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¿Agencia o estructura?: el falso dilema sobre el feminismo de Carlos Peña Opinión

¿Agencia o estructura?: el falso dilema sobre el feminismo de Carlos Peña

Elena Águila Zúñiga
Por : Elena Águila Zúñiga Doctora en literatura, editora y feminista
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Desoyendo las advertencias de Peña, el feminismo que se expresó el 8M mostró tendencias “estructuralistas”. Ahora bien, si la distinción agencia/estructura que el rector planteó, a la hora de diferenciar derecha de izquierda en el feminismo, establece una dicotomía que la realidad tiende a sobrepasar –es posible sostener un discurso estructuralista que deja espacio para la agencia–, la manera en que presenta las ideas de un feminismo anticapitalista contiene errores conceptuales no menores.


Previo al 8M, Carlos Peña (ver columna “¿Qué feminismo?”, El Mercurio, 3 de marzo de 2019) nos explicó que había dos feminismos: uno de derecha y otro de izquierda. ¿La diferencia entre ambos? El “distinto peso que (…) confieren a la agencia o a la estructura”. Ahí estaría el parteaguas. Agencia individual o estructura social. ¿Qué es más determinante a la hora de explicar las conductas y las relaciones humanas? Si eres de derecha, tu respuesta será el individuo –la agencia–; si eres de izquierda, la estructura social.

Peña va más allá y nos explica que, frente a esta dicotomía, no interesa tanto saber quién tiene la razón, porque en política quien dirimirá –nos guste o no– será “la sensibilidad de la mayoría”. En política no se trataría de tener la razón sino de apuntarle a la tal “sensibilidad de la mayoría”. Es un asunto de “eficacia cultural”.

“Las condiciones de la modernización chilena y los ideales que la legitiman –uno de los cuales es el ideal de la individualización”, continúa explicándonos Peña, configuran una mayoría que vive “el consumo y el crédito no como una enajenación, sino como experiencia emancipadora a la que históricamente habrían estado ajenos”. La “sensibilidad espontánea» (sic) de esta mayoría emancipada por el crédito y el consumo, sin duda, se inclina a confiar en la acción y el esfuerzo individual para satisfacer las propias necesidades.

Así las cosas, el relato “agencista” lleva las de ganar. El feminismo, entonces, debería ser cauto y no cometer el error de ponerse demasiado “estructuralista”, porque correría el riesgo de triunfar “en los papers” pero ser “derrotado en los votos” (donde se expresa la “sensibilidad de la mayoría”). Lo que sería “un retroceso y una lástima”, concluye el columnista. Hasta aquí sus reflexiones pre-8M.

[cita tipo=»destaque»]El patriarcado –el orden de género que establece el dominio de los hombres sobre las mujeres y todo lo que se le asocia (la naturaleza, por ejemplo)– es anterior al capitalismo, sí. Pero hoy existe en alianza con este. No es cierto, como plantean algunos, que donde el capitalismo florece los derechos de las mujeres son más respetados. No por lo menos cuando para la reproducción del capital se requiere del trabajo no remunerado de las mujeres. No donde florece el capitalismo bajo su forma neoliberal y extractivista, que es la que conocemos por estos lados del planeta.[/cita]

Pos-8M (“El punto de capitoné”, El Mercurio, 9 de marzo de 2019): se descarriló el feminismo. Los discursos en torno al género están transitando desde las demandas consistentes en espantar cualquier forma de discriminación o violencia en razón del género o la orientación sexual, a la idea de acabar con el capitalismo…”, nos advierte ahora Carlos Peña.

Se trataría de un peligro: instalar el género como “punto de capitoné” (hubiera deseado que utilizara otra imagen para no tener que ocupar tiempo en explicarla, pero básicamente significa instalar el género como la madre del cordero, esto es, como el concepto clave para explicar todos los males que nos aquejan como sociedad). Yo pensaría que para Peña el peligro está más bien en la idea de acabar con el capitalismo (no sea que esta idea vaya a prender en la “sensibilidad de la mayoría”), pero eso es materia de otra discusión.

Desoyendo sus advertencias, el feminismo que se expresó el 8M mostró tendencias “estructuralistas”. Ahora bien, si la distinción agencia/estructura que el rector planteó, a la hora de diferenciar derecha de izquierda en el feminismo, establece una dicotomía que la realidad tiende a sobrepasar –es posible sostener un discurso estructuralista que deja espacio para la agencia–, la manera en que presenta las ideas de un feminismo anticapitalista contiene errores conceptuales no menores.

Este feminismo de capitoné postularía que “el conjunto de la formación social en cuyo interior se producen los abusos y la violencia descansaría sobre una inconfesada violencia de género. La distinción en clases, el desamparo a la hora de la vejez o la enfermedad, la explotación y los abusos serían fenómenos parasitarios a fin de cuentas del género…”. No es eso lo que plantea el feminismo anticapitalista. Este no propone el género como determinante “en última instancia” de los males del mundo. No es buscando la “última instancia” (eso sí sería materia de papers) que se hace esta política feminista.

Precisamente lo que desde siempre ha hecho el feminismo anticapitalista (bajo el nombre de feminismo socialista) es cuestionar el discurso marxista tradicional de la última instancia. No hay última instancia, lo que hay es más bien imbricaciones de instancias y es ahí donde se hace la política de este feminismo (sin capitoné).

“Comienza a cundir la imagen de que todos esos problemas sociales tienen su semilla en la violencia simbólica y estructural del género”, agrega Peña. Nadie está planteando eso. Pero sí “comienza a cundir” –en realidad no comienza, hace rato cunde– el concepto de violencia estructural.

La violencia hacia las mujeres es estructural (no es un asunto de agencias individuales). Hay una estructura social que (se) sostiene (en) esa violencia. Y con el término violencia, en este contexto, se nombra no solo la violencia física o incluso simbólica (contra las que se lucha, claro, cómo no) sino la violencia de la injusticia que es sistémica y que afecta no solo a las mujeres.

El patriarcado –el orden de género que establece el dominio de los hombres sobre las mujeres y todo lo que se le asocia (la naturaleza, por ejemplo)– es anterior al capitalismo, sí. Pero hoy existe en alianza con este. No es cierto, como plantean algunos, que donde el capitalismo florece los derechos de las mujeres son más respetados. No por lo menos cuando para la reproducción del capital se requiere del trabajo no remunerado de las mujeres. No donde florece el capitalismo bajo su forma neoliberal y extractivista, que es la que conocemos por estos lados del planeta.

Un feminismo que reclamara más espacio para las mujeres en un mundo como este en el que vivimos, que se sostiene en la injusticia, la violencia, la explotación y la depredación, sería un contrasentido. Igualdad, sí, pero en un mundo que la hace posible, que no solo la promueve sino que también la requiere para reproducirse. Y ese mundo solo es imaginable en un horizonte posneoliberal.

¿Nos aleja este feminismo de “la sensibilidad espontánea de la mayoría”? Dicha sensibilidad (que nada tiene de espontánea) es un territorio en disputa. Parte de la política consiste en esa disputa. Y dicho sea de paso: se requiere agencia para entrar en esa disputa.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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