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Universidades y violencias Opinión

Universidades y violencias

Álvaro Ramis Olivos
Por : Álvaro Ramis Olivos Rector de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (UAHC).
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El problema es la fetichización de prácticas violentas de reivindicación de derechos, que lejos de contribuir a la transformación de las relaciones sociales, refuerzan la resistencia a los cambios y naturalizan la violencia policial como respuesta a las luchas sociales. Es imposible desarrollar una práctica emancipatoria, imponiendo a las comunidades académicas una agenda determinada o un método prefijado, especialmente si ese diseño niega las premisas que se supone que buscan alcanzar. Este tipo de prácticas suponen grados de violencia simbólica: desde la asamblea estudiantil que impide el debate a fuerza de coacción verbal, el insulto en las redes sociales, la difamación de los adversarios, la calumnia y la denigración. Pero ante todo, asumen formas de violencia material que se convierten en ritualidades vacías y nihilistas, que -sin agenda ni objetivo explícito- irrumpen en el espacio común, sin consideraciones democráticas de ninguna especie.


Durante décadas el debate político respecto al sistema de educación superior ha girado, fundamentalmente, en torno al problema del acceso. Sin que esa discusión esté zanjada, los avances consolidados en la Ley 20.091, que creó las condiciones para acceder al financiamiento institucional para la gratuidad, ha generado un nuevo escenario político que, indirectamente, ha permitido ampliar el repertorio de las conversaciones en este campo.

Una de esas dimensiones -a la que tanto el movimiento estudiantil como el mundo académico y los gobiernos universitarios están dando cada vez mayor relevancia- es la convivencia interna en las universidades, identificando diferentes formas de violencia, que, aunque largamente arraigadas, no han sido objeto hasta tiempos muy recientes de la debida atención institucional. Se podrían realizar ejercicios fenomenológicos para caracterizar estas violencias universitarias, que se arraigan tanto en la conciencia de los actores involucrados como en las formas de concretarse.

Desde 2018, se han empezado a enfrentar explícitamente las formas atávicas de violencia de género, que involucran el acoso y abuso sexual de parte de actores académicos a alumnas y alumnos, funcionarias y funcionarios y, entre miembros de los claustros académicos, especialmente en posiciones de desigual jerarquía.

[cita tipo=»destaque»]La conquista de los avances sociales en Chile, ha estado ligado a una lógica bastante simplista que conduce a una concepción “a priori” de los derechos humanos, que hace pensar que tenemos los derechos, aún antes de tener las capacidades y las condiciones adecuadas para poder ejercerlos. De esa manera, las personas que luchan por ellos acaban desencantadas, pues, a pesar que nos dicen que tenemos derecho a la educación, la inmensa mayoría de la población no puede ejercer esa capacidad por falta de condiciones materiales para ello.[/cita]

El aporte del movimiento feminista ha sido fundamental a la hora de denunciar estas situaciones, descorriendo el tupido velo que las cubría de forma muy arraigada. Pero, sobre todo, proponiendo medidas de prevención, denuncia y sanción que han enriquecido el entramado institucional universitario, generando condiciones de mayor seguridad y confiabilidad.

Otra forma de violencia que se ha develado es la que se da entre estudiantes. El bullying, que hasta hace poco tiempo se abordaba en el ámbito exclusivamente escolar, hoy se ha reconocido como una práctica ampliamente presente en la convivencia universitaria, agravado por formas de intolerancia política, racismo, clasismo, misoginia y homofobia, lo que ha obligado a instituir comités de convivencia a nivel de escuelas y facultades.

Es alentador que lo que ayer se considerada como una forma de “humor” hoy sea intolerable y, lo que antes se caracterizaba como un “rito de iniciación” -el mechoneo violento o denigrante- hoy esté sancionado socialmente, cada vez más de forma reglamentaria.

Una forma particularmente grave de violencia, que ha sido difícil de enfrentar anteriormente, es la que se asocia a las movilizaciones sociales y políticas del estudiantado, en lo que cabe aplicar el principio analítico que presupone «distinguir para entender». La conquista de los avances sociales en Chile, ha estado ligado a una lógica bastante simplista que conduce a una concepción “a priori” de los derechos humanos, que hace pensar que tenemos los derechos, aún antes de tener las capacidades y las condiciones adecuadas para poder ejercerlos. De esa manera, las personas que luchan por ellos acaban desencantadas, pues, a pesar que nos dicen que tenemos derecho a la educación, la inmensa mayoría de la población no puede ejercer esa capacidad por falta de condiciones materiales para ello.

La lucha por los derechos humanos no puede reducirse al “derecho a tener derechos”, sino que presupone un marco de demandas constantes, en el cual los contextos concretos y materiales en que vivimos, puedan ser transformados por otros más justos, equilibrados e igualitarios. Esto es lo que da plena legitimidad a los movimientos estudiantiles.

El problema es la fetichización de prácticas violentas de reivindicación de derechos, que lejos de contribuir a la transformación de las relaciones sociales, refuerzan la resistencia a los cambios y naturalizan la violencia policial como respuesta a las luchas sociales. Es imposible desarrollar una práctica emancipatoria, imponiendo a las comunidades académicas una agenda determinada o un método prefijado, especialmente si ese diseño niega las premisas que se supone que buscan alcanzar. Este tipo de prácticas suponen grados de violencia simbólica: desde la asamblea estudiantil que impide el debate a fuerza de coacción verbal, el insulto en las redes sociales, la difamación de los adversarios, la calumnia y la denigración. Pero ante todo, asumen formas de violencia material que se convierten en ritualidades vacías y nihilistas, que -sin agenda ni objetivo explícito- irrumpen en el espacio común, sin consideraciones democráticas de ninguna especie.

Frente a esta forma específica de violencia, es importante concordar criterios mínimos de acción en tres ámbitos:

1. Entre autoridades académicas y los movimientos estudiantiles. Urge trazar líneas rojas, mutuamente delimitadas, que permitan demarcar la necesaria lucha por los derechos sociales de la violencia autoritaria que se camufla en sus entornos.

2. Entre las comunidades universitarias y el Estado, para impedir que la violencia policial y formas de populismo penal, como el proyecto “Aula Segura” o el desvarío irracional del “toque de queda juvenil”, terminen reforzando la violencia nihilista en los campus.

3. Entre distintas instituciones de educación superior. Es necesaria la creación de una Red Interuniversitaria contra la Violencia y a favor de la convivencia justa y responsable, que permita homologar procedimientos de prevención, denuncia y sanción, que impidan los circuitos de complicidad y connivencia, que potencien este tipo de flagelos.

La tarea actual de las universidades es poner en funcionamiento prácticas sociales, dirigidas a dotarnos a todas y a todos de medios e instrumentos –políticos, sociales, económicos, culturales y jurídicos– que nos permitan construir las condiciones materiales e inmateriales precisas, para poder vivir en entornos seguros y habilitantes, que reconozcan la dignidad de toda la comunidad universitaria, sin distinción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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