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Razones para leer Richard Yates: la desolación como fuente de belleza CULTURA|OPINIÓN

Razones para leer Richard Yates: la desolación como fuente de belleza

Sergio Sepúlveda A.
Por : Sergio Sepúlveda A. Sergio Sepúlveda A. Profesor Escritura Creativa PUCV
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El escritor norteamericano, fallecido hace 27 años, plasmó en sus novelas y libros de relatos la cruda realidad de las relaciones humanas, donde la soledad y el sinsentido dieron a sus personajes un tinte oscuro y sombrío, propio del periodo posterior a la Segunda Guerra Mundial. Yates fue un observador lúcido del derrumbe del sueño americano y en su vida personal convivió con el fracaso y el olvido de una obra que contiene tanta desesperanza como talento narrativo.


Richard Yates nació el 3 de febrero de 1926 en Yonkers, Nueva York y falleció el 7 de noviembre de 1992 en Birmingham, Alabama, a los 66 años. Escribió novelas y libros de relatos y retrató de manera hábil y descarnada a la sociedad norteamericana de segunda mitad de siglo XX. Su primera novela “Vía revolucionaria” (1961), nominada al National Book Award, fue una de sus obras maestras y le dio reconocimiento entre los críticos y sus pares. El argumento era tan sencillo como efectivo. Cuenta la historia de Frank y April Wheeler, un matrimonio joven con dos hijos que buscan la felicidad en un suburbio llamado Revolutionary Hill Estates. Pero sus vidas, monótonas y aburridas, no parecen despegar. April lo intenta con la actuación pero fracasa rotundamente, al igual que Frank en su trabajo. Entonces un sueño recurrente renace. El de huir a París y rehacer sus vidas. París como la respuesta a las frustraciones. París como la esperanza que se rompe al final de la novela. 

“Vía Revolucionaria” es desgarradora. Es imposible terminar de leerla y no quedar un poco herido y conmovido. Es el lado oscuro de las relaciones de pareja, esas donde engañamos y somos engañados, donde hacemos sufrir y somos heridos hasta la desesperación de la madrugada. Desoladoramente hermosa, como toda su producción literaria. Su influencia fue significativa en las generaciones posteriores y se vio reflejada en escritores como Raymond Carver y Richard Ford, que lo rescataron de un injusto olvido. De hecho su vida fue todo menos felicidad y tuvo que soportar los golpes y la soledad con estoicismo. 

Su obra fue descatalogada y durante largo tiempo fue tarea imposible conseguir sus libros. Tuvieron que pasar 16 años desde su muerte y los motivos quizás no fueron los correctos. En 2008, «Vía Revolucionaria”, fue llevada al cine por Sam Mendes, con Kate Winslet y Leonardo DiCaprio con los papeles protagónicos. La cinta, correcta a momentos, no logró dar con el tono denso y desesperanzador de la novela. Personajes demasiado estilosos y bellos, exageradamente condescendientes con el público. Todo lo opuesto a Yates. Sin embargo, la película lo puso nuevamente en el mapa literario y las editoriales volvieron a editar sus libros. Lección de vida: las razones equivocadas a veces traen resultados inesperados. 

En 1962 lanzó “Once tipos de soledad”, un compendio de relatos que demoró más de una década en escribir. Sus personajes, siempre inseguros y a punto de mandar todo por la borda, se ven envueltos en esa silente desolación de la rutina, son personas normales que reflejan el Manhattan de los años cincuenta, las vidas opacas de oficinistas y taxistas, aspirantes a novelistas, profesores exigentes y mujeres que se niegan a decir el nombre del padre de su futuro hijo. Pero más allá de la trama, vemos la frontera entre la vida que mostramos y aquella que ocultamos.

Yates había publicado dos libros brillantes en dos años, pero ese breve reconocimiento traería sus consecuencias. 

Vamos a algunos detalles de su vida. Cuando tenía 18 años se alistó en el ejército y fue enviado a Francia, donde enfermó gravemente de tuberculosis. A su regresó trabajó de periodista en la United Press y luego en la fábrica de máquinas de escribir Remington Rand. Y como si faltara un detalle original y extraño, escribió los discursos de Robert Kennedy hasta su asesinato. Nada mal hasta acá. Luego, como muchos escritores de su generación, se mudó a Hollywood y escribió varios guiones para ganarse la vida (entre ellos, adaptó “Tendidos en la oscuridad”, de William Styron, pero la película nunca se filmó). También dictó cursos de escritura creativa en la Universidad de Iowa, Boston y Nueva York, y un largo etcétera. En ese largo periodo de tiempo fue un observador lúcido de esa generación de estadounidenses confundidos tras el término de la Segunda Guerra Mundial. Yates intuía que el mundo no volvería a ser el mismo. Y tenía razón.

Después pareciera que se hundió en un pantano denso. Aguas tenebrosas. Pero no dejó de escribir. Durante los años setenta editaría una de sus grandes novelas “Las hermanas Grimes” (1976), donde narra, en un lapso de cuatro décadas, la historia de dos hermanas que van por la vida por derroteros distintos, una más sofisticada y otra más tradicional, pero ambas con el destino ya echado. Contiene uno de los mejores párrafos iniciales de un libro: “Ninguna de las hermanas Grimes estaba destinada a ser feliz, y al echar una mirada retrospectiva siempre da la impresión de que los problemas comenzaron con el divorcio de sus padres. Ocurrió en 1930, cuando Sarah tenía nueve años y Emily cinco». De una simpleza y elegancia brillantes. Puro estilo Yates.

El salvaje viento que pasa

Richard Yates fue vanagloriado por críticos literarios en el comienzo de su carrera y olvidado al final por ser “repetitivo” en sus temáticas o en el peor de los casos por “no tener estilo” o solo escribir sobre “perdedores”. Le pedían novedad, como si el arte fuese una tarima de freaks donde siempre hay que hacer algo más loco y arriesgado, al estilo Jackass, como un Johnny Knoxville de las letras. Pero Yates no se dejó intimidar y fue fiel a su visión descarnada y cruda del mundo. Tampoco fue amable con los lectores, como si quisiera evocar ese mandato de Kafka donde los libros deben ser hachas que quiebren el mar helado dentro de nosotros. Y acá una pequeña advertencia: leer a Yates es difícil y conmovedor. Sus libros son como ese rumor interno que sentimos cuando perdemos algo irrecuperable o cuando un leve recuerdo, o un rostro difuso, nos desarma en medio de la jornada laboral.

En una época donde el autor y su estilo mediático parecen ser más importante que la profundidad de la obra, posers unidos jamás serán vencidos, Yates tomó el riesgo y fue por el camino menos transitado —ese bosque tenebroso de los cuentos para niños— y donde no hay fama fácil, ni halagos repetidos, ni vinos de honor con discursos intelectuales que repiten clichés hasta el sinsentido. Yates, como un mago estilístico, se elimina de las historias y deja que los personajes mismos sean los que cuentan sus vidas y sus desventuras, sus fracasos y su desesperación. Una forma de mandato: el escritor como un fantasma que deambula como una brisa invisible sobre la trama principal de sus escritos.

Richard Yates falleció en un momento difícil de su vida. En su última etapa publicó el libro de relatos Mentirosos enamorados (1981), y algunas novelas como Cold Spring Harbor (1986), que se vieron como trabajos menores, pero que contenían la visión de un hombre que buscó, hasta su muerte, las respuestas de la condición humana en la literatura. 

Sinceramente no sé cuál será el motivo de que esas historias tan aparentemente sencillas calen tan hondo. He llegado a pensar que quizás no importa tanto lo que diga un cuento o una novela sino al lugar que te llevan esas historias. En el caso de Yates es un lugar hostil porque ahí encontramos la soledad en nosotros mismos, ese tesoro escondido de nuestros errores. Pero en sus libros, bajo esa superficie de lo aparente, encontramos piedad, esa vida paralela que vivimos y que nace desde el fondo de las esperanzas rotas. Una vez le preguntaron por su obra y dijo lo siguiente “tiene un tema, sospecho que es simple: que la mayoría de los seres humanos están inevitablemente solos, y ahí está su tragedia”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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