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La miseria del populismo (I) Opinión

La miseria del populismo (I)

Benjamín Ugalde
Por : Benjamín Ugalde Doctor en Filosofia, Universidad de Chile
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Hay numerosos signos que indican que Chile está entrando en una espiral política de carácter populista. La buena noticia es que esta situación –aunque avanzada– no es en ningún caso irreversible.

A partir del año 2011, la entonces Concertación de partidos por la democracia –la alianza que gobernó Chile entre 1990 y 2010–, quemó sus naves y renegó de lo hecho hasta ese momento. Todo lo obrado por esa coalición apareció a los ojos de sus otrora miembros como “caduco”, “insuficiente” o derechamente “neoliberal”. Fue el punto de inflexión en que la socialdemocracia chilena cedió a las pulsiones que habitaban la izquierda hace ya bastante tiempo. Desde la perspectiva de esta nueva izquierda que emergía, se veía incluso con cierta envidia los “avances” logrados en Venezuela, Bolivia y Ecuador por el –en esos años– “exitoso” Socialismo del siglo XXI.

Fue así que la centroizquierda facilitó el rebrote del populismo al que Chile parecía inmune hasta entonces, o al menos durante gran parte de los 20 años en los que ella gobernó. Los liderazgos que en algún momento se mostraron prudentes y circunspectos ahora no escatimaban en su crítica al sistema institucional, social y económico del país. Lo anterior dejó en evidencia que nadie es realmente inmune a la tentación populista, esto es, a la idea de poder tomar unos atajos mágicos que permitan saltarse los tramos más duros del tortuoso camino al desarrollo integral de una sociedad. La izquierda entró en este proceso sin tener mucha claridad si acaso con él se liberarían unas poderosas pulsiones latentes entre quienes estaban menos dispuestos a ejercer el rol de oposición política, y que, ahora, éstas se desatarían sin la circunspección propia de la responsabilidad que involucraba gobernar.

Pero, como era de esperar, este “desfonde” político de la Concertación, y el consiguiente resurgimiento del populismo de izquierda, impulsó también su contracara: el rebrote de algunos movimientos reaccionarios de una cierta derecha que estaba “dormida”, o contenida institucionalmente, entre ellos, el pinochetismo y el conservadurismo autoritario (que debe distinguirse muy claramente del conservadurismo tradicional o clásico. Véase la segunda parte de esta columna). La contingencia de la crisis migratoria que hoy enfrentamos a nivel mundial ha facilitado este proceso en muchas de las derechas del globo, dado que el populista de este sector usualmente utiliza el sentimiento de pertenencia e identidad nacional para agitar y movilizar las masas.

Así pues, si un sector de la izquierda chilena se “envalentonó” con el fenómeno del Socialismo del siglo XXI, hoy cierta derecha no se ha quedado atrás observando con envidia los fenómenos políticos de Trump y Bolsonaro –aunque tal vez sea necesario reconocer que, al menos hasta ahora, su contraparte de izquierdas les lleva la delantera. El Estado fallido en Venezuela se ha transformado en el ícono de la destrucción social y política a la que puede llevar el populismo en nuestro continente.

Pero ¿qué es realmente el populismo? ¿De dónde brota su fuerza?

Naturalmente, no es posible definir el concepto de “populismo” con una exactitud matemática; con él se describe más bien, de un modo un tanto difuso y en sentido amplio, ciertas formas del discurso político. Sin embargo, a pesar de esta dificultad, resulta bastante evidente que con “populismo” se quiere indicar algo más que el mero discurso “demagógico”, o una cierta forma de “radicalismo” o “fanatismo político”, aunque usualmente todo ello le acompaña; lo que hace más dificultoso aún distinguirlo de otras formas de discurso político.

En este sentido, el populismo puede ser definido provisoriamente como una forma del discurso y de la acción política que despierta los tribalismos colectivistas. La política populista es tribal pues apela a las pulsiones latentes más profundas de una humanidad que todavía no ha logrado dejar atrás el efecto del tránsito de una “sociedad cerrada”, tribal y puramente colectiva, a una en que todos los individuos son considerados en su propia singularidad y especificidad, o “sociedad abierta” –como la llama el filósofo Karl Popper.

El líder populista tiene la capacidad de reconocer estas pulsiones que remecen y gatillan ciertos temores o pasiones en la población. Así, cuando el populista apela, por ejemplo, a la expropiación y la confiscación masiva de los bienes privados, está probablemente desatando la pulsión del pasado estadio comunista del clan tribal; y cuando apela al nacionalismo identitario para oponerse a la inmigración, está desatando la pulsión tribal de pertenencia a ese mismo clan, pulsión según la cual todo forastero es potencialmente un peligroso enemigo.

El populismo es la política del miedo. El líder opera permanentemente con el temor, ya sea con el temor al desamparo económico o con la desconfianza en el extranjero. El populista desata, por tanto, las pulsiones e instintos que laten en la psiquis humana, y normalmente lo hace apelando colectivamente al “pueblo” o la “patria”. De ahí proviene, en gran medida, su impresionante fuerza de movilización: el líder populista no moviliza personas, individuos o ciudadanos, moviliza pueblos, naciones e identidades.

Por esta razón, el político populista se preocupa de realzar el carácter identitario de los miembros de su clan, esto es, la identidad colectiva que los une y que, al mismo tiempo, difumina y desvanece sus propias individualidades. En determinadas ocasiones, incluso, el líder populista genera un rito casi sagrado para establecer las “fidelidades”. Por ello, es bastante usual que se utilice la palabra “traición” y “traidor” para señalar a todos quienes osan elaborar la más mínima crítica o manifestar diferencias desde la misma vereda ideológica que lo ampara. Se trata, así, de reproducir la lógica de la guerra tribal. Es más, el populista más radicalizado busca incluso “depurar” su sector de todos los “blandos” o “faltos de carácter”, pero también de los “falsos” y, ciertamente, también de los que se han “vendido” a las ideas del clan contrario.

El populismo de hoy no se contenta con medias tintas. Usualmente quienes rodean al líder apelan a su gran “fuerza” o “carácter” para enfrentar y ejecutar los profundos cambios que el pueblo o la nación necesitan para alcanzar el nirvana social y político. El líder populista se muestra, entonces, como el mesías que viene a redimir la política nacional, pues es el único que tiene la fuerza y el ímpetu necesarios para realizar esos cambios radicales. En este sentido, es bastante usual que este tipo de populista defienda e impulse aquello que Popper denomina como una “ingeniería social utópica”, es decir, la ejecución estatal de unos cambios sociales en apariencia perfectamente planificados, y de carácter radical, que harán en poco tiempo del atribulado presente un futuro inevitablemente feliz.
Pero la miseria del populismo consiste, precisamente, en su incapacidad de producir un verdadero mejoramiento en las condiciones políticas y sociales, porque desconoce –dada su concepción colectivista y tribal de la sociedad– que el avance y la modificación paulatina y moderada de las instituciones sociales es el único proceso que, en democracia, puede legitimar y producir los cambios necesarios para el real mejoramiento de la situación de la humanidad. El populista ofrece el cielo, pero, en el mejor de los casos, produce una breve sensación de supremacía y preponderancia de un cierto grupo o clan a costas del deterioro de las instituciones sociales y políticas; y en el peor, genera la destrucción de la institucionalidad misma y el rompimiento de los pactos sociales que posibilitan la propia estabilidad democrática.

La gran pregunta, hoy, es si acaso se debe aplicar una estrategia de aislamiento político de los liderazgos populistas o si, por el contrario, se los debe incorporar en proyectos ya institucionalizados. Sin embargo, nada indica que una de estas dos alternativas sea preferible, o que una sea más viable que la otra. El populismo puede él mismo institucionalizarse, crear partidos políticos e integrar alianzas de gobierno. Lo importante es que, desde la institucionalidad democrática, se tomen los resguardos para que el populista haga el menor daño posible. Esto último debería incluir medidas institucionales para evitar el riesgo de que el político responsable y moderado caiga en la tentación del tribalismo y se radicalice, como en cierta medida sucedió en el caso de la Concertación mutando hacia la fugaz Nueva Mayoría. Chile vamos debe tomar nota de esa experiencia histórica y debe sacar sus propias conclusiones. Por ello, la revitalización de la centroizquierda chilena que hemos podido ver en los últimos meses sea, tal vez, la mejor noticia que puede haber para la política nacional. Sin un gran sentido de responsabilidad política será muy difícil contener por más tiempo la miserable tentación populista.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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