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Crisis de un proyecto país y estado de excepción en La Araucanía Opinión

Crisis de un proyecto país y estado de excepción en La Araucanía

Santiago Escobar
Por : Santiago Escobar Abogado, especialista en temas de defensa y seguridad
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La omisión de la política nacional en La Araucanía, especialmente frente al emergente nacionalismo mapuche, es un acto irracional y suicida del Estado de Chile, que incluye a todas las fuerzas políticas, especialmente las llamadas de centro izquierda que dicen abogar por un trato justo. Ese nacionalismo, difuso y sin expresión política orgánica,  y que posiblemente nunca  tendrá dada la cultura y subjetividad mapuche de ver el poder siempre como un acuerdo, es un rasgo fuerte de su identidad, al igual que lo es la reivindicación de su territorio de arraigo ancestral.  El país debe convivir y aceptar esa convicción y, por lo tanto, entender que requiere soluciones políticas para relacionarse con la autonomía de un pueblo que no tiene expresión orgánica de gobierno sino solo jefaturas, y que en su historia ha vivido parlamentando las decisiones que le interesan como nación. 


Desde cualquier ángulo, el escenario político nacional parece una escultura cinética de Alexander Calder, aunque sin su visión de alegría. El difícil e imprevisible equilibrio que exhibe, fugaz y siempre en una tensión precaria, carece de soportes políticos estructurales que le den solidez a las soluciones que genera y hagan previsible el curso de los acontecimientos. Tampoco abundan ideas políticas coherentes sobre el país, y la crisis institucional de los últimos años ha vuelto errática y fragmentada su administración política, sin nociones claras de territorio, país, Estado o gobierno. Todo esto es mucho más que una crisis de liderazgo. Es un embotamiento cultural y una falta total de cohesión social y perspectiva de gobernabilidad.

El país se ha acostumbrado, particularmente en la última década, a mirarse en el espejo de los enemigos, con la convicción absurda que la calle todo lo puede, o que una negociación política con una ley de por medio, todo lo resuelve.  Ya en los primeros años de la vuelta a la democracia  se ancló la idea de que los “jugadores con veto” del sistema político, actuando como propietarios de grupos o sectores ciudadanos, lo arreglaban todo, mientras la gente disfrutaba con despreocupación su libertad de consumo. Cuando la agenda política se hizo más compleja, y más débiles las convicciones sobre lo que se debía cambiar para mantener la estabilidad del desarrollo, con recursos fiscales y operadores territoriales, esos “jugadores con veto” siguieron apostando al consociativismo y a la inercia del empate binominal, como única política posible .

  Todo funcionó bien, hasta que los problemas objetivos y reales de la sociedad se desbordaron, y ya no hubo margen legal ni distracción política  para contenerlos. Así se inauguró el ciclo refundacional actual, prácticamente sin ahorro de confianza ciudadana, y sin convicción de rumbo cierto, sino sólo con la negación como principio. 

Por mencionar cosas al azar, ocurrió con La Araucanía y el tema mapuche, devenido a estas alturas en sus posturas más radicales en “liberación nacional”, sin que fuera entendido como una escalada grave del orden político interno. También ocurrió con la desigualdad social y los abusos del sistema, hasta que se transformaron en la rabia social e ira irracional del “quemémoslo todo”.  

La enumeración de temas podría ser casi inagotable. El abandono de seguridad de los barrios pobres, la corrupción de mandos policiales o militares, las triquiñuelas de impunidad del financiamiento ilegal de la política, la apropiación corporativa del Estado, la crisis hídrica para consumo humano, la destrucción del medio ambiente, los desastres naturales y su emergencia. Todo hasta transformar la canción nacional y su “puro Chile” en un irónico himno al vertedero de metáforas en reversa. 

En Chile, cada problema tiene alertas tempranas desdeñadas o minimizadas por la desidia y pereza del sistema político y sus “jugadores con veto”. Estos, los grandes empresarios, los partidos políticos mayores y su dirigencia, el Congreso, la alta burocracia del Estado y los gobiernos de turno con sus ministerios, que son el universo en que se adoptan las decisiones políticas, han vivido inmersos en el romance dulce del crecimiento a secas, para el cual “todo el resto es música”.  

Ese escenario sin sociedad no es viable y su recomposición no ocurrirá de la noche a la mañana. Menos si falta una idea de país, pues es un proceso que requiere tiempo y una base de mínima racionalidad política, referida en primer lugar a tomar conciencia y responsabilidad por los artefactos y mecanismos que entrega la política para el ejercicio del poder. En un sistema en equilibrio precario, ninguna acción es inofensiva y todo tiene un valor de impacto, especialmente si se trata de aplicar la última ratio del Estado: el uso de la fuerza.

El Estado de Emergencia para dar satisfacción a la necesidad de orden público en La Araucanía parece un imperativo legítimo y razonable, dadas las manifestaciones de propaganda armada y de resistencia violenta a la legalidad vigente que hacen grupos radicales, la mayoría indeterminados en su orgánica interna. Ningún Estado, en ninguna parte del mundo, puede aceptar que su estabilidad interna sea cuestionada mediante el uso de la violencia, desconociendo los procedimientos de diálogo pacífico disponibles para plantear demandas. Menos aún en momentos en que, si bien a duras penas, existe un proceso de renovación constitucional, tal vez una de las pocas oportunidades de dar curso a salidas políticas de mínimo consenso en el país. 

Pero todos aquellos que han trabajado el tema de las FF.AA saben que es un error estratégico del poder usarlas sin conducción ni objetivos políticos. Que hacerlo, implica abandonar la búsqueda racional de los problemas internos, y que  tarde o temprano lo actuado terminará en tragedia. Ellas no están diseñadas, equipadas y entrenadas para cautelar el orden social sino para actuar en defensa de la seguridad del país frente a un enemigo externo. Esa es su doctrina y razón de ser, y no ejercer de vigilantes territoriales. A menos que efectivamente exista una verdadera acción insurreccional y no solo bandas armadas. Pero incluso en ese caso, el problema sigue requiriendo programas de acción y solución política. 

La omisión de la política nacional en La Araucanía, especialmente frente al emergente nacionalismo mapuche, es un acto irracional y suicida del Estado de Chile, que incluye a todas las fuerzas políticas, especialmente las llamadas de centro izquierda que dicen abogar por un trato justo. 

Ese nacionalismo, difuso y sin expresión política orgánica,  y que posiblemente nunca  tendrá dada la cultura y subjetividad mapuche de ver el poder siempre como un acuerdo, es un rasgo fuerte de su identidad, al igual que lo es la reivindicación de su territorio de arraigo ancestral.  El país debe convivir y aceptar esa convicción y, por lo tanto, entender que requiere soluciones políticas para relacionarse con la autonomía de un pueblo que no tiene expresión orgánica de gobierno sino solo jefaturas, y que en su historia ha vivido parlamentando las decisiones que le interesan como nación. 

Para el mundo mapuche, hábil en dialogar el poder y el uso de la fuerza, el estado de excepción constitucional y el control territorial de las FF.AA sin plan político de negociación, es un acto puro y simple de agresión, que favorece la resistencia de los grupos radicales y escala las percepciones de la mayoría pacífica, que curiosamente son votantes de derecha. 

La negociación que piden no es un acto de cinismo político. Es una manera de ver su identidad en la política y su relación con el Estado de Chile. Por eso no existe un partido político mapuche, ni un movimiento que los represente a todos.  Pero si podría existir un parlamento mapuche, con reconocimiento constitucional, que habilite el diálogo entre la autonomía cultural y política del pueblo mapuche y el Estado de Chile.

Con ello no se soluciona nada, pero para tener una solución política, es importante tener no solo con quien conversar, sino también el mecanismo de confianza y representatividad entre los interlocutores.  Es un primer paso.   

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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