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Socialdemocracia, la política de matinales Opinión

Socialdemocracia, la política de matinales

Mauro Salazar Jaque
Por : Mauro Salazar Jaque Director ejecutivo Observatorio de Comunicación, Crítica y Sociedad (OBCS). Doctorado en Comunicación Universidad de la Frontera-Universidad Austral.
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Después de tres decenios, ¿qué se nos ha ofrecido en política? Una socialdemocracia tipo Pancho Vidal, «Doscientos años de soledad» y un solo lema: ¡Chile será la élite o no será! Pero, hoy en día, ¿qué debemos esperar de las eventuales mixturas, de la simbiosis entre la socialdemocracia y el Frente Amplio? No es una idea descabellada imaginar a los ideólogos del FA en medio de las rutinas de la institucionalización escribiendo –en un tiempo más– un balance crítico de tono «converso».


Una vez que la socialdemocracia chilena padeció el agotamiento de sus «energías utópicas», quedó al descubierto su «déficit cognitivo» para anudar políticamente la relación entre socialismo y mercado, en el marco de la renovación socialista de los años 80. A decir verdad, fue más fértil la relación entre democracia y socialismo, bajo la misma escena de la renovación (Flacso y sus años dorados).

Tal vacío de teorización, en los años 90, cedió el espacio político a un inadvertido «socialismo hayekiano» (rampante en tierras poscomunistas), agudizando un ciclo de institucionalización ajustado a las liturgias de la modernización y la épica del realismo.

Dada la «precarización de la creatividad», nuestra menguada socialdemocracia ha producido un desgaste expresado en el «hastío ciudadano» que no hace más que expandir la devastación del campo político.

De un lado, debemos consignar la reducción demográfica, el agotamiento y la anorexia intelectual de sus empingorotados politólogos. De otro, una espantosa falta de elocuencia simbólica para imaginar una «cultura de la pobreza» que trasunte el régimen de focalizaciones que abrazó desde los años 90.

[cita tipo=destaque»]Vidal también nos ofrece «Doscientos años de soledad» y un solo lema: ¡Chile será la élite o no será! A la sazón, cómo obviar los «apotingados» ideólogos de Chile 21 que, a punta de cuñas, opúsculos, y manoseos del «pensamiento crítico», nos ofertan la trama visual de un «capitalismo alegre» (¿modernización reflexiva?) que carece de toda política libidinal. Se trata nuevamente de variaciones periféricas donde el totémico realismo sabotea la teoría democrática que sustentó el propio relato de la coalición del arcoíris.  [/cita]

A fin de cuentas se trata de un culposo conservadurismo de izquierdas que, de una u otra manera, busca restituir las «narrativas de la prudencia» a la luz del «pánico político» que provoca el caso Bolsonaro. En los años 90, se dio una paradoja mayor, a saber, fueron los demócratas quienes liquidaron la democracia, todo ello merced a esa obsesión por perpetuar el patrón de acumulación cincelado en tiempos de autoritarismo. Todos aferrados al mismo milagro chileno: desde las congratulaciones de Foxley a Büchi y luego Ominami.

Tras tres decenios, ¿qué se nos ofrece? Una socialdemocracia tipo Pancho Vidal. De un lado, colonizar el futuro con relatos de gobernanza, aceleración nihilista y masificación del acceso y, de otro, correlación de fuerzas, realismos sesgados, narrativas de la mesura y la mediatización del malestar post-PNUD. Todo cifrado en el desencuentro entre la voces de la disidencia y la palabra social (instituciones del orden), erradicando toda épica de los márgenes.

Vidal también nos ofrece «Doscientos años de soledad» y un solo lema: ¡Chile será la élite o no será! A la sazón, cómo obviar los «apotingados» ideólogos de Chile 21 que, a punta de cuñas, opúsculos, y manoseos del «pensamiento crítico», nos ofertan la trama visual de un «capitalismo alegre» (¿modernización reflexiva?) que carece de toda política libidinal. Se trata nuevamente de variaciones periféricas donde el totémico realismo sabotea la teoría democrática que sustentó el propio relato de la coalición del arcoíris. 

A poco andar la irrupción de los nuevos movimientos sociales y la progresiva autonomización de organizaciones ciudadanas pospartidarias agudizaron la depredación de la promesa democrática –so pretexto de la revolución populista que Steve Bannon (ex asesor de Trump) proyecta para toda la región–. Dada la disrupción de un nuevo «polo deliberativo» (post-2011) los intentos por neutralizar la extensión de la conflictividad por la vía de una democracia representacional solo pueden gozar de un éxito parcial y localizado.

Una victoria pírrica es la única forma de contener los malestares post-PNUD. Adicionalmente la región ha conocido las reivindicaciones de una voluptuosa «capa media» –henchida de accesos simbólicos y ubicua en sus patrones electorales– cuya difusidad en términos de sus adscripciones políticas da cuenta de un grupo que viene a perpetuar su participación en el acceso al mercado del trabajo o, bien, representa un fenómeno de precarización (grupos medios vulnerables que cargan con una «movilidad de corto alcance y caminan sobre la cornisa de la pobreza») que se expresa en nuevas formas de antagonismos y ebullición contra la modernización de turno.

En suma, lo que se ha diluido en el último decenio es la potencia narrativa de la teoría democrática de la gobernabilidad. Todo indica que la socialdemocracia debe retomar –entre otras  cosas– un campo intelectual del cual prescindió en tiempos de infranqueable institucionalidad elitaria y afásica.

Y para muestra un botón. La celebración del plebiscito se tornó un rito de Palacio desprovisto de todo fervor popular. Al parecer la resurrección de la socialdemocracia no profesa episteme, sino fijar instrumentalmente una seducción discursiva, algo populista, y ensayar con «estéticas cool» una nueva plataforma política explotando un collage intergeneracional. El diseño transicional tuvo un efecto estructural y sistémico que agotó a la socialdemocracia, por cuanto la redujo a una coalición administrativa que perdió el estándar de legitimidad ciudadana, porque concentró sus esfuerzos en el paso que va de los gobiernos autoritarios a la modernización.

Entonces, sobran las peguntas, cómo descifrar los componentes proyectuales de la socialdemocracia, cuál será su posible reconfiguración institucional en el tiempo. ¿Dónde situar el espacio de una ciudadanía que estaría eventualmente disponible a domiciliarse en un genuino reformismo crítico –excentricidades mediantes–? ¿Es dable este cándido escenario? ¿Cuáles serán las operaciones discursivas y visuales, los procesos de retorización, con que la socialdemocracia puede reconfigurar un imaginario de antagonismos y reconstruir un nuevo marco interpretativo?

En lo inmediato, solo sabemos que la socialdemocracia responde al totémico realismo y ello sigue afectando su propio texto fundacional. Ese fue el talón de Aquiles de la propia teoría democrática. Ello, por cuanto obró desde una racionalidad política que se agotó en la normalización institucional y con eso ultrajó el horizonte inclusivo que toda democracia se promete a sí misma.

Ergo, la potencia narrativa de la teoría de la democracia de la gobernabilidad se encuentra subsumida en la facticidad de un presente sin horizonte. Ello implica que la socialdemocracia debe retomar –entre otros– un campo intelectual del cual prescindió durante los años 90, desplazando su «apotingada» dimensión institucionalista. La tarea es la reconstrucción de una teoría democrática que articule, por la vía de la reforma, el actual estado de dispersión. En suma, el diseño transicional agotó a la democracia y fagocitó a la coalición porque concentró sus esfuerzos en el paso que va de los gobiernos militares a la modernización.

La paradoja es que, ante un irreversible proceso de desdibujamiento identitario, todos se autoproclaman como una fuerza socialdemócrata (incluido el PC). ¿Cuál será el horizonte de trazabilidad para salir del pantano? Ello resulta una respuesta casi esotérica. A modo de experimentos extravagantes, quizá la socialdemocracia deba fusionar voces que van desde Otonne, Mayol a Chomsky o, bien, explorar un pastiche entre Genaro Arriagada, Fernando Atria, Nicolás Grau, Pamela Jiles y Atilio Borón, Miguel Crispi y las lecturas de Ernesto Laclau.

Ahora bien, sin perjuicio del tipo de resurrección de la socialdemocracia, existe un divorcio para pensar una política de los afectos (el erotismo de Octavio Paz) y obviar el actual estado de comodidad crítica exacerbado por RD: el nuevo partido del orden.

¿Qué debemos esperar de las eventuales mixturas, simbiosis entre la socialdemocracia y el Frente Amplio? Después de todo, el PC ha recreado una atmósfera donde vuelve a la idea de Frentes Populares (la Italia pre-Mussolini de 1919 a 1922): y todo ello en nombre de la Convergencia. Es mera ficción elucubrar que el autor que sentenció velozmente la caída del modelo, dadas sus travesuras con la elite, se convierta en el nuevo Óscar Guillermo Garretón del año 2040. ¿Por qué no? ¿Y quién será el nuevo Enrique Correa?

Es posible que ese rol lo asuma algún ideólogo elástico, ubicuo, del Frente Amplio. Por su parte, el demócrata Jackson revela un incontenible erotismo por una segunda transición haciendo de RD un partido travestido por las estéticas del orden. No es una idea descabellada imaginar a los ideólogos del Frente Amplio, en medio de las rutinas de la institucionalización, escribiendo –en un tiempo más– un balance crítico de tono «converso» que analice el inicio «cahorril» de un movimiento alternativo, un corazón imprudente, que termina por comprender que el neoliberalismo había derrotado a la teoría democrática.  

El declive temporal del FA –asumiendo que NO es programático– consiste en el fracaso de su intento diferenciador y rearticulador en una «política del nombre propio» respecto a la gramática del orden. A la luz de esa manía de Jackson, nuestro Aylwin, es inviable girar el mapa político desde la facticidad bipartidistica o duopólica, haciendo uso del mismo vocabulario del movimiento.

En suma, han quedado entrampados en el efecto testimonial (izquierda temática) que carece de una estrategia mediática para salir del efecto «caricaturesco» que le imputan las elites o, bien, revelan una impotencia a la hora de fortalecer una narrativa deconstructiva de la práctica política. Aula Segura, más allá de múltiples razones, fue aprobada con algunos votos del FA y ello comienza a mermar una «política del nombre propio». ¿Y Boric y su viaje a Francia? El diputado invocó una especie de ethos humanista, algo romántico, pero su cruzada fue tildada de imprudente y su propia coalición le hizo un «llamado a las narrativas del orden». ¡Chapeau por esa política de izquierda involucrada en los pliegues de la prudencia»!    

Por fin solo me resta invocar un nombre: Norbert Lechner.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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