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Tiempos de política pop Opinión

Tiempos de política pop

Gilberto Aranda B.
Por : Gilberto Aranda B. Profesor titular Instituto de Estudios Internacionales de la Universidad de Chile.
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Hoy, el modelo de propaganda política sigue de cerca el ritual de consumo instalado por el negocio de las redes sociales: el objetivo es mantener la atención del potencial consumidor el mayor tiempo posible. En política se logra por medio de una cascada de lugares comunes condensando eslóganes difíciles de rechazar por muchos, además del uso de una extrema agresividad que descarta de cuajo cualquier posición contraria, intermedia o disposición a consensuar. Complementariamente, más que ciberciudadanos críticos y escépticos de lo que leen o ven, las reglas de la mercadotecnia política han aislado a los cibernautas mediante filtros burbujas, que operan como cajas de resonancia de sus creencias, incentivándolos a permanecer en “el espejo” de sus pantallas.


La semana pasada Georgia certificó la victoria estadual de Biden sobre el Presidente Trump, por apenas 11 mil votos. En esta se sumaron Michigan, Pensilvania y Nevada, aunque con mayores márgenes porcentuales a favor del aspirante. Un juez de Filadelfia desestimó las denuncias del equipo jurídico de Trump, con lo cual se allana el camino a la Casa Blanca del exvicepresidente que logró cerca de seis millones de votos más que su contrincante, pero que con un sistema indirecto de colegio electoral debió esperar nuevos recuentos antes de confirmar sus 306 electores sobre los 232 de Trump.

Sin embargo, nada parece hacer mella en el mandatario actual, que se niega a reconocer los resultados electorales al continuar tachándolos de fraudulentos. No puede ser de otra forma, su particular carrera política se cimenta en la escenificación del conflicto, dicho en buen español: el show mediático. Qué importa si con ello se carga a las instituciones no escritas de respeto a los resultados de los comicios. Después de todo y como se dice, “el espectáculo debe continuar”.

Hay quienes dirán que se trata de populismo, lo que no es completamente errado, pero el problema con el vocablo es que a menudo se utiliza como “concepto de combate” en contra de quienes postulan una mayor injerencia del Estado en cuestiones públicas, por lo que suele manifestar la persistencia de un sesgo antiizquierda propio de la Guerra Fría (Boissard, 2020).

[cita tipo=»destaque»]En Chile y otros países los principales proyectos de ley son defendidos por sus autores primeramente desde la tribuna digital de Twitter, que permite intercambiar individual/masivamente mensajes sintéticos y fragmentados. Mandatarios como Donald Trump o Jair Bolsonaro sabían esto y apoyaron su “vocación profética” –de denuncia– en las nuevas tecnologías de la información. El primero con experiencia en el entretenimiento televisivo en sus distintos formatos, el segundo sin el don de la oratoria ni afición por los debates políticos. Sin embargo, uno y otro recitaron sus mantras a sus fieles seguidores en redes, instancia que prefieren al áspero debate con la prensa crítica. Es que la rendición de cuentas no está en sus planes. Ni mucho menos perder elecciones. Si así fuera, el problema sería del sistema.[/cita]

En mi opinión, el populismo apunta a una lógica de efecto polarizador que articula discursivamente a un sujeto “pueblo”, a partir de demandas heterogéneas (Laclau, 2004) enfrentadas a un bloque histórico de poder. Se trata de una idea de impronta antielitista, a la que se agrega dosis de antipluralismo (Mudde y Rovira, 2018). Incluso se puede distinguir entre populismos “protestatarios” y “nacionalistas” (Taguieff, 1997, 2001). Mientras los primeros tienen por estandarte la demanda social contra elites tradicionales, económicas o de partidos, los segundos se oponen a “los de adelante”, ya sean tecnócratas, inmigrantes o poderes extranjeros.

Es el caso del presidente Trump, que construyó su carrera política sobre la base de la representación del hastío social contra el establishment. Piénsese en sus frases que describían al Capitolio como un “pantano”, mientras acusaba a los políticos de Washington de estar coludidos con Wall Street, la tecnocracia capitalista por excelencia. El antielitismo compareció en la medida que el discurso populista fue leído como el ataque a cúpulas que favorecían a sectores distantes del “ciudadano común”.

Por supuesto, nada nuevo bajo el sol, decían los griegos: en la década del 30, el padre Charles Coughlin –un popular comentarista radial con 40 millones aproximados de auditores norteamericanos– desacreditaba a los partidos y cuestionaba al proceso electoral. Pero, claro, él no era el presidente. ¿Qué había cambiado?

Los mensajes trumpistas fueron enunciados en medio de una puesta en escena que intentaban “vender” al candidato, conjugando el malestar ciudadano con su personalismo redentor que garantizaría la atención directa de las demandas populares. La «política pop» que conecta con el populismo sin ser lo mismo, apunta más bien a una relación íntima entre líder y medios, donde el político es el mensaje y medio simultáneamente (Amado, 2016). El término acuñado por Gianpietro Mazzoleni se refiere a la política de la comunicación en serie, aquella retransmitida por las ondas catódicas y que ahora solo haciendo un clic desde la red social de un celular o portátil se activa, lo que equivale a una política mediática de lógica Google: perseguir que el político protagonice el enlace más visitado.

Como afirma la investigadora argentina Adriana Amado, se trataría más bien de pop-ulismo en que los dirigentes, sobre la base de una cultura audiovisual compartida, se valen de la gramática del espectáculo del entretenimiento –y el culto a las celebridades– para potenciar su liderazgo. De esta manera se funde el guión populista, muy cercano género narrativo del melodrama, que busca expresar una visión simple y maniquea del mundo, poblado con personajes arquetípicos (Casullo, 2019): “la víctima” (el pueblo), “el villano” (las elites) y “el héroe” (el líder que representa al pueblo), mediante técnicas de propaganda política y el uso de los principios de la publicidad comercial (del pop-ulismo).

Repasemos algunos casos. Berlusconi es el ancestro más directo de Donald Trump y quien en los noventas del siglo pasado demostró a Italia que podía reencantarse a una sociedad descreída de sus clases dirigentes por medio de la influencia en los medios de comunicación (varios suyos) y, una proxémica y kinésica extraídas de la farándula.

Pero no se agota solo en los casos de la derecha. Habría que agregar a Hugo Chávez y su “Aló Presidente”, verdadero talk show que pretendía resolver en directo los problemas de sus televidentes, sin olvidar que el venezolano inauguró en 2010 su cuenta de Twitter para colocar los 140 caracteres disponibles (hoy 280) al servicio del proyecto de la revolución bolivariana. En la lista también figuran las cadenas televisivas nacionales de Cristina Fernández de Kirchner, en que informaba latamente eventos o justificaba políticas. El expediente ha sido usado en México por Andrés Manuel López Obrador y sus conferencias matutinas, que con la llegada del COVID-19, comenzaron a ser difundidas en directo por la televisión abierta y la radio del Estado.

En Chile se ha hablado también de farandulización de la política, la organización de la actividad política en torno al código de la cultura del espectáculo. Y si el afiebrado cliché de «Chilezuela» fue reiterado hasta la saciedad como parte de una campaña del miedo, otro decidor capítulo reciente lo protagonizaron las diputadas y los diputados que llegaron hasta el hall de la Cámara Alta para emplazar drásticamente a la mesa del Senado y a la Corporación, para exigir colocar en tabla de inmediato y aprobar sin más el proyecto de segundo retiro de fondos previsionales, acto que la presidenta corporativa replicó comparándolo con “una representación un poco artística”.

Hoy, el modelo de propaganda política sigue de cerca el ritual de consumo instalado por el negocio de las redes sociales: el objetivo es mantener la atención del potencial consumidor el mayor tiempo posible. En política se logra por medio de una cascada de lugares comunes condensando eslóganes difíciles de rechazar por muchos, además del uso de una extrema agresividad que descarta de cuajo cualquiera posición contraria, intermedia o disposición a consensuar. Complementariamente, más que ciberciudadanos críticos y escépticos de lo que leen o ven, las reglas de la mercadotecnia política han aislado a los cibernautas mediante filtros burbujas, que operan como cajas de resonancia de sus creencias, incentivándolos a permanecer en “el espejo” de sus pantallas.

“Los algoritmos encontraron nuestras debilidades y las están aprovechando”, aseguró el experto en redes de la Universidad de California, Martin Hilbert. Sin olvidar la vanidad y el narcisismo humano, entre una población marcada por el malestar político, el recurso de explotar la indignación es la receta segura a seguir.

En Chile y otros países los principales proyectos de ley son defendidos por sus autores primeramente desde la tribuna digital de Twitter, que permite intercambiar individual/masivamente mensajes sintéticos y fragmentados. Mandatarios como Donald Trump o Jair Bolsonaro sabían esto y apoyaron su “vocación profética” –de denuncia– en las nuevas tecnologías de la información. El primero con experiencia en el entretenimiento televisivo en sus distintos formatos, el segundo sin el don de la oratoria ni afición por los debates políticos. Sin embargo, uno y otro recitaron sus mantras a sus fieles seguidores en redes, instancia que prefieren al áspero debate con la prensa crítica. Es que la rendición de cuentas no está en sus planes. Ni mucho menos perder elecciones. Si así fuera, el problema sería del sistema.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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