Publicidad
Crítica de cine: “Juventud”, la eternidad de los amores en fuga Una película de Paolo Sorrentino

Crítica de cine: “Juventud”, la eternidad de los amores en fuga

El nuevo largometraje del director italiano de “La gran belleza” (2013), reafirma la seductora estética audiovisual que consiguió en ese imborrable y exitoso filme: una cámara de giros suaves y elegantes, pausados, creadora de un contexto ficticio y escénico particularísimos, con citas argumentales a la cultura docta y a la popular, un soundtrack que es fiel reflejo de esa simbiosis, y una especulación cinética en torno al pasado, la existencia, las emociones y el transcurso del tiempo, dramatizada por un elenco excepcional: Michael Caine, Harvey Keitel, Rachel Weisz, Paul Dano y Jane Fonda.


“Al principio quería escribir nuestra historia para librarme de ella. Pero la memoria se negó a colaborar”.
Bernhard Schlink, en El lector

Un lujoso y confortable “Spa”, situado entre las cordilleras del Cantón suizo de los Grisones: es el lugar que reúne a un compositor de música clásica retirado, a un cineasta que intenta escribir el libreto del que será su testamento fílmico, a un joven actor norteamericano que prepara su papel de “Hitler” para una cinta alemana, y a un ex futbolista obeso y enfermo crónico, que parece ser el legendario y genial jugador argentino, Diego Armando Maradona. Aquella es la escena, la ambientación primordial de Juventud (Youth, 2015): el séptimo largometraje de ficción, del realizador Paolo Sorrentino (1970). El guiño a la novela La montaña mágica (1924), del escritor alemán Thomas Mann, resulta a confesión de partes y a relevo de pruebas: se debe apelar a los “maestros”.

Esta es una película “filosófica”, también una cinta donde la plástica del cuerpo y la reflexión temática acerca del paso del tiempo, ocupan una posición central y preponderante. La cámara de Sorrentino es la encargada de grabar esa atmósfera real e inventada, de darle una vuelta y un sentido: los personajes hablan y piensan, y ese lente, con sus desplazamientos y cambios constantes de ubicuidad, profesa una realidad particular, la de una estética cinematográfica melancólica, nostálgica, y presa del miedo, de la vejez, de los recuerdos que no dejan a ninguno de los protagonistas tranquilo, y una noción de la libertad que florece en tanto quimera palpable y terrible salto al vacío.

Son unos diálogos que el foco define. Son ideas que la fotografía reviste de artística belleza. El hotel, sus alrededores, la metáfora paisajística del descanso rodeado de valles profundos y montañas bucólicas y listas para ser trepadas. Una Miss Universo, que iguala a un sueño, y que rebate con agudeza y rápida ironía, las pesadeces de Paul Dano. Se presenta una crítica al mundo del cine, de la publicidad y de los circuitos que les rodean, en la película de este director que marca un punto de inflexión en el séptimo arte italiano contemporáneo. Dicen algunos que el fantasma de Federico Fellini, ronda por estas secuencias: ¿Y qué? Los buenos creadores deben respetar y aprender de los seres humanos y artistas geniales, que les antecedieron en el esfuerzo común, que les señalaron un camino, que les indicaron la ruta de lo onírico como fórmula válida para expresar lo hermoso de lo gastado, el agraciado peso de la cotidianidad, en pronunciar la esencia y la caracterización de unos personajes que persiguen revivir, atentos por estrellarse ante el molesto pasado, y volver a “sentir” en el pedestal de las nuevas emociones.

Juventud5

En La dolce vita (1960), de Fellini, una actriz, Anita Ekberg, seduce a un periodista cínico, desencantado y medio literato: en Juventud, un cineasta a un punto de estirar la pata, y muerto creativamente, ansía resucitar profesionalmente, en un impulso de “memorabilia”: los mejores planos que inmortalizaron a sus intérpretes femeninas, se le aparecen, como un fantasma, cuando el anhelo yace vencido por la derrota y la resignación, en la postal de un bosque helvético, plagado de vacas.

Sorrentino analiza la fortaleza y la perdurabilidad de los vínculos filiales, de esos sentimientos que se forjaron, y de otros que simplemente no “fueron”, pero, vaya paradoja, son más reales que los afectos que sí le resultaron al célebre compositor, el cual se niega a brindar un concierto para la Reina de Inglaterra (Michael Caine), en sus conversaciones con aquel amigo y director de cine al borde del colapso (encarnado por el actor “scorsesiano”, Harvey Keitel).

La cámara y la música. Las melodías, el agua, las luces mojadas y oscurecidas, los cuerpos desnudos, las fisiologías de jóvenes y de mayores, en la peculiar lucha y competencia, por una película, ésta, de cronología “atemporal”: afuera, en unos cuadros lejanos e ignotos, el tiempo jamás se detiene, mientras que en los cantones suizos, lo diegético se manifiesta inmóvil, en la praxis mágica de una montaña ficticia, con piedras de interiores de apellidos escénicos y “viva”. El ejercicio de una “narratividad” audiovisual, en pos de una reflexión existencialista. Aun cuando parezca que la vida carece de sentido, y nunca se pudo disfrutar demasiado de sus placeres y alegrías: el dilema del suicidio.

SET DEL FILM "LA GIOVINEZZA" DI PAOLO SORRENTINO. NELLA FOTO MICHAEL CAINE. FOTO DI GIANNI FIORITO

Las pérdidas y las relaciones afectivas, otra vez, su parentesco con lo “kitsch” y sus lazos con la necesidad de pericias tan vitales como la experimentación sexual y el descubrimiento de la sensualidad carnal. La cámara atrapa esas verbalizaciones, y las transforma y refleja, en el desnudo de la escultural Madalina Diana Ghenea (Miss Universo), y su ingreso en esa piscina y jacuzzi, donde se reponen el cineasta Mick Boyle (Harvey Keitel) y el compositor Fred Ballinger (Michael Caine): el último idilio de sus días, porque viejo muere el cisne. En ese descenso, quizás, se expresan las intenciones filosóficas y metafísicas (abstractivas), de Sorrentino: mientras se es joven, los hechos transcurren cercanos, próximos, prometedores y expectantes. Cuando se pertenece al grupo etario de la ancianidad, los acontecimientos se diluyen en un magma de espacialidad lejana y muy, bastante retirada, dentro de las sensaciones y preocupaciones habituales.

Juventud es una película pretenciosa: negarlo, sería abjurar de este análisis. Como en La gran belleza, su autor persigue capturar, qué, ¿la vida? Tal vez procesarla, pues finalmente las emociones para nada están sobrevaloradas, sino que es lo único que tenemos, dice Mick Boyle. El arte, la literatura, la música, el cine, el teatro, unas morfinas con el objetivo de evitar las presiones indebidas. Habría que respirar 500 años sobre la Tierra, a fin de llegar a entender el cuento.

juventud8

El escritor argentino Adolfo Bioy Casares, en su última esquina, confesó que si aparecía un demonio y le ofrecía vegetar medio milenio más, anciano y todo, él aceptaba feliz, convencido, sin dudarlo, sin pensar en los riesgos capitales, espirituales y menos en los materiales. Paolo Sorrentino, provisto de una cinematografía audaz, de un sello único y de un estilo estético apoyado en firmes presupuestos conceptuales, apuesta por un colofón equivalente: filmar la soledad de las apariencias.

Porque es verdad: un único paseo de la mano, con una chiquilla anónima, de pelo y cabellera lisa (que en este guión tiene “nombre”), a veces ocupa la extensión de una biografía entera. Con la creación artística y, especialmente a través del proceso que gesta la fabricación de una imagen fílmica, ocurre análogo, afirma el director: la eternidad que se toca, los minutos eternos de los amores en fuga que se detienen, que se aprisionan, que se rozan y se abrazan.

Una película “grande”, y claro, por supuesto, en demasía “difícil”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
Publicidad

Tendencias