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Capítulo 6: “No existen batallas que ganar si no hay soldados dispuestos a luchar, y tú eres un soldado de la vida, Costabal” Historias de sábanas

Capítulo 6: “No existen batallas que ganar si no hay soldados dispuestos a luchar, y tú eres un soldado de la vida, Costabal”

Conti Constanzo
Por : Conti Constanzo Descubrió su pasión por los libros de pequeña, cuando veía a su abuelo leerlos y atesorarlos con su vida. Cada ejemplar de su biblioteca debía cumplir un único requisito para estar ahí: haber sido leído.
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Aún no soy capaz de sintetizar la información de Macarena, me niego a entenderlo. Cómo que Sofía se perdió, ¿de dónde?, ¿Cuándo? ¿Cómo?

Inspiro hondo reteniendo el aire para tranquilizar los latidos de mi corazón, mientras voy conduciendo a su casa. Cuando estoy a punto de llegar, me sorprendo pidiéndole a ese ser supremo que llamamos Dios, que ya haya regresado, que me abra la puerta y que me diga ¡papá!

No me hacen faltan más segundos para saber que no es así, mi hermana está en la calle, esperándome.

-¿Dónde está? -es lo primero que digo cuando me bajo del auto.

-No lo sé, estaba aquí y ahora… -no termina la frase y rompe a llorar, como si eso ayudara en algo.

La tomo de los hombros y la miro seriamente.

-Dime, ¿te dijo algo?, ¿estaba triste?, dime todo lo que recuerdas -la apremio, conteniendo mi nerviosismo y ganas de gritarle “irresponsable”.

Niega con la cabeza varias veces y sus lágrimas vuelven a brotar. Me doy media vuelta, no tengo tiempo que perder.

-¿¡A dónde vas?! -me grita cuando camino de regreso al auto.

-A buscarla.

-¡Te acompaño!

-¡No! ¿Cómo se te ocurre?, quédate aquí por si llega.

-¿Y dónde irás?-quiere saber histérica-, ¡si no sabes dónde está!

-No sé, ¡¡por la mierda no sé!! ¡Pero aquí no me voy a quedar!

-Beatriz -dice como si hubiera encontrado la solución a todos mis problemas, aunque en realidad ella es el problema.

-¿Qué mierda tiene que ver ella en todo esto? -gruño furioso-. ¡¡Qué!!

-Sofía la extraña, capaz está en su departamento.

Protesto cuan animal con rabia, pensando en esa posibilidad que no es tan irrisoria y, sin decir nada, me voy.

Comienzo a llamarla insistentemente, pero nada, no me responde.

«Por la puta, Beatriz ¡responde!», exclamo desquiciado y preocupado a la vez, pero nada, no lo coge, hasta que al décimo intento, tras una nueva llamada responde y yo grito:

-¿¡Por qué no me respondías?!

Luego de unos segundos de silencio, en donde soy capaz de darme cuenta que la cagué, me corta, vuelvo a llamar pero nada, incluso ahora aparece apagado.

Al fin llego a su edificio, ni siquiera me molesto en estacionar, lo único que me importa en este momento es Sofía. Mientras camino, imploro que esté con ella.

-Por favor, por favor, tiene que ser así -repito como un mantra.

Apenas el conserje nota mi presencia pone mala cara, y el imbécil ni siquiera se levanta para abrirme. Como un poseso golpeo la puerta de vidrio. Le ordeno que me abra.

Cuando lo veo mover el culo, me apronto para tirarle la puerta encima, claramente no tiene intenciones de dejarme pasar, pero en cuanto pongo el cuerpo para hacerme paso siento ¡plaz!

Con todas sus letras. Me ha asestado un gran golpe en la cara.

-¡Váyase de aquí, o llamaré a Carabineros! -me dice con toda la pachorra. En otro momento lo habría molido a golpes, pero no tengo tiempo para perder. Ignorándolo, me dirijo hacia las escaleras. Subo de dos en dos los peldaños, hasta llegar a su piso. No me detengo y bramo, como un energúmeno:

-¡Sofía! ¡Beatriz!

El corazón me late tan rápido que siento que se me va a salir del pecho. Escucho un movimiento dentro y golpeo aún más fuerte, y al volver a gritar, se hace el silencio.

-Beatriz, ábreme, necesito ver a Sofía. ¡Sofía!-la llamo.

En ese momento, y como si fuera un rayo, la puerta se abre. Beatriz aparece en pijama con los ojos hinchados, despeinada y con una cara que nunca había visto.

-¿Por qué llamas a Sofía? -pregunta sin dejarme entrar, pero eso no me importa, la hago a un lado y recorro en dos segundos el departamento, por supuesto sin encontrar nada, hasta los gatos que están acostados saltan de la cama al verme corren como si fuera el mismísimo diablo, y bueno, en este momento lo soy.

Como no la encuentro, sin perder más tiempo, me voy, pero antes de dar un paso, su brazo atrapa al mío.

-¿Me puedes decir qué está pasando con Sofía?

-Nada.

-Por la mierda, Mauricio, deja de ser un cabrón caprichoso, orgulloso y habla de una vez.

-Sofía se escapó-respondo de mala gana, decidido a irme.

-¿De tu casa?

-No, y ahora suéltame –bufo, quitando mi brazo, pero esta mujer es terca y me aprieta más fuerte-. ¡Tengo que ir a buscarla!

-Voy contigo.

-¡No! –la detengo-, este no es tu problema, ¿no dijiste que me querías lejos de tu vida? Eso incluye a Sofía-suelto con rabia, a sabiendas que estoy comportándome como un imbécil.

-Es mi problema -dice sacando las llaves de su departamento, ¡echándome!-, no me voy a quedar de brazos cruzados, no me voy a quedar aquí -me grita dando un portazo.

-Claro que sí-le contesto en el mismo tono-. ¿O no has pensado que si viene no te encontrará?

-Para eso existe el conserje –se burla pasando por delante de mí, y luego agrega.-, te quedó bonito el ojo. Don Hugo es buen boxeador.

-¿Qué sabes? -gruño, siguiéndola, porque no espera el ascensor, va directo hacia las escaleras.

-Para tu información, los conserjes no solo abren la puerta, existen los citófonos -responde y deja de hablar, como si yo ya no existiera.

Pasamos por el lado del maldito y me mira con gracia, regocijándose con lo que ha hecho. Beatriz se acerca y le explica la situación, él, solícito, le dice que no se preocupe, que se quedará al pendiente. Al llegar al auto se pone en la puerta del conductor.

-Dame las llaves.

-¿Qué, estás loca?

-Loca estaría si te dejo conducir a ti en el estado en que estás, deja de ser irresponsable, y entrégamelas de una vez.

La miro con furia, pero a pesar de eso creo que tiene razón, hago crujir los nudillos y claudico.

-¡Entra ya!

Beatriz, segura de sí misma, se sube, se quita esos patatines horrorosos de unicornio -«¡es tan ella!»- y enciende el motor.

-¿Quien está en tu casa? -me pregunta después de un minuto.

-Nadie -respondo osco.

-Dame tu teléfono -me pide y yo levanto una ceja.

-¿Qué? ¿Me vas a pedir explicaciones? ¿Ahora?

Casi le tiro el teléfono, y volteo la cara, voy mirando en todas direcciones, recorremos la cercanía del lugar. De pronto la escucho hablar.

-Fran, ve a la casa de Mauricio, por favor -algo le grita la feminista, porque hasta aquí la escucho, solo que no entiendo-, Sofía se escapó de la casa, y no hay nadie allá por si vuelve -se queda en silencio mirándome de reojo, y luego al parecer confirma lo que su amiga le dice.-Sí, es un bruto, nada que hacer -afirma y corta el teléfono, llama a Claudia y a la otra, esa tal Paula y les pide que vayan a su casa, luego, me devuelve el teléfono.

-Esto no sirve -comento desesperado-, ya pasamos por esta calle.

-Lo sé, lo sé -suspira-, estoy pensando dónde puede…

-¡Soledad! –exclamo, como si la mente se me iluminara. Beatriz gira la cabeza como la niña del exorcista, sin entender nada-. Vamos al cementerio.

-¡Al cementerio! -chilla como si fuera una locura.

-Por supuesto, allá debe estar Sofía, con su mamá, estoy seguro.

Ella niega con la cabeza varias veces hasta que al fin se decide a hablar.

-No, no, imposible que esté allá, es una niña, es de noche, ese lugar es… tenebroso.

-Que tú seas miedosa no significa que Sofía también lo sea, ¿me llevas tú, o te quitas del volante?

Solo me mira, esto va de mal en peor, entre la ansiedad y la rabia que tengo en este momento, siento que me estoy comportando como un verdadero hdp, ni siquiera soy consciente de lo que ella está haciendo por Sofía… y por mí.

Una vez que le digo en qué cementerio está, sé que tiene algo que decir, pero no lo hace. Conduce en dirección a la carretera, y en la próxima salida entra. Ya no tenemos límite de velocidad, y si lo hay, Beatriz ya lo rebasó.

Veinte tortuosos minutos después, llegamos al cementerio Metropolitano de Santiago. Por supuesto que está cerrado, y aunque no lo voy a reconocer, es tétrico.

Es la primera en bajarse y correr a la reja.

-¡Aló! ¡Aló!

-Si no te diste cuenta, esta no es una casa –manifiesto zamarreando el portón.

-No me digas -se mofa de esa forma que tanto me irrita-, estoy esperando que un finado me venga a abrir.

Gruño y sacudo la maldita reja de fierro forjado con más fuerza, ella sigue gritando.

De pronto, entre la oscuridad vemos una luz proveniente de una linterna.

-¡Señor, señor! -hace señas hasta que un guardia se acerca.

De mala gana, llega hasta nosotros, Beatriz le explica la situación, atropellándose con sus palabras, recitando un rosario de súplicas. Yo, al ver su parsimonia, estoy perdiendo la poca paciencia que me queda.

-¡Abra la puerta de una vez!

El guardia accede, no espero que termine cuando entro, arrasándolo como si fuera un ciclón. Él me mira con los ojos tan abiertos que parece que se le fueran a salir.

-¡Mauricio, cálmate! -me aconseja Beatriz, tratando de retenerme.

-¡Es una niña! –suelto, mirándola con rabia, desde lo más profundo de mis entrañas, también su pasividad me molesta.

Beatriz ahoga una exclamación, al mismo tiempo que agacha su cabeza frente a mi actitud ofuscada, pero ya no puedo más, necesito a mi hija, y la necesito ya. Rabia, ira, ansiedad, nerviosismo, todo eso y más es lo que siento en este momento.

Me obligo a respirar y lo más tranquilo que puedo resoplo:

-Disculpa -articulo avergonzado-, no fue mi intención gritarte.

Beatriz, por su parte, ni siquiera se molesta en mirarme, y señalando hacia la puerta agrega:

-No pierdas más tiempo, ve por la niña.

-Gracias -respondo y comienzo a adentrarme en este lugar, recorriendo con grandes zancadas cada paso del cementerio, observando cualquier movimiento, cada tumba que voy dejando atrás, hasta que llego al mausoleo de la familia Rojas. Nervioso y esperanzado, me paso la mano por el pelo, y sin esperar más, abro la maldita puerta, y…

¿Nada? ¡Nada! Todo está absolutamente oscuro, saco mi celular y enciendo la linterna susurrando:
-Sofi, Sofi, dime dónde estás… -murmuro, pero cuando no escucho nada de vuelta, grito desde el fondo de mi ser- ¡Sofía, por la mierda, dónde estás!
Solo eco es lo que recibo en respuesta, mi propia voz es la que retumba por el lugar, mis fuerzas se acaban y mis piernas flaquean hasta que caigo al suelo, suspirando de amargura.

Durante varios minutos la oscuridad me rodea, hasta que como si mi cuerpo tuviera vida propia me acerco hasta la tumba de Soledad, paso la mano suavemente por el mármol y murmuro acongojado:

-Soledad…, por favor -se me quiebra la voz al comenzar-, sabes que no soy de pedir ayuda, pero esta vez solo no puedo…, te fallé, no sé dónde está nuestra hija -confieso dándome un manotazo en la cara para quitarme estas malditas lagrimas que no dejan de caer-. Lo único que te prometí no pude cumplirlo, ayúdame a encontrarla -suplico con ahínco, ¿pero a quién quiero engañar rezándole a una muerta?

-Maldito seas -me arrodillo mirando al cielo, uno que es negro como mi alma en este momento-, ¡por qué me haces esto! ¡Cobarde! No te tengo miedo, pero castígame ¡a mí! No a ellas, me lo estás quitando todo -grito con todas mis fuerzas, abrazándome a mí mismo para infundirme valor-, si pudiera cambiar las cosas desde el principio lo haría, no sé cómo fui capaz de reaccionar así ese día, y te prometo por lo más sagrado que tengo, que si pudiera hubiera cambiado mi vida por la de Soledad, me arrancaría el corazón para que ella estuviera y Sofía tuviera una madre digna de lo que ella merece…pero no puedo, ¡¡no puedo!!

Sin fuerzas, me derrumbo. El cansancio me invade por completo, estoy abatido, perdido, incluso siento que me falta el aire para respirar, hasta que de pronto una diminuta luz se cuela por la puerta y, como si fuera un ángel, ilumina todo a su alrededor.

-Beatriz…

Ella abre la boca para decirme algo, pero en cosa de segundos solo se acerca y me rodea con sus brazos, confortándome.

-No deberías estar aquí -le recrimino-, no tenías que venir.

No dice nada, solo sigue conmigo en la misma posición hasta que su voz suena por todo el rededor.

-Vamos, este no es un buen lugar para ti.

-Ni para Sofía, tenías razón -confieso abatido.

-La encontraremos, Mauricio -asegura y yo niego con la cabeza, no sé dónde puede estar.

-Le fallé a Soledad, le fallé a Sofía como padre, te fallé a ti, he fallado en todo, ya no puedo… -suspiro al tiempo que uno de sus dedos tapa mis labios-, deberías odiarme, y acá estás, conmigo, a pesar de lo que sucedió, de lo que te hice -le recuerdo con amargura.

-Vamos –susurra con pena, levantándose al tiempo que estira su mano-. Iremos a buscar a Sofía, y la vamos a encontrar.

-¿Y si no? -me atrevo a decir.

-Esa no es una posibilidad, no puedes rendirte, menos ahora. Piensa que solo lleva unas horas fuera.

-Demasiadas para una niña de su edad, que no conoce nada, ni ningún sitio en particular, excepto éste.

-¿Qué dijiste? -me pregunta con un brillo extraño en los ojos.

-Que hemos venido aquí, por eso lo conoce.

-Mauricio, apresúrate -me ordena, tirándome de la mano, ni siquiera me deja cerrar la puerta del mausoleo, ahora camina rápido por entre medio de las tumbas y yo, sin entender nada, la sigo.

-Ya sé dónde está Sofía, estoy segura de que lo sé.

-¿Qué dices?

-Tengo una intuición, Mauricio.

-Y si…y si, ¿te equivocas?

-No existen batallas que ganar si no hay soldados dispuestos a luchar, y tú eres un soldado de la vida, que no se rinde, que se enfrenta a la adversidad y continua como si nada ni nadie le importara, así que deja de ser pesimista y compórtate como el jodido cabrón que eres, Costabal -recita como si fuera un general de batalla. Eso solo me hace admirarla todavía más.

Al llegar al auto con decisión vuelve a sentarse en mi lugar. Sin siquiera ponerse el cinturón arranca y a toda velocidad comenzamos a movernos, cada auto que se nos cruza, Beatriz lo rebasa, no le importa si es por la derecha o por la izquierda, solo lo adelanta y se apresura un poco más, lo único en que puedo pensar es en que tenga razón, y que a donde vayamos la encontremos.

-¡Baja la velocidad! -le grito cuando la aguja marca casi los 180 K/H y ya veo el pórtico por el cual vamos a doblar.

-No -es lo único que dice y, al entrar de nuevo en la ciudad, se pasa todas las luces rojas. Por un momento, no sé adónde se dirige, las calles oscuras y sucias no me indican nada, hasta que, como si todo tuviera sentido, ante nosotros aparece un galpón.

-La Vega… –afirmo, más que pregunto, atontado, sin ser capaz de entender.

-Sí, y aquí no te puedes poner a gritar, porque estos no son muertos y sí contestan, y no creo que de muy buena gana.

Sin decir nada más, nos bajamos. Como si fuera una acróbata, Beatriz pone unos cajones, se sube y salta el portón, y antes de que diga algo, me abre los ojos para que yo haga lo mismo.

-Sofía no podría subir… -reclamo pensando que es una pérdida de tiempo, deberíamos ir a Carabineros, tal como le dije en el auto, pero ella insistió en que viniéramos primero acá, que luego iríamos si no la encontrábamos, y yo… yo no sé en qué estaba pensando que le dije que okey.

-Claro que no, y no lo necesita, ella cabe por entre medio de la reja, nosotros no.

Resoplo. Camino, buscándola por todos lados. Solo unas fogatas encendidas por pordioseros alumbran, y de solo pensar que mi hija puede estar aquí, mi cuerpo tiembla. Pero Beatriz parece segura, a cada momento apresura el paso, damos vueltas por pasajes oscuros y malolientes, hasta que, de repente, llegamos a una zona vacía.

-Mauricio -me llama para que la mire, y es ahí cuando la angustia que me oprime hace que el corazón me salte, bajo unas cajas de cartón, entre medio de cajas de madera, un ruido me hace llamar la atención… ¡gatos! Maullidos de gatos, y un sonido que es música para mis oídos, un gemido suave que me sabe a gloria.

Con cuidado, camino hasta la casa improvisada, cuando quito el primer cartón de un manotazo, el alma se me cae a los pies, y la luz proveniente desde atrás hace que vea la carita de mi niña completamente compungida. Sofía tiene varios de esos animales sobre ella, incluso abraza a un par.

Parpadeo un par de veces porque no veo lo que creo, mi hija, mi niña, está bien. Caigo de rodillas al suelo húmedo abriendo los brazos para acunarla.

-No te enojes… -me pide Sofía con miedo en sus ojos, haciendo que me sienta un puto egoísta-, solo quería tener algo que me recordara a Beatriz, papi, no la quiero perder también a ella para siempre.

-Mi vida…ven acá -murmuro casi en un hilo de voz.

Sofía camina lento, sin soltar a una de esas bolas que se acopla a ella como una rémora, y cuando me abraza siento que recupero toda la seguridad que había perdido, todas las esperanzan vuelven a mí con más fuerza, como un tsunami que arrasa todo a su paso. Su olor a champú me devuelve la vida, su aroma de niña me devuelve el aliento, amándome a pesar de lo hdp que puedo llegar a ser.

De golpe, chilla:

-¡Bea!

Se suelta de mis brazos y corre hacia ella, que está llorando en silencio, la toma, se abrazan como si no se hubieran visto en años y eso me rompe el corazón. Esas dos mujeres realmente son todo para mí.

-Sofía, estábamos muy preocupados por ti, prométeme que nunca más vas a venir aquí sola -la regaña cariñosamente, cosa que yo no he podido hacer.

-Extrañaba a Pasqui y a Soledad -se disculpa mi hija, haciéndome sentir culpable por la maldita decisión que yo mismo tomé por venganza, por rencoroso, por orgulloso, porque en realidad, sí soy un verdadero cabrón. La abraza de nuevo, susurrándole algo, algo que seguro no me va a gustar, eso me basta saberlo solo con mirar la expresión de la cara de Beatriz, que abre los ojos como si se le fueran a salir.

-No, no podemos llevarnos a todos los gatitos, Sofía, son muchos.

-Se quedarán solitos…

-Pero…

-Sí podemos –afirmo, tragándome el nudo de la garganta, respondiendo positivamente a algo que sé que después me voy a arrepentir, pero todo esto ha sido mi culpa.

-¡Gracias, papi! -chilla Sofía, corriendo hacia mí, dándome un abrazo que jamás pensé que recibiría en mi vida. Veo cómo Beatriz se limpia una lágrima y me mira con ternura, con amor, así… así como alguna vez me miró.

-Sofi, los que son grandes deben quedarse aquí, esta es su casa, les gusta, tienen amigos y…

-Y los “quichititos”…

-Bueno, esos –tartamudea, mirándome a mí y yo afirmo con la cabeza-. Bueno, a ellos sí.

-¡Gracias! –chilla, caminando a buscar a cuatro bolas de pelo completamente espantosos, incluso Pasqui y Soledad son hermosos al lado de estos.

Y así, con la pesadilla terminada, caminamos los tres tomados de la mano de vuelta al auto, y tal como Beatriz había dicho, Sofía se pasó por entre medio de los barrotes.

Dentro del auto, ellas se van atrás acurrucadas junto a los nuevos integrantes de mi pequeña familia. Aprovecho para llamar a mi hermana, que suelta un grito de felicidad que casi me deja sordo, y a continuación, soy yo el que llama a las amigas de Beatriz, que, por supuesto, lo primero que me preguntan es si ella está bien, que por qué las llamo.

«Un interrogatorio a toda ley».

Una vez que les aseguro que sí, Beatriz se queda tranquila, y por primera vez en muchos días me regala una sonrisa. Ni siquiera se niega cuando le digo que vamos a mi casa, cosa que jamás pensé que sucedería, al menos no tan pronto.

Mientras conduzco, y no me dejo de rascar la pierna, porque estoy seguro que me picó una pulga, me fijo en ella, la mujer que es la luz de mi vida y que llena mi alma, recorro con la vista su nariz, sus pómulos, y sin poderme contener voy bajando hasta perderme en sus sensuales labios. Con una sonrisa que no cabe en mi rostro, imagino sus labios sobre los míos, como tantas otras veces lo he disfrutado.

Y por primera vez, en muchos años, me siento un hombre completo.

Pero cuando veo que mi teléfono se enciende con una llamada entrante proveniente de María José, toda la rabia dormida vuelve a fluir, y ahora con mucha más fuerza.

«Y como que me llamo Mauricio Costabal, me las vas a pagar María José, y cuando cobro, lo hago con intereses…».

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