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Las nuevas familias de Chile: por propiedad o adopción Opinión

Las nuevas familias de Chile: por propiedad o adopción

Alejandra Carreño Calderón
Por : Alejandra Carreño Calderón Antropóloga Social, PhD
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Hablar de la migración, desde lo que significa para una familia, es algo quizás menos conocido. Y es que el proceso de constituirse como una familia mestiza, con integrantes de distintas procedencias, parece algo aún anecdótico, que –según la mezcla de nacionalidades– será considerado una buena o mala inversión. Mientras más de alguien me ha guiñado el ojo cómplice por la maravilla de tener un hijo “ítalo-dominicano-chileno”, he oído cosas terribles de las nuevas generaciones de chileno-haitianos. Y qué otra cosa se puede esperar si el propio Piñera, con su refinado estilo de humor, habló de “mejorar la raza” frente al hijo rubio de un exalcalde.


“Sayad estaba animado por un deseo apasionado de saber y de comprender, que eran sin duda ante todo su voluntad de conocerse y de comprenderse a él mismo, de comprender lo que él mismo era y su posición imposible de extranjero perfectamente integrado y sin embargo perfectamente inasimilable» (Pierre Bourdieu, Prefacio a Sayad, 2010, p. 14).

Escribir de migración desde una posición académica es, a este punto, algo poco novedoso. Diplomados, seminarios y cátedras universitarias han ido posicionando el tema en el debate. Este proceso, más el lento y paciente trabajo de diversas asociaciones de la sociedad civil, son luces de esperanza para los desafíos que enfrentamos como país y en el que nos hemos desempeñado tan deficientemente en los últimos años.

Hablar de la migración, desde lo que significa para una familia, es algo quizás menos conocido. Y es que el proceso de constituirse como una familia mestiza, con integrantes de distintas procedencias, parece algo aún anecdótico, que –según la mezcla de nacionalidades– será considerado una buena o mala inversión.

Mientras más de alguien me ha guiñado el ojo cómplice por la maravilla de tener un hijo “ítalo-dominicano-chileno” he oído cosas terribles de las nuevas generaciones de chileno-haitianos. Y qué otra cosa se puede esperar si el propio Piñera, con su refinado estilo de humor, habló de “mejorar la raza” frente al hijo rubio de un exalcalde. Sin embargo, con el pasar del tiempo, quienes hemos ido recorriendo este camino, nos damos cuenta de que hablar de este fenómeno es mucho más que hablar del conocido racismo del fin del mundo.

No hay muros, ni visas, ni leyes que eviten que la gente se enamore, tenga hijos, adopte, construya parentescos de diverso tipo, que incluyen poner en crisis el término “familia chilena” y lo transforme en la multiplicidad de trayectorias que hoy contienen las familias en nuestro país.

Somos las nuevas familias chilenas, las que nacieron de viajes, las que hablan más de una lengua, las que cantan Buona notte fiorellino en la versión de Inti-Illimani y De Gregori, las que aprendieron a amar la bachata, a mezclar la comidas, las que tienen dos o tres equipos nacionales por los que emocionarse, las que pelean por el exceso de palta, la falta de sabor del guineo o la imposibilidad de encontrar mozzarella. Somos carne fresca para las líneas aéreas, dada la nostalgia perpetua de navidades invernales y febreros soleados.

Somos las familias que vemos los chistes de Jorge Alís como una narración divertida de nuestras propias vidas. El sociólogo argelino Abdelmalek Sayad decía, ya hace mucho tiempo, que la migración pone en evidencia las contradicciones y tensiones más críticas del país de llegada, de sus instituciones y de las formas consuetudinarias de distribuir el poder. Cómo no iba a ser así, si él era un argelino viviendo en París, perfectamente integrado y eternamente inadmisible. Esta profecía se hace carne cada vez que quienes tenemos parejas, hijos u otros parientes extranjeros en Chile, los vemos enfrentarse a lo más oscuro de nuestro país.

El proceso es doloroso y la sensación de impunidad se instala cada vez que vemos cómo nuestros seres más queridos no pueden tener acceso a derechos que hasta poco considerábamos “naturales”, aun en las condiciones privilegiadas que implica una migración calificada.

Tener tres títulos universitarios y no poder ejercer la propia profesión para entidades públicas, sino hasta que solo la Universidad de Chile, con sede en Santiago, convalide todos y cada uno de los programas curriculares que la persona estudió, un proceso que dura más de un año y del que están tajantemente excluidas nacionalidades como Haití, por no tener un sistema escolar de doce años como el chileno.

Ver negado al acceso a una cuenta bancaria por no tener antigüedad en el sistema de AFP o, simplemente, no poder acceder a los ahorros contenidos en la cuenta RUT por tener la cédula vencida, situación que seguramente vive buena parte de los migrantes, dados los tiempos que supone hoy cualquier trámite en extranjería.

Tener que explicar las categorías raciales y el clasismo de todos los días que se vive en Chile, para justificar por qué a tu pareja le han preguntado con desdén los extraños motivos que puede tener un europeo para vivir en una comuna del sur poniente de Santiago. Verlo llegar impresionado porque en las afueras de un Liceo público había tanques de guerra, solo porque algunos escolares decidieron cortar la calle.

Recorrer una a una las oficinas de extranjería del centro del país para buscar alguna opción distinta a pasar la noche a la intemperie en espera de un turno para ser atendido en la oficina de Santiago. Hacerlo asumir que lo que en su país se considera un derecho, como la educación, la salud o el simple acceso a un parque o a una playa, es en Chile un privilegio por el que tenemos que pagar, sin que nada garantice realmente la calidad del servicio al que accederemos.

Explicarle que los bomberos piden dinero porque no son parte del Estado, que las monedas del vuelto se traducen en caridad para las infinitas causas sociales que están en manos de fundaciones privadas y que son buenas excusas para bajar los impuestos de las grandes empresas del retail, cuyos precios, por lo demás, son más altos que buena parte de los países europeos y concentran el porcentaje más alto de deudores en nuestro país.

Verlo observar con estupor a los innumerables ancianos que trabajan por las calles y explicarle que son el producto abominable de un sistema de pensiones que aún algunos quieren defender y a los que cualquier extranjero trabajando en Chile está obligado a afiliarse.

¿Ha visto cientos de extranjeros haciendo fila en calle Teatinos? No esperan por documentos, hacen filas para afiliarse en una AFP que les va a capturar parte de importante de su pensión, como a todos los chilenos, pero sin la cual no pueden acceder a ningún contrato y, en consecuencia, a ningún tipo de visa por trabajo.

De compras en el supermercado, negociando condiciones laborales o imaginando el futuro, las contradicciones de las que habla Sayad son parte de nuestra normalidad y las vamos zurciendo a punta de cariño y buen humor, como lo hace buena parte de las nuevas familias mestizas de Chile.

Porque, a pesar de todo, más allá de la impunidad y la vergüenza que nos dan muchas de las cosas que solo los ojos lúcidos de la migración dejan entrever, queremos afirmar nuestro derecho a vivir en una tierra que nosotros, como muchos de los extranjeros que han elegido a Chile como destino, seguiremos sintiendo nuestra. Por propiedad o por adopción.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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