«Una nación permanece fuerte mientras se preocupa de sus problemas reales, y comienza su decadencia cuando se ocupa de los detalles accesorios”… Arnold Toynbee
Durante décadas Chile ha estado durmiendo en el sueño de la mala educación o lo que Nietzsche denominaba “la mala conciencia”. El gran llamado al cambio cultural o de paradigma, que hoy se escucha transversalmente a lo largo y ancho de nuestro país, y en muchos rincones del mundo, nos lo exige: ya no es tolerable seguir viviendo con estos niveles de conciencia ética, ecológica, económica y política.
Hito tras hito, en estas últimas 2 semanas ha quedado muy claro que ya no deseamos ser parte de una comunidad donde reina y prima como modelo de vida la frivolidad de la mala educación. Y con mala educación no me refiero solo a lo que ocurre en las instituciones educativas sino a un estilo de vida árido, individualista, triste y sin sentido de comunidad como Nación.
Desde hace casi tres décadas en nuestro país la mala educación lo permea todo. De la noche a la mañana en Chile es más sexy tener un Ferrari o un Macerati que vivir en austeridad. De un día para otro ostentar varios títulos universitarios o empredimientos comerciales es más relevante que ser poeta, profesor o asistente social; en un dos por tres ya estamos viviendo en ghettos; y de un tiempo acá el vivir sin tiempo, con el reloj en la mano, produciendo 24/7 para alcanzar la cumbre personal u organizacional, es más importante que detenerse a mirarnos y a conversar sobre dónde estamos y qué nos inspira como sociedad.
En cualquier país acostumbrado a vivir en la mala educación, es muy fácil caer en la tentación de encontrar rápidamente las soluciones para pretender salir pronto del colapso social. La tentación es muy grande pues nuestra adicción al trabajo, al crecimiento exponencial y a escalar son patológicos. Las planillas excell están permanentemente acechando, y muchos somos los que deseamos echar a correr al conejo del éxito, la oportunidad y la gloria personal. Pero nuestra falta de capacidad de contemplación es sólo un signo más de la mala educación.
Uno de los más fabulosos baldes de agua fría que nos trajo el colapso social fue que por fin los chilenos tuvimos tiempo para detenernos a contemplar los más ínfimos detalles, omisiones y vericuetos de nuestra mala educación. Fuimos obligados a descender al bajo mundo de nuestra propia oscuridad, a contemplar nuestra avaricia, arrogancia, inseguridad y pequeña competencia. Y algunos, anhelo, incluso estamos en el proceso inicial de la autocrítica profunda y despertar de la conciencia.
Todos lo sabemos, sentimos o intuimos, hoy se está gestando una nueva conciencia nacional o responsabilidad ética para con Chile en nuestro país. Entre quienes se encuentren habilitados para auténticamente detenerse a contemplar e iluminar las raíces del colapso, depende que podamos sostenerla. No solo para transformar nuestra política, economía o condicionamiento cultural, sino más importante aún, para comprometernos con la autobservación implacable, la acción ética cotidiana, coherencia interna o integridad individual.
Si una nueva conciencia nacional logra sostenerse en el tiempo Chile podría llegar a ser, como lo profetizara el historiador inglés Arnold Toynbee, un faro para la humanidad. Pero esto solo será posible si despertamos del sueño de la mala educación y recordamos a cada paso el gran riesgo post-colapso: nuestro desafío más alto no es nuestra capacidad de volver a levantarnos –la resiliencia de los chilenos está muy validada– sino la posibilidad de volver a caer, de volver atrás gracias a nuestra adicción a la mala educación.