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Cómo la civilización ha transformado la especie humana CULTURA|CIENCIA Shutterstock/Yury Birukov

Cómo la civilización ha transformado la especie humana

La selección natural opera a través del éxito reproductor de los individuos. Los rasgos hereditarios de quienes dejan más descendencia viable son los que, con el tiempo, serán más abundantes. Las razones por las que unos u otros acaban dejando más descendientes no son siempre evidentes.


Las transformaciones que se produjeron tras la adopción de la agricultura y la ganadería, como el cambio de la alimentación y la vida en núcleos estables de población de tamaño creciente, han tenido efectos evolutivos en nuestra especie. O sea, la frecuencia de determinadas variantes genéticas en las poblaciones humanas ha aumentado, mientras que la de otras ha disminuido. Por otro lado, ciertas funciones biológicas se han enriquecido genéticamente –en la población hay más variantes implicadas en ellas–, mientras que otras se han empobrecido.

En una investigación reciente compararon los genomas de individuos que vivieron en Europa hace entre 5 500 y 3 000 años con los de europeos actuales. En el estudio identificaban las funciones cuyo sustrato genético ha sufrido más cambios (mutaciones), dando lugar a más variantes, y también aquellos en los que ha ocurrido lo contrario.

Los resultados mostraron que ha aumentado el número de variantes genéticas implicadas en el metabolismo de carbohidratos, los mecanismos de desintoxicación, el transporte de sustancias a través de membranas, el sistema de defensa inmunitaria, la señalización celular, la actividad física y la percepción olfativa. Han disminuido las relacionadas con la generación de óvulos –y por lo tanto, con la fisiología reproductiva femenina–, y con un mecanismo neurológico denominado potenciación a largo plazo.

Veamos, a modo de ejemplo, algunas de estas funciones en su contexto.

Que se hayan enriquecido genéticamente las variantes relacionadas con el metabolismo de carbohidratos tiene que ver, seguramente, con la expansión de la agricultura y la ganadería. La producción de cereales provocó un aumento de la proporción de carbohidratos en la dieta, y la ganadería propició el consumo de leche por adultos, gracias a la mutación que les permite retener la capacidad para digerir lactosa, que es un azúcar.

Algo similar ha ocurrido con las variantes implicadas en el funcionamiento del sistema inmunitario. Las altas densidades de población y la convivencia próxima con animales domésticos generó condiciones propicias para la proliferación de parásitos patógenos. No es de extrañar que el sistema inmunitario de los pueblos agricultores y ganaderos haya adquirido capacidades de las que carecía el de cazadores-recolectores. O que haya reforzado ciertos aspectos de su funcionamiento como consecuencia de esas condiciones.

La potenciación a largo plazo es un mecanismo que intensifica la transmisión de señales entre neuronas, por lo que está implicado en el aprendizaje y la memoria. Que ese mecanismo haya experimentado una reducción de variantes en su sustrato genético quizás esté relacionado con la importancia creciente del aprendizaje y la transmisión cultural a partir del asentamiento en poblaciones y la emergencia de lo que conocemos como civilización. Aunque ignoramos cómo es esa relación.

¿Cada vez peores?

Antes se pensaba –y todavía hay quien lo cree– que la civilización, con sus comodidades y su capacidad para amortiguar los efectos de la intemperie sobre nuestro organismo, ha detenido la evolución del linaje humano. Incuso que, al desaparecer las presiones selectivas que actuaron en la prehistoria, nos hemos ido convirtiendo en seres cada vez más defectuosos, pues los (supuestamente) menos aptos cada vez sobreviven en mayor medida y pueden además dejar descendencia.

Pero las cosas no son así. Como suele ocurrir, son más complejas. Lo que pasa es que los factores que influyen en la fecundidad y el potencial reproductor se modifican en función del contexto ambiental, o sea, cultural o tecnológico en nuestro caso. En otras palabras: las presiones selectivas no desaparecen: cambian. Y con ellas, también nuestra naturaleza se transforma.

Una versión de este artículo fue publicada originalmente en el Cuaderno de Cultura Científica, una publicación de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU.
Juan Ignacio Pérez Iglesias, Catedrático de Fisiología, Universidad del País Vasco / Euskal Herriko Unibertsitatea
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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