Publicidad
Protestas de Chile lo diferencian de América Latina MERCADOS|BLOOMBERG

Protestas de Chile lo diferencian de América Latina

Los chilenos tienen motivos para estar insatisfechos. Pero un modelo económico descabellado no está entre los pecados de Chile. Pese a un crecimiento deslucido, el producto interno bruto probablemente se expandirá 2,5% este año y 3% en 2020, muy por encima del promedio regional. La inflación es baja y el desempleo no se ha disparado (aunque la oleada de inmigrantes ha ayudado a reducir los salarios).


Por Mac Margolis

Es tentador concluir después de una semana de violencia que Chile está siguiendo a sus vecinos latinoamericanos en la fascinación por la ira pública y la anomia política. Pero hay que resistir esa tentación.

Sin duda, el caos que sacudió al país andino durante el fin de semana, tras un modesto aumento en las tarifas del metro —15 muertos, cientos arrestados y la capital ocupada por soldados—, parece muy conocido. Los problemas específicos varían en todo América, pero la oleada de protestas, vandalismo y saqueo muestra que la furia es una aflicción de la igualdad de oportunidades. Las medidas fiscales duras y la gestión ineficaz ayudaron a desencadenar protestas masivas en Argentina, Ecuador y Honduras este año. El año pasado, camioneros brasileños prácticamente paralizaron el país por un aumento en los precios del combustible. Las acusaciones de «fraude» recorrieron las calles bolivianas a principios de esta semana, cuando la autoridad electoral inexplicablemente suspendió el conteo de votos para las elecciones presidenciales del domingo. Tanto el titular, Evo Morales, como sus oponentes están advirtiendo sobre juego sucio.

Aún así, la cólera en Santiago, Concepción, Rancagua, Punta Arenas y otras ciudades importantes era cualitativamente diferente. En muchos sentidos, estas ciudades fueron víctimas de los éxitos de Chile: metrópolis sofisticadas, hogares de las mejores universidades, sistemas de transporte decentes y la calidad de vida más alta. Su estado de sitio es una muestra de la complacencia de los líderes nacionales, apoltronados en los laureles continentales de Chile. Los chilenos quieren más que ser los más afortunados de un grupo o un lugar para reuniones globales, como la inminente cumbre del Foro Cooperación Económica Asia-Pacífico. La incapacidad del presidente Sebastián Piñera para entender esas aspiraciones lo ha convertido a él y a muchos miembros del establecimiento político en blancos fáciles y ha estropeado la reputación sobresaliente de Chile.

Los chilenos tienen motivos para estar insatisfechos. Pero un modelo económico descabellado no está entre los pecados de Chile. Pese a un crecimiento deslucido, el producto interno bruto probablemente se expandirá 2,5% este año y 3% en 2020, muy por encima del promedio regional. La inflación es baja y el desempleo no se ha disparado (aunque la oleada de inmigrantes ha ayudado a reducir los salarios).

El culpable probable tampoco son las diferencias cada vez mayores, como sugieren algunos. La desigualdad de ingresos en Chile, aunque permanece alta para estándares de los países miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, ha estado disminuyendo durante varios años. La pobreza también sigue cayendo, incluso mientras empeora en toda la región.

¿Y la corrupción? Aunque difícilmente exento del soborno y el fraude, los escándalos chilenos parecen modestos en comparación con los que han generado rechazo en Argentina, Brasil, Ecuador y Perú. Chile es la única economía importante de Sudamérica en escapar de la maldición de Odebrecht SA, la gigante contratista brasileña que convirtió los sobornos en una forma de arte latinoamericana.

Sin duda, la democracia chilena tiene fallas, y algunas de sus reformas se han quedado cortas. No obstante, los chilenos son los segundos más optimistas en Latinoamérica por su progreso social, por detrás de los bolivianos, y lideran la región en percepciones de bienestar económico. Solo 16% se considera en una mala posición económica.

Los chilenos tampoco comparten el pesimismo de sus vecinos más malhumorados por la democracia representativa. Casi seis de casi 10 chilenos (58%) aseguran apoyar la democracia, en comparación con el promedio latinoamericano de menos de la mitad (48%). Solo 15% dice que la democracia le es indiferente respecto a otras formas de gobierno. Pese al escándalo en la plaza pública, el país ocupa el lugar 26 entre los 156 países más satisfechos en el último Informe de Felicidad Global de Gallup.

Entonces, si no es la corrupción, ni una economía apagada, ni una brecha cada vez más amplia entre la riqueza y la pobreza, ¿qué salió tan mal para que miles de personas salieran desbocadas a las calles, de modo que el presidente Sebastián Piñera tuviera que declarar un estado de emergencia y ordenar que los tanques salieran a las calles por primera vez desde el Generalísimo Augusto Pinochet?

Es aquí donde los problemas de Chile se unen los del resto de la región. De Quito a Santiago, de La Paz a Buenos Aires, los líderes parecen haber quedado rezagados de la sociedad, la cual quiere alivio oportuno para las humillaciones cotidianas y ganancias más apropiadas que las que pueden ofrecer las reformas bien intencionadas.

Aunque a Chile le va bien bajo muchas métricas oficiales, los números no lo dicen todo. «Chile ha mejorado las condiciones de vida en general y ha reducido la pobreza, pero los promedios también esconden cosas», asegura el economista de la Universidad de los Andes Juan Nagel. «Persiste la sensación de que dos Chiles coexisten con un contraste notorio».

Los chilenos pueden estar cansados de oír que son los mejores entre los peores. El sistema educativo de Chile es una belleza latinoamericana, pero el peor de la OCDE, cuyos logros Chile aún no ha logrado imitar. La innovación y la productividad tampoco llegan a impresionar.

Asimismo, el metro de Santiago es una joya y probablemente el orgullo del transporte público en América Latina. Sin embargo, al decirle a los chilenos —como lo hizo Piñera respecto a las protestas— que «estamos en guerra», o que quienes recorren largos trayectos y están irritados con las tarifas más caras del metro podrían levantarse más temprano, como sugirió el ministro de Economía, la clase gobernante se ha mostrado sorda.

Piñera tampoco se hizo un favor cuando dijo anteriormente que Chile es «un oasis» de economía equilibrada y estabilidad democrática en un continente perturbado por la recesión, el populismo y la agitación política.

Piñera no le ordenó a los chilenos pagar más por usar el metro por un capricho neoliberal. Fue un consejo independiente de burócratas, con base en una contabilidad imparcial. Pero si los líderes latinoamericanos han aprendido algo últimamente, es la diferencia entre tener la razón y ser políticos.

El mismo tipo de tecnocracia caprichosa fue el que llevó al argentino Mauricio Macri a apostar que una contención fiscal cada vez mayor era suficiente reforma, y al ecuatoriano Lenín Moreno a abandonar de repente los subsidios al combustible, con la esperanza de que una eventual compensación a los pobres por el aumento en los precios le compraría el favor popular. Ambos líderes, pese a sus buenas intenciones, leyeron mal los mercados financieros y el espíritu del tiempo, por lo que principalmente desacreditaron el reformismo. Como ellos, Piñera ha tenido que retroceder en su política —desde entonces se ha disculpado, echó el aumento para atrás y apeló al «diálogo»— y luchar en cambio por su supervivencia política.

Puede usar las dolencias de un vecino como ejemplo. En 2013, los brasileños se levantaron contra un aumento igual de modesto en las tarifas de autobús. Allí, los expertos también estaban despistados: los estándares de vida se habían elevado y la desigualdad había caído en los últimos años. La investigación reciente demuestra que a quienes hicieron parte de esa protesta les iba mucho mejor que a quienes no la aprobaban.

Tal vez fue la visión de posibilidad y progreso lo que propició la caída de Brasil cuando las expectativas se agriaron y los líderes políticos mostraron un mal desempeño. «La evidencia nos dice que una caída en la desigualdad puede ser problemática, especialmente cuando los políticos dejan de contar con el favor popular», asegura el economista brasileño Marcelo Neri, de la Fundación Getulio Vargas.

Chile ya ha pasado por ahí. Los estudiantes rebeldes acosaron a Piñera en su primer mandato (2010-2014) con sus protestas masivas por la educación superior universal gratuita. Ganaron la batalla, presionando al Congreso para reinstaurar la gratuidad de las matrículas universitarias para las personas de bajos ingresos en 2016. También se ganaron el derecho a un transporte público con descuento, por lo que estaban exentos del reciente aumento en la tarifa del metro. Ahora, la juventud chilena regresa a las barricadas. Su último estallido sugiere que quieren algo más que una tarifa barata para el metro.

Publicidad

Tendencias