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“Para serle franco, no lo recuerdo” Opinión

“Para serle franco, no lo recuerdo”

A diferencia de todas las víctimas de Colonia Dignidad y su esfuerzo por recordar, el señor Hernán Larraín Fernández, hoy flamante experto constitucional, no se acuerda. Prefiere olvidar. Le conviene olvidar. “Para serle franco, no lo recuerdo”, contestó el exministro de Justicia y Derechos Humanos cuando le preguntaron acerca de sus discursos a favor de la Colonia y en contra de los allanamientos policiales a Dignidad.


Durante su juventud en Colonia Dignidad, el excolono Peter Rahl fue tratado tan a menudo con descargas de electroshock y psicofármacos que tiene enormes lagunas de memoria. “Yo ya no sabía nada. No sabía ni cómo me llamaba, ni si alguna vez había tenido nombre. No sabía si se dirigían a mí cuando me hablaban. No sabía en qué año estaba, ni tampoco qué eran los años, o las estaciones. Ni lo que eran Chile y Alemania”, cuenta en el documental Los sobrevivientes, de Rosario Cervio. Como él, otros muchos niños alemanes pasaron por la llamada Neukra, un macabro experimento clínico decididamente nazi.

Varios de los niños abusados por Paul Schäfer, recuerdan poco de aquellas noches espeluznantes. En declaraciones judiciales aseguran que los tíos los obligaban a tomar un “jugo picante”, seguramente un “sedante de efecto hipnótico, ansiolítico y relajante muscular”, como apuntan algunos médicos que los examinaron. “El Tío Permanente [Schäfer] nos bañaba en su casa. Nos daba un vasito de jugo y nos despertábamos en distintas partes, no nos dábamos cuenta. Yo desperté en la cama de él algunas veces”, se puede leer en el testimonio del entonces niño Jaime Parra.

También las niñas y niños chilenos que asistían al siniestro “campamento vacacional” de la Juventud Vigilia Permanente, debían tomar el jugo después de pasar unos días en el enclave alemán. De esa manera olvidaban contar cómo les pegaban o cómo les hacían trabajar extensas jornadas en el campo, en los gallineros, ordeñando a las vacas o sirviendo a los jerarcas.

La lista de crímenes de Schäfer y su pandilla es extensa: violación a los derechos humanos, pedofilia, tortura, esclavismo, tráfico de armas, adopciones ilegales, secuestros, desaparición de personas en colaboración con la dictadura, entrenamiento de grupos paramilitares… A ella debería sumarse otro más: la amnesia forzosa. Además de todo lo que padecieron, estas víctimas fueron sometidas al extravío, a la pérdida.

Lo vergonzoso es que luego fueron condenadas a un olvido más: el abandono, la desatención y la indiferencia de todo un país (dos países en realidad: Chile y Alemania).

La existencia, aún hoy, de Colonia Dignidad, no es solo un fracaso de la política de memoria de Chile, sino también un fracaso político en general, un gran fracaso de la justicia, un triunfo indecente de la impunidad. “Cuando el testigo del abuso y la violencia mira hacia otro lado, cuando prefiere no ver ni saber, cuando una vez pasada la violencia exige el olvido, y cuando este testigo representa a una mayoría, nos encontramos ante una sociedad enferma”, señala la escritora Edurne Portela.

Por décadas, estas víctimas de la locura sociópata que instaló Schäfer en connivencia con militares, empresarios y políticos, han hecho un enorme esfuerzo por recordar, por encajar las piezas sueltas y recuperar los pedazos de esa memoria escurridiza que les arrebataron.

Seguramente para ellos no es agradable recordar. Tal vez preferirían quedarse en el olvido, pasar la página, evitar la exposición. “Me acuerdo que me hizo algo malo, pero no me gusta acordarme”, declaró otro de los niños abusados.

Pero, si hacen ese ejercicio doloroso es porque lo necesitan. Necesitan reconstruirse, restituir su identidad, comprender lo que sucedió, nombrarlo. Ojalá obtener justicia y reparación. En la tortuosa lentitud de los procedimientos judiciales, hay muchas que ya no pueden, porque ya han muerto.

A diferencia de todas estas víctimas y su esfuerzo por recordar, el señor Hernán Larraín Fernández, hoy flamante experto constitucional, no se acuerda.

Prefiere olvidar.

Le conviene olvidar.

“Para serle franco, no lo recuerdo”, contestó el exministro de Justicia y Derechos Humanos cuando le preguntaron acerca de sus discursos a favor de la Colonia y en contra de los allanamientos policiales a Dignidad.

¿Qué recuerda entonces Hernán Larraín de sus visitas a la Colonia en los años setenta durante la dictadura, y de las que hizo como senador en los noventa, ya en democracia? ¿Nunca tuvo curiosidad, en su paso por allí el año 74 y el 75, por averiguar lo que sucedía en la Bodega de Papas, junto a la gasolinera, con agentes de la DINA entrando y saliendo?

¿Cómo no notar en alguna de sus excursiones que algo andaba mal, o al menos que las cosas dentro del enclave eran raras? ¿No despertaron en él ninguna sospecha las cercas electrificadas, las casetas de vigilancia, los hombres y mujeres que se desplazaban como zombis, y que claramente tenían prohibido salir al mundo exterior?

¿En serio su impresión, como dijo después de la fuga de Tobias Müller y Salo Luna, era que todos estaban allí voluntariamente?

¿No se dio cuenta de que los hijos eran separados de sus padres, de que había niños chilenos adoptados ilegalmente, de que las parejas no podían casarse, tan defensor de la familia como es? ¿Nunca reparó en el trato humillante que les daban a las mujeres, consideradas seres inferiores, incluso peor que las gallinas porque ni siquiera ponen huevos?

¿Siendo abogado, no levantaron en él una leve suspicacia las transferencias ilegales de dinero, el desfile de testaferros?

¿Cómo no mostrar, tras décadas de denuncias, un atisbo de duda, algún resquemor siquiera?

Hay numerosos videos y pruebas de sus visitas y de sus arengas en favor de la Colonia y de Schäfer, así que no puede negar que se paseó entre esos colonos-esclavos, que se sentó a la mesa con los jerarcas. Tampoco puede borrar que en 1991 se opusiera, junto a otros senadores UDI y RN, a que se eliminara la personalidad jurídica de la Colonia. O que lamentara amargamente el cierre del nefasto hospital de la Colonia. O su derroche de adjetivos en el Senado (“una gigantesca obra de bien social”). Ahora asegura que a partir de 1997 nunca más se relacionó con los alemanes. Es decir, cuando ya habían pasado más de 30 años desde la fuga de Wolfgang Kneese, el primer colono en lograr escapar y denunciar. Cuando estaban demostradas las violaciones a los derechos humanos o los casos de abusos sexuales. Cuando hacía mucho que cualquiera sabía.

Pero él prefiere olvidar.

El primer presidente (provisional) de la comisión experta que esta semana comienza a redactar el anteproyecto constitucional, no recuerda.

Ni quiere.

 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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