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El plebiscito del 5 de octubre y el intento de falsificar la historia Opinión

El plebiscito del 5 de octubre y el intento de falsificar la historia

Camilo Escalona
Por : Camilo Escalona Ex presidente del Senado
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Es una mascarada que en la derecha digan que estuvieron por una “transición pactada”, en ningún caso, porque la democracia regresó debido a que no pudieron evitarlo. Ahora bien, no deja de ser escandaloso que algunos pinochetistas vayan a conmemorar en La Moneda la victoria del No. Pueden ir donde quieran, pero no podrán decir que lucharon por la libertad de Chile.


Tanto en la derecha neoliberal como en la izquierda dogmática coinciden –por diferentes razones– con la engañosa teoría de que en Chile, el periodo que va de la dictadura a la democracia, se puede definir como una transición “pactada”, como si el dictador Augusto Pinochet hubiera cedido sonriente el poder al que se aferraba a cualquier costo.

Sin la derrota político-electoral, por tanto, institucional de Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, el dictador se habría perpetuado y nadie puede, sensatamente, vaticinar lo que habría pasado, excepto el agravamiento de las violaciones a los derechos humanos, al acentuarse la contradicción entre dictadura y democracia.

En efecto, de conseguir imponer su plan primigenio de lograr un resultado plebiscitario a su favor, Pinochet pasaba a prolongar su control unipersonal por otros 8 años. El impacto de ello era imprevisible y sus efectos en la oposición, con pugnas y división, son imposibles de evaluar con la dictadura en el poder.

Esa noche del 5 de octubre Chile fue otro de inmediato, los manifestantes abrazaban a carabineros que minutos antes los reprimían, la mayoría nacional y democrática que se pronunció por el No logró un impacto político tan enorme, que impidió el contraataque militar que preparó el dictador para el día del plebiscito, conocido gracias a denuncias procedentes del propio Ejército. 

En el balance de fuerzas entre dictadura y democracia, el No fue definitivo y el pueblo en un firme ejercicio de autodeterminación hizo imposible que Pinochet pudiera desconocer el resultado. Decir que el Sí o el No daba igual, como justificó hace pocos días el ministro de Justicia, Hernán Larraín, es una aberración histórica, porque la libertad versus la opresión nunca serán lo mismo. Es imposible nivelar el abismo que separa a la víctima del victimario. 

He ahí el alcance histórico de lo sucedido en la tensa lucha política y social, cultural y territorial tanto en los meses previos como en las horas decisivas del ejercicio de recuperación de la soberanía popular que sucedió ese día del plebiscito. Un proceso que ocurrió con una masividad incontrolable para la dictadura y con más potencia que la esperada por el grueso de los propios opositores.

Como la derecha permaneció sometida y amarrada al dictador, hoy trata de camuflar su vergonzosa docilidad al régimen derrotado creando la imagen de que, en realidad, lo qué pasó fue una transición “pactada” que tuvo en ellos un protagonista esencial. No fue así, simplemente fueron parte de la derrota en su integridad, incluida una dura condena moral del país por su complicidad en las violaciones a los derechos humanos.

Lo dicho en septiembre por el senador RN, Andrés Allamand, que el error de la derecha fue disolver el Partido Nacional que era el que representaba al señalado sector, es una excusa baladí en la dimensión del drama histórico y humano que conmovió a Chile, porque el golpe de Estado de 1973 fue de la derecha, obvio que en su ejecución material fue un putsch militar, pero fue la derecha la que lo impulsó y fue su auténtico conductor a través de su versión más ultra y libremercadista: los Chicago boys.

[cita tipo=»destaque»]Al prolongarse la transición atravesando varios periodos presidenciales, se ha ido formulando un relato especulativo que ve lo ocurrido como un arreglo para instalar una democracia ficticia controlada por fuerzas anónimas y no un régimen institucional imperfecto, deformado por los enclaves autoritarios y la sobrerrepresentación de una derecha autoritaria, a la defensiva, siempre pendiente de ir dejando para después el reconocimiento de su responsabilidad histórica como sostén de la dictadura.[/cita]

En consecuencia, el desenfreno terrorista de los golpistas, fusilando, torturando y avasallando la dignidad del ser humano, fue responsabilidad histórica de la derecha que no hizo nada para detener esa barbarie, y esa, será su vergüenza indubitable. Esa voluntad golpista fue coherente con el proyecto político que orquestó la derecha: promover el quiebre institucional y derribar el Gobierno de Salvador Allende, instalar por tiempo indefinido una férrea dictadura y hacer que los militares implementaran una brutal represión para destruir las fuerzas de la izquierda y desbaratar sus logros sociales, económicos y políticos obtenidos por el movimiento popular, desde Luis Emilio Recabarren hasta Allende.

No se olvide que uno de los “buque insignia” –como decían en la derecha al ex senador Sergio Diez– fue repetidas veces a las Naciones Unidas a defender la dictadura, precisamente, en el tema de los derechos humanos, el más delicado de todos y, como fiel pinochetista, señaló que el terrorismo de Estado no era más que una campaña del “comunismo internacional”.

Otros jerarcas de la derecha, como los ex senadores Sergio Onofre Jarpa y Bulnes, también tomaron parte en la tarea de lavar la cara al régimen, en la peor etapa de las violaciones a los derechos humanos, cuando se ejecutaba la “Operación Cóndor”, que llevó el terrorismo de Estado fuera de Chile para segar la vida de centenares de jóvenes de izquierda. O como en 1983, en momentos que las protestas sociales sacudían a Pinochet, elaboraron un plan político que le diera oxígeno a la dictadura y la salvara del colapso que la amenazaba.

Por eso, el rigor de la realidad histórica con la derecha después del putsch es que les acomodó vivir sin democracia, profitar del régimen militar para asegurarse un enriquecimiento incalculable y experimentar con la economía cuanto quisieron, tuvieron carta blanca como nunca, porque ni gobernantes salidos de la plutocracia “criolla” permitieron hacer lo que Pinochet les dejó hacer con el país.

Es una mascarada que en la derecha digan que estuvieron por una “transición pactada”, en ningún caso, porque la democracia regresó debido a que no pudieron evitarlo. Ahora bien, no deja de ser escandaloso que algunos pinochetistas vayan a conmemorar en La Moneda la victoria del No. Pueden ir donde quieran, pero no podrán decir que lucharon por la libertad de Chile.

El triunfo del No fue el gran ariete que abre camino al retorno de la democracia y consigue, no solo derrotar a Pinochet, sino también doblegar a la derecha que tanto tiempo lo sostuvo en Chile y el exterior. Eso es tan concreto y definitivo, que no entra en la reflexión dogmática que respalda la teoría del “transformismo”, la que percibe la transición como una falsedad, un “montaje” para dar la impresión que se repuso una institucionalidad democrática que no es más que una simulación. Al negar la realidad se cae en una total fantasía.

Por lo demás, los socialistas aún dispersos en diferentes orgánicas, sobrevivientes de varias oleadas represivas para “extirpar de raíz” su presencia del escenario político nacional, fuimos declarados inconstitucionales por el Tribunal Constitucional de la época y un líder de la significación de Clodomiro Almeyda estuvo preso, privado de sus derechos políticos. 

La dictadura hizo cuanto estuvo a su alcance para la exclusión del socialismo y la izquierda, pero nos reagrupamos y la derrotamos organizando expresiones legales instrumentales, como el PPD, el PAIS y trabajando en el Comando del No con los partidos que habían logrado inscribirse, como la Democracia Cristiana, el Partido Radical y el Partido Humanista.

El No impidió que siguiera la dictadura, pero se generó una compleja correlación de fuerzas; aunque Pinochet no tuvo apoyo para anular el resultado, logró retener una cuota de poder y respaldo castrense con los enclaves autoritarios. Con apoyo de la derecha evitó el derrumbe del tramado institucional de la Constitución de 1980, se aferró a la comandancia en Jefe del Ejército y rechazó la petición del Presidente Patricio Aylwin de pasar a retiro por bien del país, rodeado de una cofradía de generales obsecuentes provenientes de la DINA. Fue un lastre que avergonzó y deshonró, con su impunidad, tan promisoria etapa de la nación chilena.

Al prolongarse la transición atravesando varios periodos presidenciales, se ha ido formulando un relato especulativo que ve lo ocurrido como un arreglo para instalar una democracia ficticia controlada por fuerzas anónimas y no un régimen institucional imperfecto, deformado por los enclaves autoritarios y la sobrerrepresentación de una derecha autoritaria, a la defensiva, siempre pendiente de ir dejando para después el reconocimiento de su responsabilidad histórica como sostén de la dictadura.

Por eso, la idea de la transición “pactada” es de alcance letal para las transformaciones aún pendientes en el país, al generar una actitud desaprensiva hacia lo público y lo social y un cinismo ajeno a la participación social que genera un nocivo desencanto. A la derecha eso no le incomoda, mientras menos gente participa, más aumenta el peso relativo de sus votantes, podrán ser minoría pero ven acrecentar decisivamente su presencia en los resultados de los comicios en que se decide el liderazgo del país.

El plebiscito del 5 de octubre abrió la ruta de la libertad y de la paz, derrotó a Pinochet y concluyó la etapa en que el terrorismo de Estado prevalecía en nuestro país. Esa fue la “vía” que el pueblo encontró y no corresponde negarlo. Allí empezó el proceso de restauración democrática, sus aciertos o errores son el resultado de las acciones y movilización de las fuerzas sociales y políticas presentes en el escenario nacional, mientras la derecha se mueve y participa en plenitud, parte de sus rivales caen en la apatía, las pugnas o la desunión, así la derecha en su representación política se ve favorecida y fortalecida.

El 5 de octubre de 1988 ocurrió lo contrario, se unió la nación contra la dictadura, nadie quedó afuera, se desplomó la exclusión y aquel que quiso ir contra esa formidable marea popular, pagaba un costo que lo anulaba.

El No permitió ejercer, hace 30 años, la voluntad de autodeterminación del pueblo de Chile. En el presente, ante la apatía y el desencanto de amplios sectores populares, debiese inspirar un vigoroso proceso de unidad democrática de la mayoría del país, que dé continuidad a los ambiciosos propósitos que lo hicieron posible.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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