Peña cuestiona que tras las movilizaciones de las últimas semanas esté la demanda por una Asamblea Constituyente que cambie la Constitución de 1980. Podríamos debatir mucho al respecto, pero lo conducente para resolver la cuestión es un plebiscito constituyente, en el cual los ciudadanos determinen si quieren o no una nueva Carta Magna.
El reciente artículo de Carlos Peña denominado “El debate Constitucional” se propone probar que la rebelión popular en marcha no incluye la demanda de una nueva Constitución y que, en todo caso, es inconducente, pues a su juicio la actual Constitución no consagra ningún modelo económico.
Pese a una larga argumentación en contra, el autor termina proponiendo cambios sustantivos a la Carta Fundamental. El análisis se sustenta en una separación entre razonamiento normativo y el basado en los datos y el análisis empírico altamente discutible, y enuncia una definición de la democracia que no da cuenta de la forma como funciona en la práctica.
Peña intenta distinguir entre razón normativa, que estaría orientada por la ideología de los actores políticos, y la razón explicativa, que describe las causas o motivos de una situación fáctica.
La primera debería ser resuelta en la cancha electoral; la segunda requiere discutir la situación y dilucidar las causas. Análogamente a la corriente friedmaniana en economía, asume que es posible separar el análisis científico de la perspectiva ideológica. Llama la atención que para el autor, mientras los demás razonan ideológicamente, él razone “explicativamente”.
Este tipo de debate no es exclusivo de las ciencias sociales, sino que también tiene lugar en las ciencias naturales. Philip Ball, autor del libro Serving the Reich: The struggle for the soul of physics under Hitler (Sirviendo al Imperio: la lucha por el alma de la física bajo Hitler), de 2014, sostiene que insistir en que la ciencia es un examen abstracto y apolítico de la naturaleza, es un mito que puede comprometerla moralmente y hacerla vulnerable a la manipulación política.
Sostiene también que innovaciones como la ingeniería genética y la nanotecnología han contribuido a aumentar la conciencia entre los científicos respecto a las cuestiones sociales y éticas que plantea la tecnología.
Si existe un creciente consenso de la dificultad de separar el análisis de los hechos de la perspectiva ideológica en las ciencias naturales, este es mucho más fuerte en las ciencias sociales. Se podrían traer a colación múltiples miradas. Marcuse sostenía, por ejemplo, que cuando la ciencia se declara «neutra» e «incompetente» para juzgar lo que debería ser, favorece a los poderes sociales que determinan completamente lo que debería ser, y lo que es.
Deborah Stone, en su libro clásico Policy Paradox. The Art of Political Decision Making (La paradoja de la política. El arte de la toma de decisiones políticas), muestra que categorías como equidad, eficiencia y libertad son complejas y ambiguas y, sobre todo, que los valores y las formas de mirar el mundo inciden en la comprensión del problema, en el diseño de políticas y de su implementación.
Las razones normativas, sostiene Peña, “deben quedar entregadas a la competencia política abierta y a los procedimientos democráticos que la organizan, sin transgredirlos o alterarlos”, para concluir que la democracia “es una competencia pacífica, en base a reglas”, con lo que apunta a descalificar la movilización popular.
En los términos del cientista político Robert Dahl, la visión de Peña podría conceptualizarse como una visión normativa (este concepto difiere del de Peña, pues para Dahl este concepto se refiere a lo deseable desde el punto de vista científico), que no corresponde a la realidad democrática.
Que la democracia sea pacífica es nuestra aspiración, pero lamentablemente la experiencia muestra otra situación. Está la violencia en que muchas veces termina una manifestación pacífica, pero también la violencia que representa la violación de los derechos básicos a una remuneración, una salud y una pensión digna.
Que la democracia se desenvuelva bajo procedimientos democráticos, sin ser alterados ni transgredidos, es también un anhelo, pero el análisis empírico deja en evidencia una situación muy distinta.
Las reglas de la democracia y la economía chilena han sido violentadas por el maridaje entre dinero y política, por el diferente acceso a los medios de comunicación, por los fenómenos de colusión y por la corrupción que ha afectado a instituciones fundamentales del régimen democrático.
Más aún, nuestra democracia está limitada por una norma fundamental creada en dictadura (ilegitimidad de origen) que establece quorum altamente exigentes, sesgos claros en materia de derechos y que establece restricciones a la organización social y la negociación colectiva (la restringe al nivel de la empresas), por nombrar solo algunos elementos.
En estas circunstancias, para contrarrestar la asimetría de poder, los sectores subalternos con frecuencia se ven obligados a recurrir a la movilización para que se escuchen sus demandas. Por todo ello, la confrontación política no se restringe al marco institucional.
Según Peña, la Constitución no consagra un modelo económico ni limita la voluntad popular, pues toleraría “una amplia gama de políticas públicas» en campos como las pensiones, la educación, la salud o el agua. Pese al alarde que hace sobre la relevancia del análisis empírico, en lugar de indicar casos reales que probarían su aserto, imagina casos hipotéticos cuya viabilidad constitucional no se sabe a ciencia cierta cuál sería. A renglón seguido reconoce que la Constitución sí impide transformaciones.
Del mismo modo, luego de “probar” que no se requiere una nueva Constitución, Peña propone “alcanzar un acuerdo para modificar algunos quórums constitucionales y las facultades y la composición del tribunal Constitucional”, cuestión clave que fundamenta el que se requiera una nueva Constitución.
Estas “idas y venidas” resultarían jocosas, si el país no enfrentara la crisis dramática que lo afecta desde hace más de tres semanas, y el Presidente de la República no estuviese diciendo que la cuestión constitucional no es urgente para luego señalar que está “preparando un proyecto de cambios a la Constitución”. Lamentablemente ambas actitudes recuerdan a la orquesta del Titanic.
Un problema fundamental que nos aqueja en el campo constitucional es la existencia de un entramado que impide, en la práctica, la transformación de la Constitución en la dirección de una mayor democratización y mayor permeabilidad respecto de las demandas y los derechos fundamentales de la mayoría.
Este entramado está construido por la confluencia del trato y la preponderancia que la Constitución le da a ciertos derechos sobre otros, a la existencia de quorum imposibles de alcanzar y la norma que rige las competencias y la integración del Tribunal Constitucional y la doctrina interpretativa acumulada. Es este andamiaje el que la Nueva Constitución debe resolver.
Peña cuestiona que tras las movilizaciones de las últimas semanas esté la demanda por una Asamblea Constituyente que cambie la Constitución de 1980. Podríamos debatir mucho al respecto, pero lo conducente para resolver la cuestión es un plebiscito constituyente, en el cual los ciudadanos determinen si quieren o no una nueva Carta Magna.