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El recuerdo de una década prodigiosa para la cultura naciente chilena CULTURA|OPINIÓN

El recuerdo de una década prodigiosa para la cultura naciente chilena

Juan Guillermo Tejeda
Por : Juan Guillermo Tejeda Escritor, artista visual y Premio Nacional "Sello de excelencia en Diseño" (2013).
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En la década prodigiosa que va de 1963 a 1973 nuestra cultura chilena se modernizó, se llenó de ideas, se pobló de iniciativas, de nuevas miradas. Iván Vial, Eduardo Bonati y Carlos Ortúzar eran artistas que llegaban de los Estados Unidos con esa sensibilidad moderna que no tardaron en hacer presente, y que trasladaron a la Escuela de Bellas Artes –donde fui un minúsculo estudiante–, y también al paso bajo nivel del Santa Lucía. Ellos hablaban de arte e industria, de arte y ciudad, de op-art, de movimiento, de nuevos públicos, y se dedicaban a ello. Dejando atrás la pinta maldita del artista de boina y cachimba, se mostraban elegantes, dinámicos, inteligentes, internacionales, y los admirábamos.


El abandono del mural Paso Bajo Nivel Santa Lucía, en Santiago, de los artistas Vial, Bonati y Ortúzar, su ruina, su vandalización y banalización institucional se deben, creo yo, no a una acción programada fríamente, tampoco a torpeza administrativa o técnica, sino a un proceso inconsciente de lavado y aspirado hacia la nada de una época culturalmente estupenda, que desgraciadamente culminó en un conflicto que se resolvió de manera atroz en 1973. El pasado domingo, Día del Patrimonio, una pequeña multitud de entusiastas se reunió allí exigiendo paralizar un torpe proyecto de explanada que empeoraría aún más las cosas. Varios premios nacionales de cosas diversas se han sumado a la protesta.

[cita tipo=»destaque»]Una cultura, aquella, que ha sido representada o recordada más tarde como castigada, como dura, como izquierdista frustrada, pero que en mi experiencia fue la cultura naciente de un tiempo brillante, de una mentalidad abierta al mundo, transversal, moderna, generosa. Eran tanto la izquierda como lo juvenil que se sacudían del yugo conservador en un tiempo donde la derecha patronal de siempre estaba desconcertada y paralizada.[/cita]

Yo salí de mi deprimente colegio el 63, cuando mataron a Kennedy, y en esa década prodigiosa que va de 1963 a 1973 nuestra cultura chilena se modernizó, se llenó de ideas, se pobló de iniciativas, de nuevas miradas. Iván Vial, Eduardo Bonati y Carlos Ortúzar eran artistas que llegaban de los Estados Unidos con esa sensibilidad moderna que no tardaron en hacer presente, y que trasladaron a la Escuela de Bellas Artes –donde fui un minúsculo estudiante–, y también al paso bajo nivel del Santa Lucía. Ellos hablaban de arte e industria, de arte y ciudad, de op-art, de movimiento, de nuevos públicos, y se dedicaban a ello. Dejando atrás la pinta maldita del artista de boina y cachimba, se mostraban elegantes, dinámicos, inteligentes, internacionales, y los admirábamos.

Nemesio Antúnez abrió un programa televisivo de arte y modernizó el decimonónico (y por lo demás muy digno) Museo Nacional de Bellas Artes. En la Galería Carmen Waugh exponían los novísimos, allí vi mis primeras cosas de Matta, de Balmes y Gracia Barrios, de Couve y Leiva. Bonati ganó el Concurso Crav con una manzana, y Couve con una playa. Hugo Marín organizó la Casa de la Luna Azul (donde alcancé a compartir un minúsculo taller con el recordado Hugo Araya), y en el Teatro la Comedia, en Merced, empezaba a funcionar el Teatro Ictus con Jaime Celedón, Nissim Sharim, Julio Jung, Delfina Guzmán y otros. Florecían las revistas semanales: Ercilla, Vea, Ecran, Vistazo, Ritmo, El Pingüino, La Chiva… Lafourcade y Marta Blanco abrieron en las Torres de Tajamar, otro hito de entonces, la Librería el Caballo Azul, donde el caballo propiamente azul era una escultura de Pepe Soto, compañero talentoso de Bellas Artes.

Se pusieron de moda Pomaire, Quinchamalí, los ponchos, la artesanía, y eso fue mucho debido a príncipes reinantes como Neruda o Nemesio o los Parra, que eran artesanistas. La Violeta se había puesto a recopilar todas las canciones tradicionales de la gente en los pueblos, hoy le hubieran dado un fondart de cinco años, pero entonces lo hacía a pulso, como a pulso andaba vendiendo sus ejemplares autoeditados el temible Pablo de Rokha. Anguita publicó por esos años sus versos y textos más luminosos, lo mismo Teillier, en tanto que Sergio Larraín –a quien fui presentado una vez como un minúsculo fan de Nelson Leiva– disparaba y revelaba entonces sus fotos más emocionantes.

Desde Arica llegaban las oscilaciones espirituales de Óscar Ichazo. Nuestras amigas nos llevaban a bailar –era una especie de yoga–a la psicodanza de Rolando Toro. El Teatro Experimental y el Teatro de Ensayo contaban con grandes elencos estables y estrenaban a Brecht, a Ionesco, o a la inimitable Pérgola de Las Flores de la Nené Aguirre, y allí estaban Tito Noguera, Ana González y tantos otros. Noisvander hizo evolucionar sus mimos tan fomes hacia el teatro brillante de Educación Seximental, con Carlos Alberto Cornejo.

Guillermo Núñez introdujo el poster de ideas como producto de consumo en el Drugstore Providencia, donde Tessa Aguadé proponía el diseño de lo casero cool, en tanto que a Valparaíso llegaba el ulmista Gui Bonsiepe a aleccionar diseñadores para que fuesen severos y no divertidos, lo que a Amster, que desplegó mucho su genio gráfico en esos años en todas las editoriales de Chile entonces muy activas –Zig-Zag, Universitaria, del Pacífico, Nascimento, Ercilla, etc.–, le tenía sin cuidado. Se levantó la arenosa, creativísima y esotérica Ciudad Abierta de Ritoque.

Los Jaivas encabezaron la flauta, el guitarreo y la estética psicodélica, comprábamos los LP (hoy vinilos) y los escuchábamos en un pick-up, que era el trofeo juvenil equivalente al computer de hoy. New Love fue la respuesta chilena a la perturbadora y neoestetizante Blow-Up, y Raúl Ruiz estrenó Tres Tristes Tigres, rara y genial, en blanco y negro. Patricio Guzmán logró pasar de Storandt Publicidad, donde hacía junto a mi papá de creativo, a la filmación de documentales portentosos. Por encargo de la Editorial Universitaria, que lanzó su serie de bolsillo Cormorán, Antonio Avaria modernizaba la crítica literaria con su Arbol de Letras, que diseñaba Nelson Leiva. Desde la revista Paula, donde hacía yo unos también minúsculos dibujitos, irrumpió el talento feminista de Isabel Allende, Amanda Puz, Delia Vergara y Malú Sierra, en la Peña de los Parra y el sello Dicap se cocinaba la nueva canción chilena o el nuevo canto, con carátulas inolvidables de los hermanos Larrea, y en el Pedagógico, donde también fui un minúsculo y desconcertado estudiante de filosofía, se juntaron cuatro o cinco compañeros con poncho y con barba para transformarse en los Quilapayún. Ya circulaban los vasos gallito, quizás de la Cristalería Yungay.

En el Pedagógico daban clase Antonio Skármeta, Luis Oyarzún, Clodomiro Almeyda, Carla Cordua, Juan Rivano, Federico Schopf, Humberto Giannini. Escuché a Nicanor Parra de terno y corbata recitar su Cueca Larga en la Casa Central de la Universidad Católica, donde poco antes los estudiantes, liderados por Miguel Ángel Solar, de quien había sido yo un minúsculo compañero en el Liceo Alemán, habían desplegado el inolvidable lienzo: «CHILENO, EL MERCURIO MIENTE». Las Brigadas Ramona Parra iban haciendo aparecer sus murales voluntariosos en las largas panderetas poblacionales de Santiago, y desde el Clarín, primer diario populista de Chile, brillaba el picaresco y políticamente muy incorrecto ingenio local. Sergio Ortega le compuso la ópera Joaquín Murieta a Neruda.

En el edificio de la UNCTAD, lo que es hoy el GAM, los más famosos artistas chilenos, unos 30, incluyeron sus obras, que fueron más de 70, en el espacio arquitectónico, una iniciativa donde también jugó Bonati un rol relevante junto a Miguel Lawner.

En fin, no quisiera seguir, que esto da para una serie Netflix. Una cultura, aquella, que ha sido representada o recordada más tarde como castigada, como dura, como izquierdista frustrada, pero que en mi experiencia fue la cultura naciente de un tiempo brillante, de una mentalidad abierta al mundo, transversal, moderna, generosa. Eran tanto la izquierda como lo juvenil que se sacudían del yugo conservador en un tiempo donde la derecha patronal de siempre estaba desconcertada y paralizada.

Y dentro de esta cultura multiforme, no alineada, aún sin bloques, como ejemplo brillante estuvo el Mural del Santa Lucía. Sigue vigente, quizá, la orden subconsciente de castigar y maldecir y jibarizar a esos tiempos, que fueron los míos y los de mi generación dispersa y fragmentada: lo sabemos bien, no fuimos nada, y en esos años de gloria estábamos empezando a ser todo.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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