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La renovación de los ministros de la Corte Suprema y la necesidad de un Consejo Nacional de la Magistratura EDITORIAL

La renovación de los ministros de la Corte Suprema y la necesidad de un Consejo Nacional de la Magistratura

No cabe duda que, entre las reformas institucionales pendientes en el país, está la creación de un Consejo Nacional de la Magistratura, que vele por el más alto estándar en la constitución y funcionamiento de todo el Poder Judicial, que separe la judicatura de la Corte Suprema de la administración patrimonial del mismo, y que sea una barrera de contención a la indebida intrusión del poder político en el funcionamiento de los tribunales. En primer lugar, del Ministerio de Justicia, cuyos personeros de la división judicial, y en conocimiento de los propios ministros, actúan como activistas y negociadores de designaciones en toda la estructura de ese poder del Estado.


La creación y fundamentos del Estado de derecho son tributarios de la idea de Montesquieu sobre la distribución jurídica del poder en un Estado. Esta se expresa en las funciones ejecutiva, legislativa y judicial, y tiene por objeto central impedir el uso arbitrario del poder y resguardar la libertad y los derechos de los ciudadanos, en un escenario estable y legítimo de controles y equilibrios. Es verdad que la vigencia de esos derechos depende también en gran medida de la distribución social del poder, es decir, de un hecho de sociología política. Pero el principio es que su distribución jurídica –que proviene de un pacto constitucional– crea el marco para articular poder jurídico y poder social en una institucionalidad acatada por todos, produciendo los niveles de legitimidad necesaria para el funcionamiento de esa sociedad.  De ahí que es del mayor interés de la nación y del Estado, el cómo se constituyen y cómo se renuevan las autoridades que ejercen tales funciones, y cuáles son los límites y las exigencias de control que tienen los operadores del poder en ello.

Ese proceso democrático esencial se ha convertido en algo ripioso y turbulento en la institucionalidad chilena. Una visión exclusivamente instrumental y corporativizada del poder político ha transformado el sentido medular de las instituciones judiciales en algo secundario, dejándolas atrapadas en redes de decisiones políticas negociadas, según las apetencias y favores de Gobierno y oposición. Ello pone en riesgo, o derechamente escamotea, la plena y segura vigencia de los derechos ciudadanos y el concepto de poderes independientes, lesionando la Justicia.

El binominalismo estructural que domina la política nacional desde hace décadas, herencia de la Constitución de 1980, trastrocó la renovación de los miembros de la Corte Suprema, y ahí donde se requería el concurso virtuoso de los tres poderes del Estado, entregó el tema a la voracidad de los negociadores políticos, muy lejos del sentido de independencia y la aspiración de jueces capaces, los mejores, que el buen ejercicio de la Justicia requiere.

[cita tipo=»destaque»]Por regla general, carece de importancia el reconocimiento de sus pares expresado en los votos que le dan a un nombre al momento de integrar la quina de postulantes, pues lo importante es figurar en ella. No tiene significación que se nombre a alguien con menos votos o reconocimiento, por lo que el principio de la autogeneración del máximo tribunal resulta solo una formalidad. El nombramiento saldrá de una identificación ideológica gruesa del candidato, de derecha o progresista, según el turno vigente, y luego del manoseo de los nombres posibles para lograrse una mayoría política en el Senado que se arma a base de neteo, pago de favores o redes clientelares. El juez que finalmente es designado, no es necesariamente el mejor de los posibles, sino que es el ungido por el poder. Eso ha hecho caer la calidad del Supremo Tribunal y primar la anomia e incertidumbre en la marcha del mismo, hoy prácticamente incapaz de exhibir independencia.[/cita]

La búsqueda de reemplazantes para ministros emblemáticos por su capacidad doctrinaria y seriedad en el ejercicio de la judicatura, como Carlos Cerda o Milton Juica, que se jubilaron, ha dejado en evidencia que se ha puesto más el foco en las redes de favores políticos que en la excelencia de los candidatos. Esto constituye un fenómeno general y permanente que va mucho más allá de las evidentes capacidades y gran preparación de Mauricio Silva, recientemente elegido para reemplazar a Carlos Cerda.

En los próximos años se jubilarán otros ministros y será necesario hacer nuevos nombramientos y –dados los problemas endémicos en la generación de los reemplazos– es muy posible que el país no tenga la suerte de que el finalmente designado posea la estatura del juez Mauricio Silva.

Por regla general, carece de importancia el reconocimiento de sus pares expresado en los votos que le dan a un nombre al momento de integrar la quina de postulantes, pues lo importante es figurar en ella. No tiene significación que se nombre a alguien con menos votos o reconocimiento, por lo que el principio de la autogeneración del máximo tribunal resulta solo una formalidad. El nombramiento saldrá de una identificación ideológica gruesa del candidato, de derecha o progresista, según el turno vigente, y luego del manoseo de los nombres posibles para lograrse una mayoría política en el Senado que se arma a base de neteo, pago de favores o redes clientelares. El juez que finalmente es designado no es necesariamente el mejor de los posibles, sino que es el ungido por el poder. Eso ha hecho caer la calidad del Supremo Tribunal y primar la anomia e incertidumbre en la marcha del mismo, hoy prácticamente incapaz de exhibir independencia.

Algo muy similar a lo ocurrido con el Tribunal Constitucional, aunque en este último el proceso de descomposición medular –con muy contadas excepciones en los nombramientos– fue acelerado desde la reforma constitucional del año 2005, que lo transformó en un legislador ad hoc contramayoritario.

El proceso en la Corte Suprema no ha sido abrupto. Tuvo un instante de recomposición luego de la degradación producida por la dictadura militar y  sus mecanismos de presión e impunidad, a comienzo de los años 90, con el ingreso de una pléyade de nuevos jueces que mejoró la calidad del servicio. Sin embargo, en medio de un proceso de empates y equilibrios dominado por la práctica política binominal, lentamente empezó a entrabarse y distorsionarse. En medio de ello, se amplió el número de magistrados e hicieron su ingreso a la Corte Suprema abogados externos, que saltaron directamente del ejercicio profesional de representación de intereses, la mayoría de grandes corporaciones, a un cargo de ministro en la Corte Suprema. So pretexto de mejorar la calidad y ampliar la representación de la sociedad, se legalizó en ella la corporativización, creando una nueva tensión en su funcionamiento. En ese momento, también, se formalizó la búsqueda de negociadores y lobistas, y la intromisión de criterios extrajurídicos, articulados por los gobiernos de turno, por sobre los de excelencia.

No cabe duda que, entre las reformas institucionales pendientes en el país, está la creación de un Consejo Nacional de la Magistratura, que vele por el más alto estándar en la constitución y funcionamiento de todo el Poder Judicial, que separe la judicatura de la Corte Suprema de la administración patrimonial del mismo, y que sea una barrera de contención a la indebida intrusión del poder político en el funcionamiento de los tribunales. En primer lugar del Ministerio de Justicia, cuyos personeros de la división judicial, y en conocimiento de los propios ministros, actúan como activistas y negociadores de designaciones en toda la estructura de ese poder del Estado.

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