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Festival de Arte Contemporáneo SACO: La frágil resistencia de construir un “museo sin museo” CULTURA|OPINIÓN Fotografía gentileza SACO

Festival de Arte Contemporáneo SACO: La frágil resistencia de construir un “museo sin museo”

Antofagasta parece una ciudad abandonada a su suerte, cuyo origen como campamento portuario y minero marca su personalidad hasta hoy. Aquí, como en tantos otros lugares, el arte no crece en los jardines de las casas patronales, sino que ha perdurado como una mala hierba que se ha negado persistentemente a ser podada y que, cuando es arrancada de raíz, vuelve a crecer, contra todo pronóstico, en cualquier terreno en donde haya un poco de agua y tierra sana.


Es difícil imaginar un museo sin muros, atriles ni luminarias especiales que otorguen la atmósfera que una obra determinada precisa. Esta percepción se acentúa cuando en nuestro consciente colectivo persiste la idea de la obra tradicional, del montaje esquematizado por reglas que parecen inamovibles para proyectar al público de manera quizás aséptica, lo que un artista que moldea, traza o pinta en un soporte establecido y concreto, desde una plataforma socialmente aceptada, pero donde rara vez la interacción sobrepasa la mirada y, con mucha fortuna, la audición y el tacto.

[cita tipo=»destaque»]La carencia de museos y salas de arte, de academia, escuelas e instituciones en el Norte de Chile, es el síntoma más palpable de la escasa preocupación del Estado y del poco interés que proyecta una zona calificada como extractivista por antonomasia, una ciudad de servicios en donde la monoproducción se ha instalado como emblema incluso de un mal entendido “éxito económico”. Pesca, transporte agricultura y por sobre todo, minería (con toda la gama de proveedores y servicios que requiere), han devorado todos los espacios educacionales existentes, propiciando una especie de mirada única sobre el desarrollo de las personas.[/cita]

Imaginemos entonces un museo de arte como una especie de guardián, un celador que encierra entre sus muros el reflejo de épocas y generaciones, salvaguardándolo para que, quienes nos ubicamos en el efímero presente, podamos comprender desde otra mirada, muchas veces crítica, los procesos sociales que nos precedieron, más allá de la complacientes versiones oficiales. Sin ellos, la sensibilidad o las emociones de una época determinada estarían perdidas al igual que el impacto de acontecimientos determinados, traducido en tendencias y formatos que cambiaron los fundamentos establecidos para el arte y sus creadores en esa constante lucha por abordar la realidad desde nuevas perspectivas. Hay algo de reserva estética, cultural y social, de memoria colectiva, patrimonial e identitaria que busca incesantemente proyectarse al futuro para comprender y aprender de mejor manera el pasado.

Pero no toda localidad dispone de estos cancerberos. Antofagasta es una de ellas, ciudad abandonada a su suerte, cuyo origen como campamento portuario y minero marca su personalidad hasta hoy. Aquí, como en tantos otros lugares, el arte no crece en los jardines de las casas patronales, sino que ha perdurado como una mala hierba que se ha negado persistentemente a ser podada y que, cuando es arrancada de raíz, vuelve a crecer, contra todo pronóstico, en cualquier terreno en donde haya un poco de agua y tierra sana.

Es esa lucha constante, que muchas veces parece perdida, la que potencia la idea del Festival de Arte Contemporáneo SACO de implementar un museo sin museo: el programa de exposiciones revierte el concepto tradicional de la sala de arte para combatir la carencia de lugares establecidos y utilizar espacios que normalmente tienen otras finalidades como plataformas expositivas, de diálogo y encuentro.

Es así que al activarse en la comunidad, la propuesta cambia el significado tradicional para espacios cerrados y lugares públicos en los que no se acostumbra instalar arte, deconstruyéndolos y reconstruyéndolos como elementos de integración social, debate, crítica y apreciación, que, si bien parecen dispersos, finalmente se convierten en una gran estructura que, aunque efímera, resignifica el concepto de ciudad.

Fotografía gentileza SACO

Este desafío es tan atrayente como delicado, porque moldear a través de la resistencia las tradicionales concepciones del arte entre cuatros paredes lleva implícita la fragilidad del mismo acto; la fugacidad de la propuesta magnifica el efecto, alcanzando una mayor cantidad de público, incluso aquel que por sorpresa se encuentra con piezas artísticas en espacios inesperados, provocando quizás una experiencia más intensa. Sin embargo, la falta de permanencia es la que nos obliga a preguntarnos  por la ausencia de lugares concretos para la proyección de obras en una región como Antofagasta. Y esa es una dicotomía difìcil de resolver.

La carencia de museos y salas de arte, de academia, escuelas e instituciones en el Norte de Chile, es el síntoma más palpable de la escasa preocupación del Estado y del poco interés que proyecta una zona calificada como extractivista por antonomasia, una ciudad de servicios en donde la monoproducción se ha instalado como emblema incluso de un mal entendido “éxito económico”. Pesca, transporte agricultura y por sobre todo, minería (con toda la gama de proveedores y servicios que requiere), han devorado todos los espacios educacionales existentes, propiciando una especie de mirada única sobre el desarrollo de las personas.

Estas actividades concentran la preocupación del mundo público y privado y altos niveles de inversión en desmedro de otras actividades que no cuentan con los recursos para proyectar, en este caso, a los artistas locales. Por ello es que muchos se ven obligados a emigrar al centro del país o fuera de él. También impiden la visita de creadores, muestras y exposiciones del extranjero al no disponer de lugares adecuados para ellas.

Fotografía gentileza SACO

De esta forma, se precariza la labor de artistas y gestores en medio de una serie de sucesivos desastres en los que surgen apenas algunas instancias de producción y creación que, en el caso de SACO, desembocan en la generación de este “museo sin museo” que se subleva en contra de las políticas que han relegado las artes visuales a un simple “hobby” o, peor aún, al olvido.

Pero, cuidado. Esto no es suficiente. Es, en términos vernáculos, un “parche”, una forma de sobrellevar una situación calamitosa de la que el Estado debe hacerse cargo con recursos e inversión, con formación y educación, con compromiso y esperanza. Tampoco escapan de esto entidades académicas que no tienen entre sus prioridades la generación de espacios para el arte y, en escasa medida, la formación; así como las empresas privadas y multinacionales cuya responsabilidad social rara vez sobrepasa el evento y el espectáculo. No se puede continuar construyendo arte en el aire por muy maravilloso y vanguardista que sea el desafío y sus positivos efectos en la comunidad. Es una resistencia frágil que se establece como respuesta a las carencias, pero que no puede convertirse en costumbre, sustituyendo eternamente las obligaciones de los estamentos gubernamentales en todos sus niveles de responsabilidad con la comunidad. Es así que el respaldo institucional, apenas dibujado en fondos concursables, debe convertirse necesariamente en acciones reales y concretas, en planes a largo plazo con el financiamiento adecuado, en una estrategia con fines claros y específicos a las que cada organización pueda sumarse como un engranaje más y no ser la maquinaria que mueve el arte con un débil apoyo público y privado.

Ya no bastan las palmadas en la espalda, el apoyo sucinto y tibio. Es necesario que artistas, gestores, mediadores y productores se den la mano con las autoridades mediante compromisos de real colaboración, porque la resistencia no será eterna y la fragilidad de nuestras acciones, en cualquier momento puede ceder y dejar esparcidos en el suelo, como vestigios de tiempos pasados, todos los esfuerzos realizados en pos de lograr que cada rincón de la ciudad y que su gente, vivan y respiren arte.

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