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Adiós, profe

Aldo Torres Baeza
Por : Aldo Torres Baeza Politólogo. Director de Contenidos, Fundación NAZCA
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Se fue Benedicto Catalán, mi profe de Historia, humanista, laico, republicano, también masón. Triste. Todas las partidas son tristes. Pero cuando un profesor moldea un espíritu juvenil, cuando permanece posado en algún sector indeterminado del ser, influyendo, impulsando, la partida es mucho más triste.

En otra columna, Nicolás Copano, también alumno de “El Bene” (como le decíamos con cariño), se preguntaba ¿qué hacer cuando se van los amigos? Y yo le respondo: seguir su ejemplo. Seguir creyendo, como creía él, el profe de Historia, el “profe rojo”, el que apoyaba las protestas y creía en otra educación, gratuita y de calidad, como decía en una bandera de Chile, una bandera que el profe afirmaba en una fotografía sobre su tumba.

Pienso en él y se me aparece esa imagen, como una síntesis de todo lo que fue. “La educación es un acto de amor, por tanto, un acto de valor”, decía Paulo Freire. Y él, el profe, tenía el valor de decir y defender lo que pensaba: por eso apoyó las protestas, pacíficas, de los estudiantes. Por eso era quien era, y quizás por eso se repletó su velorio de alumnos despidiendo su dolorosa partida.

Han pasado muchos años, pero conservo muchos recuerdos de él: cuando lanzaba los libros al suelo, por ejemplo, emocionado por sus ídolos, que no eran los de Hollywood, sino que personajes de la historia chilena.

En una ocasión, me tomó del brazo y me miró fijo a los ojos. Entonces dijo que había visto unos carteles (de mi viejo amigo Ratón, el artista del curso), unos carteles sugerentes, unos misteriosos carteles que anunciaban los principios de un Centro de Alumnos. Al final, me preguntó si nuestro Centro de Alumnos era anarquista. Sí, dije, levantando el pecho, con mi ímpetu juvenil. Entonces vino su trascendente enseñanza sobre el anarquismo: dijo que el anarquismo era, sobre todo, la filosofía que implicaba dejar de confiar el manejo de nuestras vidas a un gobierno, un rey o un cura, y que, por tanto, demandaba la máxima responsabilidad del espíritu humano: la conciencia de ser uno y, sobre todo, el autogobierno.

Luego me preguntó si estábamos preparados para declararnos como anarquistas. Ahí me quede, atornillado a las dudas. Tenía razón: éramos un montón de pendejos confundidos (seguimos estándolo), esperando la palabra guía de un verdadero profesor, como lo fue él.

Probablemente, esas conversaciones me impulsaron luego a estudiar ciencia política, y probablemente sigan estando presente, como una chispa, como un fuego, en mis estudios sucesivos. Eso hace un profe, uno verdadero: marcar. Seguir presente, sin estarlo. Seguir hablando, sin hablar. Estar ahí, seguir ahí, por siempre, como un susurro tibio pero penetrante.

Para bien o para mal, un profe siempre es un sello, una costra, un ejemplo: los pillines del Caso Penta, Carlos Eugenio Lavín y el “Choclo” Délano, fueron, en la Universidad Católica, alumnos del mismo profesor, Manuel Cruzat. “Lo que nosotros hicimos fue repetir lo que nos había enseñado Manuel Cruzat”, dijo Carlos Eugenio Lavín. Sebastián Piñera se refería a Cruzat como “el profe”.

En 1957, Albert Camus recibió el Premio Nobel de Literatura y le escribió a su profesor la siguiente carta:

Querido señor Germain:

He esperado a que se apagase un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón.

Albert Camus

En marzo presenté una novela. En medio de la gente, de las fotos, de las palabras y el ruido, apareció él, mi profe, con su barba blanca y su mirada profunda. Al verlo, el corazón me latió con fuerza, entre la gente corrí a darle un abrazo, un abrazo de fuego, caluroso y paternal, repleto de energía en movimiento. Lo único que me dijo fue: “Estoy orgulloso”. Yo le di las gracias por todo. Después brindamos, se acercó mi amigo “Banana”, conversamos de libros, de historia, me invitó a la radio…

Y ahora que recuerdo todo lo que pasó aquel día, ahora que se me aprieta la garganta y se me acumulan las lágrimas, ahora que sigo acá y tú allá, en quizás qué lugar del universo, ahora, profe, pienso que aquel fue nuestro último abrazo, el ultimo abrazo con mi profe de Historia, mi querido profe de Historia.

Te vas para quedarte, Bene. Hasta siempre, maestro.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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