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La instalación del poder constituyente para una nueva Constitución EDITORIAL

La instalación del poder constituyente para una nueva Constitución

El Poder Constituyente no debe estar contaminado de otros mandatos, y pensar en que sea una mixtura entre parlamentarios y convencionalistas constituyentes elegidos por el pueblo, parece un despropósito. El cuerpo constituyente para un cambio total de la Constitución debe tener un mandato expreso y excluyente. El debate recién empieza y prontamente saldrán a la palestra los cuatro ejes de una Nueva Constitución: su parte dogmática y doctrinaria; la estructura institucional del Estado; la constitución económica; y el régimen político. Por lo tanto, hay mucho que caminar y el Congreso debe seguir trabajando al igual que el Ejecutivo, pues el país requiere gobierno.


Lo primero a destacar del acuerdo suscrito por casi todas las fuerzas políticas con representación en el Congreso, en la madrugada del viernes 15 de noviembre, es que resolvió instalar el Poder Constituyente exactamente donde reside la soberanía, esto es, en la voluntad del pueblo. Gran noticia.

La Constitución de 1980 nunca se sometió al escrutinio de la voluntad popular como texto supremo del pacto social. Ella perduró blindada en leyes constitucionales, agresivo quorum y un binominalismo político estructural que la hizo pétrea y solo susceptible de cambios menores alcanzados con grandes esfuerzos, envejeciendo como un adefesio constitucional.

El acuerdo alcanzado ese día, pone, por primera vez en la historia de nuestra patria, las cosas en su lugar. El soberano es el pueblo y este deberá ejercer su primer acto como tal en un plebiscito que determine cuál será el mecanismo que se usará y cómo se instalará el poder constituyente, para el reemplazo de la actual Constitución.

Tanto la ciencia política como la teoría constitucional están de acuerdo en que el poder constituyente es fundante y totalmente autónomo e ilimitado. Es decir, es un poder absoluto inicial, con capacidad para cambiar en cualquier sentido el ordenamiento estatal, en la medida que constituye su fuente política y jurídica esencial y es el instrumento del pueblo soberano.

En Chile ese poder soberano siempre estuvo bloqueado en la Constitución de 1980. Para esta, la soberanía reside en la nación, un concepto cultural y simbólico, y no en el pueblo, tangible y real, el cual solo ejerce como titular de un poder ya constituido, que le es preexistente.

No cabe dudas entonces que el acuerdo suscrito declara devolver la soberanía al pueblo y lo objetiva en un cuerpo institucional con capacidad constituyente, cuya composición se determinará en el plebiscito de abril de 2020. Primer acto que trae al movimiento social a la primera plana de la actuación política, más allá de los innombrables hechos de violencia.

Un segundo aspecto a no olvidar es que las movilizaciones sociales cambiaron las prioridades de la agenda política. De repente, y a una velocidad convulsiva, pusieron la Nueva Constitución como primera prioridad y resignificaron todos los debates en curso.

En años anteriores, especialmente a partir de 2010, aunque la Nueva Constitución se tomó una parte del debate presidencial, nunca fue una prioridad urgente, y estaba relegada al fondo de la agenda política, pese a que había sistemáticas alusiones a su cambio de tanto en tanto.

Por lo mismo, nada hacía pensar que se proyectaría como prioridad. Sin embargo, ello no es una casualidad si se considera que el conjunto de demandas sociales agregadas durante las movilizaciones abarcan de manera sistémica amplios conjuntos de derechos, reglas de funcionamiento de la economía, problemas de pensiones, educación y salud, y la percepción profunda de la desigualdad en democracia.

Lo que se reclama puede tener antecedentes en hechos de la dictadura, pero el reclamo de fondo es contra la democracia y la frase “no son 30 pesos sino 30 años” encaja perfecto con las obligaciones y promesas de la reconstitución democrática del país, que no se cumplieron o simplemente se omitieron.

De ahí que alumbra de manera nítida una tercera convicción, y es que el Poder Constituyente no debe estar contaminado de terceros mandatos y que pensar en su constitución como una mixtura entre parlamentarios y convencionalistas constituyentes elegidos por el pueblo parece un despropósito. El cuerpo constituyente para un cambio total de la Constitución debe tener un mandato expreso y excluyente. Hasta ahora, en la historia de Chile, el único actor político soslayado ha sido el pueblo, es decir, el titular de la soberanía según la Constitución de 1980, y sería un despropósito que terminara contaminado de otros mandatos. Y que no se hable de experiencia: en Chile nadie sabe cómo se hace una Carta Magna con el pueblo.

De ahí que poco importa que el hecho del cambio sea imposición de la calle y no el resultado de una negociación o una ingeniería constitucional democrática. La única manera de llevar adelante el proceso es con mecanismos de representación –que deben ser amplios e inclusivos– que no deban lidiar en su interior con convencionalistas que ostentan otras representaciones institucionales, como la parlamentaria, que no son simétricas con el poder constituyente y fueron generadas para actuar dentro de una legalidad que estará en proceso de cambio. “Nadie puede servir a dos príncipes” y los parlamentarios ya sirven a uno.

El debate recién empieza y prontamente saldrán a la palestra los cuatro ejes de una Nueva Constitución: su parte dogmática y doctrinaria; la estructura institucional del Estado; la constitución económica; y el régimen político.  Por lo tanto, hay mucho que caminar y el Congreso debe seguir trabajando al igual que el Ejecutivo, pues el país requiere gobierno, aunque no hayan previsto el tsunami social que llegó a Chile.

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