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El caso de la asignación de recursos a las galerías Aninat y Patricia Ready CULTURA|OPINIÓN

El caso de la asignación de recursos a las galerías Aninat y Patricia Ready

Samuel Toro
Por : Samuel Toro Licenciado en Arte. Doctor en Estudios Interdisciplinarios sobre Pensamiento, Cultura y Sociedad, UV.
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Los claros conflictos de interés sobre la irregular adquisición de fondos -a través del programa de apoyo a organizaciones culturales colaboradoras- de las galerías comerciales Aninat, Patricia Ready, casi ni serían relevantes si consideramos la magnitud histórica del problema: una mirada ignorante y segregadora que se sustenta desde lo económico como primer punto; un clasicismo innegable y la conservación, presente, de negocios galerísticos que trabajan con la misma lógica, la cual, muy difícilmente, generará un modelo país de arte contemporáneo, pues no arriesgan prácticamente nada en la materia. Esto es consecuencia de un arrastre estructural histórico nacional. Es deleznable, pero no sorprendente.


Cuando me enteré de la noticia sobre la irregular adquisición de fondos -a través del programa de apoyo a organizaciones culturales colaboradoras- de las galerías comerciales Aninat, Patricia Ready y otras ubicadas en “barrios altos” de Santiago, no me sorprendió en lo absoluto. Trataré de explicar, brevemente, el por qué.

Desde una perspectiva institucional, Chile nunca ha logrado posicionar y/o inscribir el arte nacional en un contexto internacional con repercusiones históricas. Los motivos de esto son múltiples, sin embargo, en esta columna, me centraré, resumidamente, en los que tienen relación con las responsabilidades del Estado en esta materia.

A pesar de que, desde los comienzos del proceso de transición a la democracia, aumentó, gradualmente, la inversión pública con respecto a la cultura y las artes, esta se centró principalmente en fondos que, para obtenerlos, había que concursar. Esto se mantiene hasta el día de hoy. Los procesos modernizantes en el país siempre se han caracterizado por intentar seguir modelos, principalmente, europeos; lo concerniente al tema que nos convoca en este texto no ha sido la excepción. El descalce, o retraso, moderno que ha caracterizado a Chile desde su instauración como república ha puesto de relieve la importancia (de ahí la importación simbólica) de lo foráneo.

La conformación estatal nunca dejó de ser clasista en el paraguas de este modelo de integración cultural, por lo que, de una forma u otra, los alcances de riesgo y experimentación con respecto a la tensión y puesta en crisis de los símbolos culturales no se ha percibido en la escala de movimientos o escenas, pues, en base a la modelización que me refiero, una importante mayoría de los “aceleramientos” en las artes de las llamadas primeras vanguardias de fines del XIX se encontraban, y emergían, desde campos subterráneos, incluso las posiciones más burguesas (como el simbolismo) se apartaba de sus principios de privilegios para encontrarse con lo abyecto.

Si un seguimiento de modelo de lo que se consagra, institucionalmente, como arte es pensado y tomado literalmente por las instituciones simbólicas nacionales, los resultados son los que conocemos aún en las escuelas formativas (obviamente existieron algunas excepciones políticas, como por ejemplo los intentos de reformas de mediados de siglo XX y la incorporación de modelos no convencionales como los principios arquitectónicos sociales o las herencias de la cibernética).

En este sentido, una clase acomodada, “elegida” como la poseedora de los capitales simbólicos artísticos -al menos en este país- nunca conseguiría crear una potencia donde se integre las características culturales del territorio y los riesgosos cambios en la experiencia subjetiva de las formas de vida de los artistas. El problema no se detiene aquí, pues la estructura social se ha resentido del a-complejamiento (muchas veces con resentimiento) por parte de los trabajadores culturales de estratos socio económicos más bajos.

La precarización, en este sentido, se hace doble, pues no es solo estructural-material, sino simbólica, debido a que este segundo grupo no se diferencia del primero en la búsqueda, sino solo en la escala de alcances o de “sobras” conseguidas como tercer escalón de la jerarquía de la repartición sensible. Es decir, lo que alguna vez pudo ser un “undeground” (particularmente en los 80 y principio de los 90) mostró, con el paso del tiempo, que contenía un “arribismo” resentido por encima de las posibilidades latentes de creación desde sus campos iniciales o de origen. Siempre hay particulares excepciones, pero este texto trata de la influencia de los campos institucionales.

Desde ese entonces, hasta hoy, las políticas estatales relacionadas con las artes no han cambiado medularmente, solo lo han hecho, irregularmente, en el aumento o disminución y reparto de dineros; nunca en una política seria de base para el intento de construcción, a largo plazo, de una cultura que pudiera generar algún tipo de tradición fuerte sobre, por ejemplo, las artes contemporáneas.

En este sentido, si nos concentramos en lo económico, no se ha invertido en educación al respecto, tampoco en internacionalización, aunque lo último dependería, cualitativamente al menos, de la primera. El caso es que los distintos gobiernos, desde el comienzo de la transición, hasta el actual no les ha interesado, de forma contundente, las artes, solo ha sido una posición en relación con lo “políticamente correcto”.

Entonces, claramente, el arte, como el eslabón más bajo de la cadena política, ha intentado incorporarse -para la justificación del intento de inversión monetaria- desde el concepto capitalista del emprendimiento (industria cultural, economía creativa, o naranja, etc.), donde, cada vez más, aumenta la relación de capitalización cultural con respecto a la posición de la inversión, el arte en sí mismo es una quimera, no lo comprenden.

En todo este derrotero cultural, si le sumamos la actual realidad sobre un gobierno de derecha, con serias situaciones irregulares en los procedimientos de inversiones, corrupciones, robos, etc. (aunque los gobiernos anteriores no se quedan atrás en estos temas), en lo que concierne a los verdaderos intereses que tienen en su fuero educacional y que, evidentemente, propician, la maleabilidad de los fondos destinados a cultura y arte les es secundario, pero como cada vez se manejan más recursos en este aspecto, lo obvio es que van a intentar dirigirlos a quienes más se acerquen a lo que entienden como empresarios emprendedores.

Las galerías aludidas en al actual conflicto son parte de un grupo que ha intentado (al menos en el discurso) inscribir el arte chileno fuera del país, de hecho se arrogan la selección de lo que denominarían como “marca país”, cuando lo único que realmente realizan es un negocio de arte que intenta ser moderno (olvidarse, absolutamente de que sea contemporáneo, aunque le pongan esa etiqueta) y lucrar con él, o sea, simplemente son mercaderes de arte de una escala baja en relación al mercado internacional. Pero para Chile, en su precarización en el tema, no lo es.

Los claros conflictos de interés, en esto, casi ni serían relevantes si consideramos la magnitud histórica del problema: una mirada ignorante y segregadora que se sustenta desde lo económico como primer punto; un clasicismo innegable y la conservación, presente, de negocios galerísticos que trabajan con la misma lógica, la cual, muy difícilmente, generará un modelo país de arte contemporáneo, pues no arriesgan prácticamente nada en la materia. Esto es consecuencia de un arrastre estructural histórico nacional. Es repudiable, pero no sorprendente.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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