachera libre mercantilista de los Chicago-boys, hubo terrorismo de Estado pero no lanzaron el Estado por la ventana, ahora Bolsonaro quiere hacerlo.

Ese convulso y contradictorio proceso histórico de luchas y reformas irrita el libremercantilismo de la ultraderecha, no es casual el traslado de la política indígena al ministerio de agricultura donde se someterá a la revancha de los estancieros, ese “modelo” apunta al país oligárquico, conservador y patriarcal anterior a los gobiernos que desde Getulio Vargas en los años 30, impulsaron la industrialización con fuerte participación del Estado, los que culminaron con Joao Goulart, que fuera depuesto por un golpe militar en 1964, fraguado por los Estados Unidos, con el que se inició el ciclo de regímenes castrenses en América Latina.

Por eso, siguen a Trump y desean “revertir la globalización”, aunque la vuelta gringa al proteccionismo sea justo lo opuesto al interés de Brasil y de América Latina, pero la aversión ciega al rol del Estado en el impulso económico, han   llevado a que Bolsonaro se aferre al liderazgo norteamericano y haya aceptado “evaluar” la instalación de una base militar de los Estados Unidos en Brasil, cuyos efectos alterarían totalmente la estabilidad del continente. En todo caso, está claro que en lo económico esa receta neoliberal, que no es ni nueva ni liberal, marcará la agenda.

Ahora bien, ¿cómo fue posible que el esfuerzo histórico del pueblo de Brasil por la democracia y el derecho a pensar fuera desconocido por la verborrea populista, y los avances logrados por la izquierda, en particular, del Partido de los Trabajadores, se hayan deslegitimado al extremo que son menospreciados y su labor repudiada por la población qué antes lo apoyó?

Entre los factores de larga data se anota en Brasil una desigualdad estructural, que lo sitúa como uno de los países más injustos e inequitativos a nivel global, donde coexisten las fortunas, el despilfarro y el lujo más agresivo con los centros urbanos más afectados por la pobreza, el narcotráfico, el alcoholismo y la inseguridad, y también con vastos territorios rurales sumidos en la ignorancia y el conservadurismo. En ambos casos, brota una violencia que marca las relaciones sociales.

Esa realidad agrava una dura marginalidad que socavó un pilar básico del régimen democrático: garantizar el derecho a una vida digna y segura. Al igual que las “maras” centroamericanas, patotas de delincuentes deciden el destino de un joven en una favela y no su familia en conjunto con la comunidad organizada, como ocurre cuando postula a la formación superior gratuita o se le abren otras perspectivas. Cuando un jefe de patota puede más que la acción del Estado esa situación no puede prolongarse más.

Ahora bien, un factor central en esa realidad es la corrupción del sistema político, un verdadero cáncer que se tragó las fuerzas morales e intelectuales de poderosos y prestigiados partidos populares, con fuertes raíces en la sociedad brasileña, que se han visto extenuados en su convocatoria social por ese deplorable fenómeno. 

La democracia con el empuje de la izquierda tuvo logros excepcionales, entre ellos, que decenas de millones de personas salieron de la pobreza a vivir con dignidad, pero ello no podía justificar el enriquecimiento indebido, la práctica de sobornos e irregularidades como normas enraizadas en las entidades estatales. Servirse del aparato público en beneficio propio fue fatal.

El liderazgo político dejó que se instalara un tipo de conducta amoral, sin normas de probidad, que se extendió, desgastó y socavó su propia autoridad y debilitó la institucionalidad, abriendo una honda crisis de representación política y social, dejando penetrar y crecer a las fuerzas autoritarias, en esencia antidemocráticas, a tal grado que hoy están a la cabeza del Estado.

Por si fuera poco, en un intento demencial de aumento de sus ramificaciones políticas, operadores corruptos amarraron vínculos con “figuras” de insaciable ambición de otros países latinoamericanos, fugaces personajes, enceguecidos por la plata dulce de grupos de inversión que pretendían asegurar proyectos e influencia fáctica coimeando voluntades, las que para vergüenza de nuestra historia, requerían dinero para sonar, como los tocadiscos de antaño, con monedas en la ranura había música para el público interesado. Imposible que perdurara ese sistema.

La izquierda latinoamericana tiene la tarea de recomponerse de acuerdo al nuevo escenario. No hay un modelo que copiar. Lo que se le exige a sus diversos partidos y movimientos es una respuesta particular, la capacidad de formular un proyecto que de cuenta de la realidad de cada país, una “vía” auténticamente nacional que no puede copiar a terceros, que debe sacudirse de las prácticas corruptas y condenar el terrorismo de Estado de la ultraderecha y de dictadores que se autodenominan “de izquierda”.

En este contexto, el socialismo en cada país tiene una altísima responsabilidad, debe bregar por la más amplia unidad de acción, y reponer potentes mayorías sociales que retomen las reformas democráticas que la ultraderecha pretende congelar o deshacer. 

Hay quienes dicen que las transformaciones en democracia han sido una pérdida de tiempo. Desprecian el proceso democrático. Ese es un profundo error. Al revés, una estrategia de militarización de la sociedad para alcanzar la plena reivindicación del mundo popular es una política que ha favorecido claramente a las diferentes expresiones de la derecha latinoamericana. 

El camino a seguir es la sucesiva reforma de la democracia en un sistema económico que se articule con la justicia social. Eso exige las mayorías sociales indispensables y superar el fatalismo en la izquierda que surge de aquellos que sólo observan, admiran y exaltan al adversario, en un hábito ya reiterado de hablar para aplaudirlo. Tanto hablan del neoliberalismo que aparece como intocable. Es el síndrome de Estocolmo en la política, que atomiza y causa mucho daño.

El socialismo debe evitar el sectarismo y no resignarse a la estrechez de las pugnas fratricidas que atomizan los movimientos populares del continente. La amplitud no se debe perder por ningún motivo, sólo así se podrán reponer regímenes democráticos comprometidos con la justicia y el progreso. Una amplísima unidad con las manos limpias es la tarea.

Ahora es la hora amarga del día después, pero que no se olvide tan funesta etapa ni tampoco se pase por alto, por negligencia o irresponsabilidad, a los personajes que fueron parte de ese infame mecanismo de corrupción, tan funesto que sacó del closet al neofascismo latinoamericano, que gracias a ello, al integrismo religioso, la intolerancia y la xenofobia, ahora gobierna en B

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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