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Golborne entre el capital político y la popularidad

Daniel Grimaldi
Por : Daniel Grimaldi Director Ejecutivo Fundación CHILE 21, profesor Facultad de gobierno Universidad de Chile.
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La popularidad no es más que el dedo pulgar en alto en un circo romano y una conducta no sostenible en el tiempo. Con todo, esta cosa espumosa sin definición precisa ni condición estable que llamamos popularidad, tiene ciertamente efectos políticos.


Recientemente el Ministro de Minería Laurence Golborne, ha sido entrevistado acerca de su elevada cota de popularidad y de si ello lo convertiría en una carta presidencial de la Alianza. Llama la atención en este punto del discurso en los medios, que entendida la popularidad del ministro en cuestión, se le interrogue ahora sobre la implicancia política de su aceptación en el público de masas. ¿Sería capaz este ministro, hasta hace poco un desconocido, de llegar a transformar su popularidad en capital político? Siendo este un tema complejo, vamos a intentar traerlo de forma clara, para aportar a la discusión un par de temas importantes respecto a las autoridades populares que carecen de capital político y sus implicancias.

El concepto de “capital” que se ha desarrollado principalmente en las ciencias económicas, ha tenido un uso bastante extenso en la sociología moderna. Para el sociólogo francés Pierre Bourdieu, el capital político es una esfera del capital simbólico (capacidad de construir y hacer ver una realidad social como si esta fuese natural), que implica un “crédito basado en las innumerables operaciones de crédito, por las cuales los agentes confieren a una persona socialmente designada como digna de crédito, los poderes que ellos mismos le reconocen”. Traducido al cristiano, el capital político es el poder concedido y reconocido a una persona determinada,  por quienes dominan en el campo político.

[cita]La popularidad no es más que el dedo pulgar en alto en un circo romano y una conducta no sostenible en el tiempo. Con todo, esta cosa espumosa sin definición precisa ni condición estable que llamamos popularidad, tiene ciertamente efectos políticos.[/cita]

Ahora bien, lograr ese poder y la capacidad de construir y reproducir una realidad política, requiere bastante más que la popularidad y es mucho más difícil de conseguir, cuando la popularidad es lo único que se tiene para poder alcanzarlo. Las “operaciones de crédito” aquí son claves y se traducen en todas las estratagemas, negociaciones y concesiones para conseguir la capacidad de modificar conductas al interior del campo político. De este proceso derivan los tipos de liderazgos de quienes pueden, incluso llegando a altos puestos como la Presidencia de la República, carecer del capital político necesario para realizar las transformaciones que desean.

La popularidad es mucho más difusa y difícil de objetivar. Generalmente responde más a un juego mediático y a una necesidad de clasificación periodística, que a una realidad en lo que torcidamente se designa como “opinión pública”. Habitualmente, la popularidad se presenta como un conjunto de actitudes positivas hacia algo o alguien, en base a una imagen sublimada y distorsionada, por el exceso de aparición en los medios de comunicación, en eventos que son construidos por quienes los difunden. Por otra parte, la popularidad de un político no implica necesariamente “popularidad política”. La popularidad política requiere una evaluación política de la situación por parte de quienes declaran los apoyos, o al menos, que la aprobación sea producto del rol político de quién se evalúa. En la práctica, la mayoría de las encuestas que miden popularidad poco consideran tales evaluaciones y es difícil saber con exactitud qué es un apoyo político y qué constituye sólo una actitud positiva hacia una persona. Así, la popularidad no es más que el dedo pulgar en alto en un circo romano y una conducta no sostenible en el tiempo. Con todo, esta cosa espumosa sin definición precisa (al menos en la sociología política) ni condición estable que llamamos popularidad, tiene ciertamente efectos políticos.

Algunas evidencias en la ciencia política muestran que los líderes políticos desean parecerse más a sus electores que a los militantes de sus partidos. Ello trae generalmente problemas entre la militancia de base y las cúpulas de dirigentes, asimismo entre los altos dirigentes que dominan el aparato partidario y aquellos que sólo figuran como líderes en los medios. Es en este terreno, donde la transformación de la popularidad en capital político se vuelve una tormenta para quienes desean emprender la carrera por el poder. Transformar la popularidad en capital político implica una tarea de inversión mayor. Significa primero mantener la popularidad, lo que ya es difícil si se está sobre expuesto, segundo, ganar independencia en el campo político y ser capaz de instalar un juego propio.

El ministro en cuestión parece no estar demasiado entusiasmado con esta batalla, tal vez ni siquiera la imagina y al ser un neófito en lo público, carece de capital político de base para enfrentarla con éxito. La tarea no es fácil en una coalición como la Alianza donde los aparatos son dominados por los sectores más conservadores, que anhelan que sus representantes, como ya dijimos,  se parezcan más a ellos que al ciudadano común. Sin  embargo, aún así, el ministro estrella puede como hijo de vecino llegar a ser candidato a Presidente y hasta ganar. Sólo necesita transformar su popularidad en popularidad política, en confianza y votos.

No obstante, un candidato con bajo capital político es como un general sin cuerpo de oficiales: es incapaz de transformar sus ideas en proyectos durables de una coalición y menos aún traspasar su popularidad a ella. La Concertación ya tuvo algo de aquello con Michelle Bachelet, sus formulas innovadoras de “gobierno ciudadano” se vieron trampeadas cada vez al interior de la coalición y al final de su mandato, su popularidad personal y la aprobación de su gobierno no fueron traspasadas a la coalición, a diferencia de Lagos y ahora mismo Lula en Brasil. Pero no nos engañemos, Michelle Bachelet no era ninguna neófita en el mundo político y dominaba perfectamente sus códigos, sólo no provenía del mundo de los “notables” y fue más bien su notoriedad que le permitió aprovechar su capital político de base. Pero señores, Golborne no es Bachelet ni se le parece como quisiera tanto la derecha.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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