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Una alianza contra los Derechos Humanos

Camilo Escalona
Por : Camilo Escalona Ex presidente del Senado
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Fueron la base político operacional en el aparato de Estado del fracasado plan de perpetuación de Pinochet. Durante algún tiempo tomaron distancia, pero es imposible borrar el pasado, por eso, ahora demandan beneficios carcelarios para los violadores de los Derechos Humanos y les cambian el carácter, pretendiendo que sean “ancianos indefensos”. No es clemencia lo que los guía, es una evasión de su propia culpabilidad en el encubrimiento de las violaciones a los DDHH en Chile.


La UDI no estaba constituida formalmente al ejecutarse el Golpe de Estado el 11 de septiembre de 1973– que derribó al régimen democrático, pero sí tenía notoriedad su directo antecesor, “el gremialismo”, un movimiento político de sectores de altos ingresos que desplegaban una intensa militancia de oposición extrema a la gestión del entonces Presidente, Salvador Allende, bajo el liderazgo de un joven académico de la Universidad Católica, Jaime Guzmán, que también formó parte en ese periodo de la comisión política del grupo de ultraderecha Patria y Libertad.

Aunque hoy se niegue esa simbiosis, no fue extraña ni casual. Eran dos organizaciones que se confundían, perfectamente podrían haber sido una sola agrupación, porque denunciaban a la derecha tradicional y se decían ser defensores de lo mismo: la familia y la propiedad. Se distinguían del ultraderechista Fiducia, porque ese grupo agregaba la “tradición” como emblema, pero eran lo mismo, el revanchismo político de la nueva generación de los poderosos, los que tenían mucho poder y riqueza y se hacían “activistas”, ante la robusta presencia de los sectores medios y la clase trabajadora en la escena nacional.

En ese periodo de formación, era un grupo ideológicamente fanatizado con las limitadas ideas del corporativismo español, en particular de Primo de Rivera, inspirador de Jaime Guzmán. Por eso, “el gremialismo” aludía al estudiantado como “corporación”, aunque paradójicamente se estructuró para dividir el movimiento estudiantil activándose en contra de la reforma universitaria, en especial les generó intensa irritación aquel histórico lienzo instalado en el frontis de la Casa Central de la UC que denunciaba: “Chileno: El Mercurio miente”.

[cita tipo=»destaque»]Pinochet quería perpetuarse y requería civiles solícitos en el aparato dictatorial. El ingenioso Guzmán le vino como anillo al dedo para inventar artilugios seudojurídicos para la “institucionalización” del régimen, la democracia protegida, bajo el mando (cómo, si no) del dictador que puso al “gremialismo” a cargo del Ministerio del Interior y sus operadores pasaron a controlar la burocracia municipal de la dictadura. Cuando vino la crisis de 1983, con ese soporte material crearon la estructura de la UDI en el país.[/cita]

En correspondencia al hábito cultural oligárquico de denigrar y/o menoscabar la política que lo distinguió, “el gremialismo” decía ser “apolítico”, pero ejercía un proselitismo incesante e irradiaba una ira antipopular que se convertía en un visceral anticomunismo. Pero la esencia del malestar “gremialista” fue el cambio de propiedad de la tierra, la Reforma Agraria, que afectó la estructura del latifundio y, en consecuencia, a muchos de sus propios círculos familiares.

Siendo impresentable reclamar por un latifundio improductivo y explotador, la rabia se dirigió al sentido transformador de las reformas planteadas y al Gobierno de Frei Montalva, al que responsabilizaron de sus pérdidas, cubriéndose con el manto protector del apoliticismo. Desde entonces, la esquizofrenia ha sido insoluble, hacen política, viven de ella, pero dicen ser “apolíticos”. Esto se reflejó en la identidad política de Jaime Guzmán, un violento y agresivo ideólogo anti Unidad Popular, por estar el PC en ella, también antidemocratacristiano por la ley de Reforma Agraria, aprobada cuando la DC tenía mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.

Esas raíces y “perturbaciones” más que definiciones ideológicas le asemejaban profundamente con Patria y Libertad, grupo extremista, articulado a las pocas horas del triunfo de Salvador Allende, que era furiosamente anticomunista. No es casual que algunos de sus jefes operativos pasaran a los organismos represivos más siniestros de la dictadura, como los nazis en los años 30. Fue la conversión del extremismo civil, de carácter neofascista, hacia el terrorismo de Estado bajo el manto ideológico de “la seguridad nacional”, una mezcla capaz de justificar cualquier atrocidad, siempre y cuando el que la cometiera estuviera dispuesto a dejar a un lado la conciencia, taparse los ojos y pasar a ser un criminal pagado, adscrito a la burocracia del Estado.

Patria y Libertad, por su naturaleza, no era un partido político, porque actuaba fuera de la legalidad y se definía por la acción directa, formando grupos de choque e, incluso, colocando artefactos explosivos en vías férreas o torres de alta tensión. Pero también sus voceros se incluían en debates de los círculos empresariales o de afines a ellos, postulando primero impedir que Allende asumiera y, después, cuando ya era Presidente, exigiendo echarlo abajo.

Por eso, según comprobaron los tribunales de justicia de la época (contrarios al gobierno popular), tanto en el asesinato del general René Schneider, en octubre de 1970, como del Edecán Naval Arturo Araya, en julio de 1973, hubo miembros de Patria y Libertad participando activa y directamente en tales acciones criminales. Lo más claro fue el asilo de su líder, Pablo Rodríguez, en la embajada de Ecuador el 29 de junio de 1973, una vez más fracasada la intentona golpista, conocida como “el tanquetazo”.

Entonces había estudiantes del “sector alto“ que eran ambas cosas, porque era posible que lo hicieran, gremialistas y de Patria y Libertad o viceversa, así se comprueba que la doble militancia en Chile se inventó hace rato. Con el doble estándar, el que más ganó fue Jaime Guzmán que, por su presencia en el panel político “A esta hora se improvisa”, se hizo conocido y recibía aplausos por su pétrea prédica “antimarxista” en sus dichos previos al golpe de Estado, instigando precisamente a lo que ocurrió: el derrocamiento del Gobierno legalmente constituido y la brutal ruptura de la tradición constitucionalista de las Fuerzas Armadas.

Sin embargo, no fue el vocero civil del Golpe de Estado, ese rol le cupo a Sergio Onofre Jarpa, un conspirador sin escrúpulos, consecuente con sus orígenes neonazis, senador y presidente del Partido Nacional. Por ese pasado, Pinochet lo llamó a salvar la dictadura en agosto de 1983, cuando las protestas populares tenían al régimen perplejo y a la defensiva, sin respuesta ante una crisis que no controlaba. Jarpa engañó a parte de la oposición con una falsa apertura y dio oxígeno al dictador hasta el plebiscito del 5 de octubre de 1988, aun así, Pinochet lo reemplazó en febrero de 1985.

Ahora bien, en 1973, la ruin, violenta y descalificatoria retórica pinochetista en contra de los “señores políticos”, la atroz persecución contra la izquierda, la disolución del Parlamento y el receso político afectó incluso a la derecha tradicional, reaccionaria hasta la médula, pero parte del régimen democrático que era demolido hasta sus cimientos. Así se hizo imposible que la Junta Militar incluyera a los “momios” –como se les decía– en el gabinete y en los equipos que diseñaron la estrategia de consolidación del régimen. Fue la hora de Jaime Guzmán y de los «Chicago boys». No eran lo mismo, pero paulatinamente se unieron y fusionaron.

Al comienzo, Guzmán asesoró a Gustavo Leigh en la Junta Militar, pero captó que la cosa no iba por allí y se desplazó en la crisis interna de 1978, a propósito del tema constitucional hacia el alero de Pinochet. Había un dato clave, la derecha económica apoyaba la instalación del modelo neoliberal a ultranza que implementaban los “Chicago”. Eso inclinó la balanza y al propio Guzmán, que se olvidó de su “corporativismo” juvenil y llevó a los incondicionales “gremialistas” a jurar fidelidad ante el dictador en la penosa ceremonia de “Chacarillas”.

Pinochet quería perpetuarse y requería civiles solícitos en el aparato dictatorial. El ingenioso Guzmán le vino como anillo al dedo para inventar artilugios seudojurídicos para la “institucionalización” del régimen, la democracia protegida, bajo el mando (cómo, si no) del dictador que puso al “gremialismo” a cargo del Ministerio del Interior y sus operadores pasaron a controlar la burocracia municipal de la dictadura. Cuando vino la crisis de 1983, con ese soporte material crearon la estructura de la UDI en el país.

Al acercarse el plebiscito, Jarpa y Guzmán intentaron convivir en una sola formación política fundando el Partido Renovación Nacional, pero no pudieron y se quebraron. Jarpa se quedó con el timbre y Guzmán tuvo que inscribir la UDI, aunque se quedó con lo más importante, el Ministerio del Interior, al que volvió Sergio Fernández, quien retenía el favor del dictador, hasta la derrota plebiscitaria.

De ese modo, el “gremialismo” se instaló en la columna vertebral del régimen, no solo colaborando, sino que también dando conducción política, desde el Ministerio del Interior, al aparato represivo de la dictadura. Es cierto, que en la DINA y luego en la CNI hubo siempre un general de la confianza de Pinochet, pero desde la obligada disolución de la DINA por el caso Letelier, ese general se coordinó con el aparato político dirigido por Sergio Fernández en dos largas gestiones, así como en el año y medio (83-85) a cargo de Jarpa.

Fueron la base político operacional en el aparato de Estado del fracasado plan de perpetuación de Pinochet. Durante algún tiempo tomaron distancia, pero es imposible borrar el pasado, por eso, ahora demandan beneficios carcelarios para los violadores de los Derechos Humanos y les cambian el carácter, pretendiendo que sean “ancianos indefensos”.

Ese grupo de criminales y torturadores no es lo que les importa, lo que sí están haciendo es blanquear su propio pasado, tratando de escabullir su responsabilidad política por su rol en la dictadura, al sostener tanto tiempo una alianza liberticida, contra la democracia, con los autores del terrorismo de Estado. No es clemencia lo que los guía, es una evasión de su propia culpabilidad en la ejecución y encubrimiento de las violaciones a los DDHH en Chile.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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