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El principal desafío de las protestas es poner fin a nuestra violencia histórica Opinión

El principal desafío de las protestas es poner fin a nuestra violencia histórica

Edison Ortiz González
Por : Edison Ortiz González Doctor en Historia. Profesor colaborador MGPP, Universidad de Santiago.
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No se vislumbra diálogo habermasiano entre un Presidente que dijo estar en guerra con no se sabe quién y una oposición en la lona. La gente sigue indignada, continúa protestando y por la noche están pasando cosas y son los símbolos del abuso los que se transforman en objetivos de las protestas: bancos, supermercados, plazas de peaje, el Transantiago, en fin. 


Al igual que a mi amigo Hernán Coloma, lo que ha pasado no me ha sorprendido para nada. Lo hemos dicho en columnas anteriores: el espectáculo de nuestras élites desnudas iba a producir efectos en un país acostumbrado a “los reventones” y “los golpes” periódicos.

Hago regularmente clases de historia en dos universidades a alumnos no especialistas en el área, no obstante estudiar carreras que se relacionan con la función pública y donde varios de ellos, en particular los de postgrado, ocupan puestos intermedios en el Estado.

Siempre durante la primera clase, hago un breve recorrido por el carácter violento de nuestra historia, poniendo especial énfasis en la falsedad del mito portaliano del orden. Si bien la idea no es para nada original –fue trabajada por Álvaro Jara (Guerra y sociedad), Mario Góngora (La noción de Estado), Sergio Villalobos (Portales, una falsificación histórica), Gabriel Salazar (Mercaderes, empresarios y capitalistas), el best seller Un veterano de tres guerras, y también, aunque lateralmente, por Esteban Valenzuela y quien escribe estas líneas– sí logra tensionar a los alumnos, los que se sorprenden por una versión  cuestionadora de nuestro principal mito republicano, en especial, cuando todos ellos han sido formados en la creencia del orden ejemplar que se impuso durante la etapa de la organización nacional.

Un recuento necesario

Los alumnos en general, en particular los de pregrado, se sorprenden con la cantidad de datos que pongo sobre la mesa: el carácter bélico de nuestro pueblo originario, así como el tinte guerrero de los invasores españoles, y su consecuencia lógica: la guerra como principal motivo literario durante la conquista; la comparación figurativa de Chile, como “la vaina de una espada” que hacen los cronistas coloniales, el peso de la hacienda en nuestra institucionalidad y que se traspasó, enseguida, a nuestra historia y desarrollo como país.

El mito del orden portaliano

Ni hablar del siglo XIX: las guerras de la Independencia y su trágico desenlace en Lircay en Talca;  la construcción del orden portaliano (1830-1837), con 17 intentos de golpe de Estado, y el último que concluye con la propia muerte del ministro asesinado por soldados en lo que se llamó el Motín de Quillota; guerra contra la Confederación Perú-Boliviana (1837-1839); la revolución de 1851 y la Sociedad de la Igualdad que está relatada en el clásico Martín Rivas; la sublevación de 1859 que encabezaron el empresario minero Pedro León Gallo y el diputado Manuel Antonio Matta y que significó la declaración de independencia de Atacama, creando símbolos patrios, moneda y ejército propios y que culminó con sus principales líderes condenados a muerte, situación que luego se cambió por el extrañamiento; guerra luego contra España (1865); ocupación armada y violenta de La Araucanía, lo que la historia oficial llamó eufemísticamente “Pacificación”; enseguida Guerra del Pacífico (1879-1884), para cerrar el siglo con una nueva guerra civil que deja más de diez mil muertos, entre ellos el propio presidente Balmaceda, quien decidió inmolarse para que los vencedores no se ensañarán con su propia familia, en un país que, según los censos oficiales, apenas contabilizaba, por la fecha, dos millones y medio de habitantes.

Siglo XX: problemático, febril y… violento

Ni hablar del siglo XX que inaugura, ahora, las matanzas obreras: la huelga de Valparaíso (1903) deja un saldo de cincuenta muertos; la de Antofagasta en 1906 concluye con igual cifra de asesinados; la matanza de la escuela Santa María que deja miles de muertos y sobre cuya cifra exacta de víctimas nadie ha logrado ponerse de acuerdo; a las revueltas del centenario, en 1921, le suceden la masacre obrera de la oficina de San Gregorio, que deja sesenta y cinco víctimas y más de treinta y cinco heridos; el “ruido de sables de 1924” concluye con un golpe de Estado y con el león de Tarapacá exiliado; Alessandri regresa, promulga la Constitución de 1925 y un incidente, de nuevo con el  Ejército, lo aleja del cargo; dictadura del general Ibáñez entre 1927-1931; sublevación de la escuadra en 1932 y renuncia del general; en 1932 un nuevo golpe de Estado derroca al presidente Montero; se suceden los gobiernos y se ensaya, incluso, una república socialista que dura 12 días.

Ese mismo año, el país recurre nuevamente al expediente autoritario y pone de regreso a Alessandri en La Moneda. En 1934 ocurre la matanza de Ranquil, que pone a carabineros como los nuevos verdugos de indígenas sublevados. El periodo se cierra con un nuevo intento de golpe de Estado y la matanza del Seguro Obrero que dejó cincuenta y nueve muertos.

Con el Frente Popular no se detiene la tragedia y en 1939 un terremoto destruye por completo Chillán y parte de la zona central, dejando casi 30 mil víctimas. Casi al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando la derrota nazi está casi decidida, Chile le declara la guerra a Japón y luego el presidente González Videla ilegaliza al PC chileno. La persecución alcanza hasta el poeta Pablo Neruda, mientras, en 1949, la Revuelta de la Chaucha deja varios muertos.

El aparente desorden, desgasta temprano el feble sistema político y el país recurre nuevamente al expediente autoritario con el general Ibáñez, quien gana casi sin apoyo partidario –solo una facción del PS y un partido Agrario Laborista que no existe– y con la escoba como emblema de campaña; en 1954 la recién creada Central Única de Trabajadores (CUT) realiza una huelga general; luego “la batalla de Santiago” deja en abril de 1957 decenas de muertos y centenas de heridos como víctimas de las protestas. 

En 1958, se enfrentan, lo que la historiografía tradicional ha denominado “los tres proyectos políticos excluyentes” y de nuevo ensaya la salida autoritaria y conservadora con otro Alessandri. Aunque Allende lidera los resultados hasta que un apagón general que dura horas hace que “el paleta” remonte y gane apenas por un poco más de 33 mil votos. Joan Garcés dirá más tarde, en Soberanos e Intervenidos, que en algún archivo de la CIA debe estar la verdad de lo que realmente ocurrió esa noche. 

No terminábamos de prepararnos para nuestra primera Globalización –el Mundial de Fútbol de 1962– cuando la tragedia de nuevo nos inundó. El 20 de agosto de 1960, un campesino –los campesinos quedaron fuera de la modernización del Frente Popular como condición para que la derecha aprobará la creación de la Corfo y la industrialización del país– en la localidad de Nahueltoro asesina a su mujer y a sus cinco hijos. Cuando le preguntan por las razones para cometer tal barbaridad, “el Canaca” responde que fue “para que no sufrieran más”. El chacal es hijo de ese mundo que permaneció incólume hasta 1967. Enseguida, el terremoto de Valdivia, tal vez el más fuerte y extenso del que se tenga registro, deja un saldo de casi dos mil muertos y cambia la fisonomía por completo del sur de Chile. En Maullín, el bosque hundido, del que solo se ven sus copas, es un fiel testimonio de aquella tragedia.

Para variar “el proyecto neoliberal” de Alessandri fracasa y el país elige una alternativa intermedia con Frei Montalva. Como presagio de lo que sucederá más tarde en 1965 se funda el MIR, primer grupo político que opta por la vía violenta como método de conquista del poder y el PS en 1967, en Chillán, se declara marxista-leninista, pero elige a uno de sus hombres más conservadores, Aniceto Rodríguez, como su secretario general. La derecha a la vez, fundará luego su propia versión con Patria y Libertad.

Al gobierno de Frei Montalva no le va bien, la sequía provoca una fuerte crisis y su Gobierno concluye peor: en 1969, su ministro del Interior, Edmundo Pérez Zujovic, ordena el desalojo en Pampa Irigoyen y deja 11 obreros muertos como resultado. El propio gobierno de Frei concluye con un intento de golpe de Estado –el Tacnazo del general Viaux– que será premonitorio de lo que sucederá luego.

El 4 de septiembre gana Allende y la Unidad popular inicia su camino para construir el socialismo “con empanadas y vino tinto”. La intervención norteamericana, el complot interno de una oligarquía que se niega a abandonar sus privilegios, más los errores propios desencadenan la crisis. Chile se transforma en un polvorín y en Rancagua, con la manipulación de la huelga minera, se decide el fin del Gobierno de Allende. La ciudad arde entre abril y fines de junio y cuando la huelga del 41 termina, la economía está totalmente destruida. Casi en paralelo, con el tanquetazo, se ensaya el golpe el día 29 de junio.

Allende prepara, en los patios de la Usach –antigua UTE–, su discurso para anunciar el plebiscito, pero los militares adelantan el golpe, que se ejecuta el día 11 de septiembre de 1973.   

Y de nuevo la violencia, ahora, impulsada por agentes del Estado. Más de tres mil muertos, medio millón de exilados por motivos políticos o económicos y generaciones que cargarán con el peso de la tragedia son la consecuencia del horror de la dictadura. Mientras reina la ley de la selva, los partidarios del régimen, entre ellos el actual Mandatario, inician el asalto a mano armada al Estado que está muy bien descrito en el libro de María Olivia Monckeberg.  

La dictadura tempranamente demuestra que la solución autoritaria y violenta no es el remedio y en la década de los 80 las protestas de 1983-1989 dejan casi mil muertos. El PC chileno, en el exilio, se radicaliza y crea su propio ejército: el FPMR. En 1987, el grupo armado ante la evidencia empírica de que la dictadura no cae, intenta asesinar al dictador. Pinochet se salva accidentalmente y el régimen, como en el póker, responde con más violencia. 

Regresa la democracia y el miedo a los militares, y también la convergencia ideológica de varios de los protagonistas de la transición, hacen que se mantenga el statu quo y los votantes de la Concertación tempranamente –en 1998, en paralelo a la privatización de las empresas sanitarias– dejan de asistir a las urnas. Son ochocientos mil aproximadamente y la derecha se empieza a acercar nuevamente a La Moneda.

A inicios de los 90 pululan los grupos armados –FPMR-Autónomo, el Lautaro– y la restauración democrática se inicia con otro golpe simbólico de violencia: el abril de 1991 es asesinado uno de los ideólogos del régimen y senador UDI, Jaime Guzmán. Pululan los asaltos, secuestros y la anemia ciudadana.

Desde el 2000 en adelante nuestra democracia profundiza su descrédito –corrupción, nepotismo y detrimento de la función pública–, y Lagos llega a creer que le preparan un golpe de Estado. Con Bachelet se abre una nueva época, pero las protestas estudiantiles la arrinconan tempranamente. Piñera, apenas alcanza a gobernar un año y el movimiento estudiantil lo agobia tempranamente, a mediados de 2011.

Si la corrupción, donde empresarios, actores políticos e institutos armados marcan la pauta, corroe nuestra institucionalidad por arriba, los narcos lo hacen por abajo, hasta toparse con el poder político. Setecientos mil chilenos viven, literalmente, al margen del sistema, constituyéndose en ese ambiente un “ejército” paralelo.

La gente comienza a reclamar orden y una salida autoritaria y hace de la confusa figura de José Antonio Kast su emblema, en tanto, ya casi nadie cree en nada.   

Como en el tango Cambalache, pareciera que al igual que a inicios del siglo anterior, “vivimos revolcaos en un merengue y en el mismo lodo todos manoseados”.

La violencia adquiere otros ribetes –se triplica el consumo de drogas y estupefacientes y cada fin de semana largo se transforma en un cóctel de muertos, mientras una investigación británica revela que Chile superó en 40% el consumo anual de alcohol– y en las barriadas marginales la gente se asesina por el control de la droga e incluso por deporte. El robo se masifica –claro, con los modelos que tenemos no es para menos–, mientras en paralelo crecen los femicidios y los asesinatos horrorosos. 

El hervidero está casi listo, pero faltan aún los ingenuos que enciendan la mecha: el primero es el ministro Fontaine –el mismo de la cumbre de las galletas–, quien invita a los pasajeros del metro a levantarse aún más temprano para ahorrar el dinero del alza; luego, según propia confesión de los dirigentes de los sindicatos de Metro, es el turno de la ministra Gloria Hutt –¿se han dado cuenta que desde Bachelet y Piñera ya cualquiera es ministro?– y finalmente el Presidente Piñera y su primo Andrés Chadwick que, con la medida de cerrar el Metro, el viernes tarde, dejan a cerca de tres millones de chilenos sin poder volver a casa. Y así fue, como tantas otras veces, estalló la pólvora.  

Ya va casi una semana de protestas y el asunto no aparece acabar. Por un lado, se evidencian aún más la ineficacia del gobierno, y del primer mandatario, para manejar situaciones críticas; por otro lado, la oposición aún en shock y sin dar una señal de mínima coherencia. 

Nuestra experiencia histórica, tampoco nos ayuda, pues esto siempre culmina de la peor manera: asonadas populares con cientos de muertos o golpes de Estado. Hay un vacío de poder evidente y quienes están llamados a hacerlo parecen querer esquivar esa responsabilidad.  

No se vislumbra diálogo habermasiano entre un presidente que dijo estar en guerra con no se sabe quién y una oposición en la lona. La gente sigue indignada, continúa protestando y por la noche están pasando cosas y son los símbolos del abuso los que se transforman en objetivos de las protestas: bancos, supermercados, plazas de peaje, el Transantiago, en fin. 

Epílogo: transitar hacia una nueva historia y una nueva patria

La violencia pareciera seguir marcándonos y cuando estamos, como cada treinta años, en un fin de ciclo y ad portas de una grave crisis que se ha venido anunciando desde hace tiempo, pareciera conveniente, además, reflexionar sobre nuestros  principales procesos históricos –más allá de poner y usar los emblemas patrios hasta de ropa interior–, y la impronta que como país nos pesa: la violencia que incluso se traspasó a nuestras políticas públicas, siendo el Transantiago, las AFP, Isapres, la privatización del agua, la subcontratación, entre otras, las principales expresiones  de ese horror.

Tal cual, como lo escribí por estas mismas fechas el año anterior, la ocasión amerita la reflexión sobre la necesidad de construir un nuevo paradigma patriótico –entre ellos cambiar ese provocador logo de “Por la razón o la fuerza”– y aprender a dialogar sin imponer.

Apenas hace un mes se cerraban Fiestas Patrias y esa explosión de chilenidad sin contenido, sin que nadie hubiese hecho referencia a estos temas. Hoy, el general Iturrieta ha evidenciado más sentido político que el “gobierno imbécil”. Muchos analistas hablan de la necesidad de construir desde ya un nuevo pacto político, social y territorial. Pero nadie ofrece diálogo cívico. No está en nuestro ADN, solo “por la razón o la fuerza” o, en palabras de Portales, “Bizcocho o garrote”. Es tiempo de que no volvamos a tropezar con la misma piedra. Para algo que sirva nuestra dramática historia.

Los chilenos(as) nos merecemos una seria reflexión sobre nuestros mitos, para enmendar y empezar a construir una patria más de ciudadanos que de consumidores, donde la conversación y el debate sean el límite de nuestras discrepancias y pongamos, en honor de nuestros descendientes –a los que ya heredamos un medio ambiente tóxico–, fin a la violencia histórica que nos ha caracterizado como nación. Sería nuestro mejor regalo a la patria.  Tal cual como se los pido a mis alumnos, muchos de los cuales son, o serán, empleados públicos y tomarán decisiones sobre políticas públicas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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