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Víctimas y legalismo: las preguntas que dejó el caso de Carlos Carmona Opinión

Víctimas y legalismo: las preguntas que dejó el caso de Carlos Carmona

Rocío Lorca
Por : Rocío Lorca Profesora de la Facultad de Derecho Universidad de Chile
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Hay un legalismo excesivo en pretender que sean el derecho y las autoridades los encargados de promover las transformaciones culturales, de expresar solidaridad con el dolor ajeno, y de imponer un cambio en nuestra conciencia e identidad. Un mejor legalismo es aquel que, reconociendo las virtudes de las reglas y su imparcialidad, reconoce también sus limitaciones y nos deja abierto un ámbito en el que somos nosotros, y no el derecho ni sus autoridades, los responsables de decidir cómo actuar frente a una situación.


¿Qué pasa cuando nuestras instituciones no juzgan un evento tal como esperamos ni imponen las sanciones que nos parecen adecuadas? ¿Qué debemos pensar sobre el derecho y en general sobre nuestras instituciones cuando estas señalan que lo que corresponde es volver a compartir nuestra comunidad con aquel que nos ha causado un daño o le ha causado un daño a alguien que nos importa? Y ¿qué debe hacer la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile con el profesor Carlos Carmona, cuya sanción no fue la destitución sino la suspensión y, por ello, tiene pleno derecho a reincorporarse a la vida de la facultad? Un derecho que, por cierto, también le asiste a la estudiante que lo denunció.

Obviamente es inapropiado pensar que estas preguntas deberían llevar a una sola conversación. No será lo mismo enfrentarse a ellas para la víctima de una infracción, o para el propio infractor, que para el resto de nosotros. Pero en la medida que se trate de una pregunta sobre el rol del derecho y de las autoridades de una comunidad, creo que tenemos básicamente dos opciones.

Una primera opción es esperar que el derecho o nuestras autoridades impidan la reincorporación de los infractores a nuestra comunidad, por lo menos en la medida en que la víctima siga siendo parte de ella. Ciertamente con ello configuraríamos un sistema institucional bastante severo, pero no es nada que no estemos ya acostumbrados a escuchar.

Algunos países, como Estados Unidos, han avanzado bastante hacia este tipo de políticas, no solo estableciendo castigos excesivamente largos sino también variadas formas de registros públicos de infractores que nunca pueden ser borrados y que están a disposición de todos en internet, profundizando y perpetuando la exclusión social que suelen conllevar las sanciones legales. La severidad de este sistema en particular ha llegado a extremos tales que las mismas víctimas lo han resistido. Recuérdese cómo, hace solo algunos meses, los familiares de las víctimas de la masacre de la Iglesia de Charleston pedían clemencia a favor de Dylan Roof.

[cita tipo=»destaque»]¿Por qué habríamos de querer que toda nuestra experiencia fuera administrada por reglas y por terceros imparciales? ¿Por qué necesitamos que la autoridad sea quien pronuncie el significado de la experiencia de la víctima? ¿Cómo sería ese mundo en el que toda acción política debe ser realizada por las autoridades? Y, por último, ¿por qué los estudiantes de la Facultad de Derecho no pueden hacer lo que estiman correcto por sí mismos? ¿Acaso no han pedido ellos mismos la renuncia del profesor Carmona? ¿Por qué debe hacerlo además la autoridad, sobre todo cuando esta carece de competencia? [/cita]

La otra opción es esperar menos del derecho. Conformarnos, hasta cierto punto, con lo que ya tenemos: un sistema institucional que nos obliga a convivir con los infractores. O, lo que es lo mismo, un sistema institucional en el que los infractores en general, una vez cumplida su sanción, pueden desplazarse libremente por la comunidad y ejercer todos sus derechos en igualdad de condiciones con sus víctimas.

¿Qué le ofrece entonces nuestro derecho a las víctimas? Bastante poco. En el mejor de los casos, les ofrece la respuesta de un legalismo liberal tradicional que se caracteriza por un derecho que deja problemas sin resolver. Que solo nos protege frente a peligros inminentes y muy serios. Autoridades que idealmente se limitan a cumplir con lo que las reglas les dicen bajo interpretaciones restrictivas. Un sistema que deja heridas abiertas. Asuntos pendientes. Un derecho que permanece anclado en el ideario ilustrado del derecho moderno, que tiende hacia la abstracción y la generalización de los conflictos humanos. Un derecho que no escucha ni atiende al sufrimiento humano, a menos que este logre expresarse en alguna fórmula jurídica y hacerse evidente bajo estándares probatorios bastante exigentes. Un derecho que así configura su propia versión de nuestros conflictos y, con ello, solo logra sacarle un pellizco a veces irrisorio a la experiencia humana con la que se enfrenta.

Las soluciones de este derecho impersonal y de sus autoridades tienden a ser deficientes e inútiles para los problemas más importantes de la experiencia humana. Pero lo llamativo de todo esto es que quizás es un alivio que así sea.

¿Por qué habríamos de querer que toda nuestra experiencia fuera administrada por reglas y por terceros imparciales? ¿Por qué necesitamos que la autoridad sea quien pronuncie el significado de la experiencia de la víctima? ¿Cómo sería ese mundo en el que toda acción política debe ser realizada por las autoridades? Y, por último, ¿por qué los estudiantes de la Facultad de Derecho no pueden hacer lo que estiman correcto por sí mismos? ¿Acaso no han pedido ellos mismos la renuncia del profesor Carmona? ¿Por qué debe hacerlo además la autoridad, sobre todo cuando esta carece de competencia? 

A algunos quizás les parezca que la autoridad deba intervenir para evitar los excesos que podrían provenir de los estudiantes, quizás temen verlos actuando con crueldad a través de rituales de humillación. Lamentablemente, no es algo impensable. Pero dentro del espacio de juego que nos dejan las reglas jurídicas, es responsabilidad de cada cual actuar de la manera que estime adecuada. Y quienes presenciamos dichos rituales con indignación, siempre podremos criticarlos y oponernos directamente a ellos. No necesitamos ni al derecho ni a una autoridad para decir lo que pensamos.

Hay un legalismo excesivo en pretender que sean el derecho y las autoridades los encargados de promover las transformaciones culturales, de expresar solidaridad con el dolor ajeno, y de imponer un cambio en nuestra conciencia e identidad. Un mejor legalismo es aquel que, reconociendo las virtudes de las reglas y su imparcialidad, reconoce también sus limitaciones y nos deja abierto un ámbito en el que somos nosotros, y no el derecho ni sus autoridades, los responsables de decidir cómo actuar frente a una situación y cómo llevar adelante las acciones políticas que puedan construir una mejor sociedad.

Para promover la redefinición de ciertas formas de masculinidad que las mujeres ya no toleramos, debemos evitar pensar que la ley es la única herramienta y que las sanciones severas y el aislamiento de los infractores son las únicas salidas. Por cierto que necesitamos hacer uso del derecho, pero dudo que lo que realmente queramos sea un derecho aún más autoritario que el que actualmente tenemos.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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