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Reflexiones sobre lo ambiental en la nueva Constitución

Por: Manuel Prieto y Beatriz Bustos


Señor director:

El momento constituyente representa una oportunidad para realizar una reflexión profunda de la relación entre economía política y naturaleza en Chile. La constitución de 1981, y las instituciones que surgen de ella, gestionan la naturaleza por medio de un axioma clave del modelo neoliberal: Un limitado rol del Estado en la gestión de los recursos naturales, una férrea protección de los derechos de propiedad sobre estos y, finalmente, su redistribución por medio de mecanismos de mercado. A partir de este modelo se ha impuesto una idea de naturaleza como una mercancía: un simple recurso cuya producción y transacción destinada a la acumulación privada de riqueza, un financiamiento indirecto a las políticas de Estado por medio de un débil sistema impositivo, y un rol limitado del aparato público por medio de sus empresas estatales a través de las cuales debe de operar bajo las mismas reglas del juego que las privadas.

Así durante los últimos 30 años, el territorio nacional se ha saturado de actividades extractivas como la minera, forestal, pesquera, salmonera y frutícola, quienes aprovecharon la lógica constitucional de la dictadura, que da prioridad al derecho de propiedad e iniciativa empresarial por sobre el derecho de las comunidades a decidir sobre sus territorios y la conservación ambiental. Así los capitales privados han obtenido ganancias millonarias, a costa del medio ambiente, y que no se ven reflejadas en la calidad de vida ni infraestructura de territorios rurales, donde generalmente ocurren dichas actividades. Esto lleva a una convivencia forzada; donde comunidades afectadas sienten que no tienen injerencia sobre su desarrollo territorial y por ende, desconfían de las instancias de toma de decisiones, y donde empresas ven mermadas sus medios de producción y son vistas como malas vecinas.

Esta estrategia ha derivado en múltiples conflictos socioambientales a lo largo del territorio: la generación de zonas de sacrificio con graves consecuencia para la calidad de vida de las comunidades; la degradación de ecosistemas, los cuales cumplen funciones ambientales; materiales, culturales y simbólicas importantes para las comunidades que los habitan; además de –paradójicamente- afectar las mismas actividades económicas que de ellos dependen.

En todos estos casos, el Estado ha actuado tarde, reactivamente y defendiendo las elites económicas y, así, un modelo de acumulación de capital a toda costa. La consecuencia de ello es la desconfianza y pérdida de legitimidad no solo de los actores políticos, sino también de los espacios y mecanismos de decisión y resolución de conflictos. Este escenario se complejiza si consideramos la cantidad de reportes científicos que anuncian el aumento de la sequía y mayor frecuencia de eventos climáticos extremos, lo que aumenta la gravedad e incertidumbre de no contar con una institucionalidad proactiva, con mirada ecosistémica y políticamente democrática y legitimada.

Una de los principales reclamos a la Ley ambiental actual, es el carácter simbólico de la participación ciudadana, y desde la perspectiva de las comunidades rurales y organizaciones urbanas afectadas, es la incapacidad que tienen de rechazar o tener alguna injerencia vinculante en el tipo de actividades y toma de decisiones políticas que se desarrollan en sus territorios.

El momento constituyente y su resultado en una nueva constitución, es una doble oportunidad. Por un lado, puede abrir a las comunidades espacios de autonomía territorial. Por otro lado, permite dejar atrás modelos institucionales ciegos y reactivos ante la complejidad ambiental cuyo rol es proteger un modelo de economía extractivista. Todo ello, desde luego, en la medida que el mecanismo elegido para su redacción, asegure una participación amplia, significativa y representativa de la diversidad de actores presentes en el territorio, en dicha labor.

Necesitamos una constitución que privilegie la equidad más que la eficiencia económica; que garantice el bienestar, los derechos y la autonomía de las comunidades, más aún cuando son rurales, que de legitimidad a los mecanismos de toma de decisiones, incluyendo el derecho de comunidades a decir no a una actividad económica, por sobre la restringida mirada de la eficiencia económica. Todo ello, acompañado de una institucionalidad ambiental que garantice el acceso oportuno y amplio a la información, que permita anticipar y abordar de manera sistémica los escenarios climáticos extremos, que explicite las responsabilidades de las empresas en el ciclo de vida completo de sus operaciones.

Si consideramos que el principal motor de la crisis climática y extracción desmedida de recursos es el sobreconsumo y un modelo capitalista que entiende a la naturaleza como recursos, necesitamos que, en la nueva constitución, se replantee seria y responsablemente cuál es el rol de la naturaleza en nuestra sociedad y economía. Para ello es vital que aprendamos de las experiencias de otros países en América Latina, que han declarado en la Constitución la responsabilidad de la sociedad y el Estado para con la naturaleza, vinculándolo con sus ideales de desarrollo social. Es más, la gran parte de los cabildos ya realizados se promueve este vínculo, lo que obliga a quienes participen del diseño del nuevo texto constitucional a considerar alternativas más solidarias, equitativas y respetuosas del ambiente y de todos quienes vivimos en ella. La crisis social es inevitablemente una crisis ambiental, y la crisis ambiental es también inevitablemente una crisis social. Una constitución del siglo 21 debe tener entonces como piedra angular, elementos de justicia social y ambiental.

 

Manuel Prieto, académico de la UCN

y Beatriz Bustos

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