Publicidad

Admisión injusta

Por: Alfredo Gaete


Señor Director:

Hace muy pocos años, y en el marco de la discusión sobre la Ley de Inclusión, muchos educadores e investigadores en educación pusimos de relieve, en diversos medios, las razones por las cuales la selección de estudiantes debía ser erradicada de nuestro sistema escolar. Una de esas razones, acaso la más importante, es que la selección de estudiantes es injusta y ha contribuido a hacer más inequitativa nuestra educación.

No deja de sorprenderme, por lo mismo, que el jueves pasado el gobierno presentara, bajo el slogan “Admisión Justa”, un proyecto de ley que persigue reincorporar la selección en los así llamados “liceos de excelencia”, permitiendo a estos establecimientos llevar a cabo procesos propios de admisión. Se supone que esta medida agregaría justicia al sistema porque los estudiantes que han hecho más “mérito” tendrían la posibilidad de estudiar en los mejores liceos.

Pero ese supuesto está equivocado. En primer lugar, y no solo por motivos de justicia sino también pedagógicos, las aulas heterogéneas son más deseables que las homogéneas. Y esto no es meramente una opinión personal, sino un punto sobre el cual existe amplio acuerdo en la literatura especializada, tanto nacional como internacional. Es por ello que expertos en educación de distintas orientaciones teóricas y de diferentes países y organizaciones concuerdan en que la diversidad de estudiantes en las escuelas debe ser no meramente aceptada o “tolerada” sino abiertamente promovida. La selección de estudiantes es, por definición, un paso en la dirección contraria.

En segundo lugar, la selección “por mérito” en nuestro país es un eufemismo para la selección por desempeño en cierto tipo de pruebas, desempeño que correlaciona fuertemente con buenas notas y altos puntajes SIMCE. Estos son los “buenos estudiantes” para los que, antes de la Ley de Inclusión, los liceos “de excelencia” reservaban sus cupos. Los mecanismos de selección no preguntaban por los esfuerzos o sacrificios que los estudiantes hacían para estudiar, por las adversidades que debían enfrentar o por nada de lo que comúnmente constituye realmente un mérito: se centraban principalmente en el rendimiento escolar previo, que por lo demás hoy sabemos empíricamente que correlaciona altamente con clase social (y eso sí que no es mérito).

¿Qué pasaba con los “malos alumnos”, los que no hacían “mérito” suficiente? Bueno, ellos eran recibidos por los otros liceos, los que no seleccionaban, los que no eran “de excelencia” y que, naturalmente, terminaban obteniendo puntajes SIMCE más bajos, mientras los “buenos liceos” perpetuaban su “excelencia” (lo que quedada “ratificado” por los puntajes de sus estudiantes en la PSU).

Este modus operandi condujo a la educación de nuestro país a buscar la excelencia desde el extremo equivocado: en vez de focalizarse en ámbitos como la formación docente y la generación de condiciones laborales adecuadas para los profesores (por ejemplo), la atención se ponía en el colador de alumnos. Hablar de “liceos de excelencia” era tan eufemístico como hablar de “mérito”, porque los mejores resultados que obtenían estos liceos en las pruebas estandarizadas se debían en buena medida a que recibían alumnos de mejor rendimiento. Con ello no se avanzaba en la excelencia académica del país, toda vez que para que eso ocurra lo que se debe mejorar es la enseñanza, no generar sistemas de selección de estudiantes. Un liceo ofrece educación de calidad cuando sus procesos formativos son de calidad, de tal forma que todos sus estudiantes – y no solo los que “hacen mérito” – tienen la oportunidad de aprender.

Al prohibir la selección de estudiantes, la Ley de Inclusión nos forzó, pues, a dejar de buscar la excelencia en el lugar equivocado; y, como corresponde al espíritu de la educación inclusiva, nos abrió el camino hacia la construcción de una sociedad más justa. En efecto, la justicia social es una de las motivaciones más importantes de los proyectos inclusivos en educación ocurridos en buena parte del mundo durante las últimas décadas. Pues bien: un principio básico que subyace a dichos proyectos es que todos los estudiantes, independientemente de sus diferentes características – o del “mérito” que hagan – todos sin excepción tienen derecho a la buena educación. Este principio es fundamental para la inclusión precisamente porque cristaliza su búsqueda de justicia. De ahí que no pueda ser “justo” de ningún modo el hecho de que un país divida a sus liceos entre los que ofrecen educación “de excelencia” y los demás, ni menos que restrinja el acceso a estos últimos a un grupo de estudiantes “seleccionados”. Lo verdaderamente justo es que ningún ciudadano se quede sin acceso a la buena educación. Y eso se logra con aulas heterogéneas y un sistema educacional que ofrezca excelencia no en algunos sino en la totalidad de sus establecimientos escolares.

Desde mi punto de vista, el así llamado proyecto de “Admisión Justa” apunta exactamente en la otra dirección. El esfuerzo en la educación debe centrarse en promover la inclusión como un eje desde la formación de los docentes, y así terminar con los mecanismos que trasladan la responsabilidad de problemas estructurales hacia las familias y los estudiantes.

Alfredo Gaete
Psicólogo
Dr. en Filosofía
Director (s) Campus Villarrica – Pontificia Universidad Católica de Chile

Publicidad

Tendencias