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Debates en las primarias: degradación del lenguaje político que perjudica a la democracia EDITORIAL

Debates en las primarias: degradación del lenguaje político que perjudica a la democracia


Culturalmente, la política chilena se mueve en una ciénaga de frases y afirmaciones inconexas de partidos y candidatos, que no reflejan de manera nítida ni un ideario doctrinario republicano, por simple que este pudiera ser, ni tampoco una idea de gobernanza política para cualquier grupo que emerja triunfante del proceso electoral que se avecina. Repeticiones vacías y autorreferidas, aplaudidas como el momento de la verdad por la prensa, con una fuerte carga de antipatía política por los adversarios –si no directamente agresión– indican que, en relación con un país plural y que requiere acuerdos, Chile está más cerca del despeñadero que de las grandes soluciones institucionales.

In lingua, veritas. Esta sencilla sentencia en latín lo que significa es que el lenguaje no miente. Sea que se trate de individuos o de la sociedad entera, el lenguaje exuda motivos, intereses y circunstancias que nos permiten ir más allá de su contenido evidente, o de su construcción formal, y conocer el ethos del que está impregnado, el ADN cultural de quien lo construye y lo usa, sea –una y otra vez– que se trate de individuos o colectivos políticos. El vocabulario, que de alguna forma institucionaliza un sistema político, nos revela las poderosas corrientes subterráneas que lo alimentan, y lo que reflejan del Chile actual, es un país culturalmente dividido, inconforme y desorientado sobre su futuro, vacío en su forma y en su fondo, ahogado por la codicia y de escasos valores públicos.

Parece duro, pero vale la pena reflexionar sobre esto, para poder avanzar en el sentido contrario, pues los debates políticos que tuvieron lugar días atrás indican una enorme mediocridad de la elite política para enfrentar el tema, y que con sus juegos de lenguaje está encendiendo de manera subrepticia el rencor ciudadano como forma dominante de lo social.

Sus diálogos no son debates buscando una supremacía de unos sobre otros en materia de conocimiento técnico, de programa de Gobierno, de racionalidad política, de experiencia, ni siquiera de ingenio. Se trata simplemente de captar para sí la escasa participación política existente, encarnando la negación de todo lo demás, por el motivo que sea. Y de dominar el inconformismo llenándolo de emociones corrosivas frente a lo colectivo y lo público, con un lenguaje descalificador, en el cual predomina la desconfianza, la defensa de lo propio, y la certidumbre de una revancha frente al otro. Es este destilado del lenguaje de la política actual, lo que pone el escenario más cerca de la controversia y la descalificación, que de la acción común y la solidaridad.

Los griegos, hace más de dos mil años, ya trabajaron con la idea de la íntima relación que se puede apreciar entre política y lenguaje. Platón sostenía en sus Cartas que los regímenes políticos tenían cada uno su lengua, como si se tratara de seres vivos: un lenguaje propio de la democracia, otro de la oligarquía y otro de la monarquía, en los que se aludía a los elementos que lo informaban. Modernamente, hemos descubierto que también hay uno de la tiranía, como bien lo pudimos constatar en Chile en sus 17 años de dictadura y violaciones de derechos humanos, y en las posteriores justificaciones de lo actuado, hechas por amplios sectores civiles.

Las conexiones entre el lenguaje y la dimensión ética del hombre también las recalcaba Aristóteles en su Política, señalando que “sólo el hombre, entre los animales, posee la palabra. La voz es indicación del dolor y del placer; por eso también la tienen otros animales. (…) En cambio, la palabra existe para manifestar lo conveniente y lo dañino, así como lo justo y lo injusto. Y esto es lo propio de los humanos frente a los demás animales: poseer, de modo exclusivo, el sentido de lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto, y las demás apreciaciones”.

Lo anterior significa que en una democracia es posible rectificar o, por lo menos, realizar la crítica y la discriminación moral sobre lo que ocurre en la realidad. No solo denunciando el salvajismo de los gobiernos totalitarios o las violaciones a los derechos humanos, sino también la omisión sobre las crudezas de la desigualdad y las injusticias sociales. Y exigir un trato deferente y respetuoso. La manipulación del lenguaje político, y la forma de enunciarlo, cuestión en la que nuestros políticos vienen siendo verdaderas eminencias, jamás pueden transformarse en un veneno totalitario o un justificativo y enmascaramiento de la realidad, ni menos en una agresión permanente. Si es efectivo que Chile transita un momento difícil de su institucionalidad, no es aceptable el tipo de razonamiento y lenguaje que domina la política y el gobierno de la sociedad.

La corrupción ambiente también puede arrastrar y degradar el lenguaje, y si ello ocurre este deja de ser el gran instrumento de la política y del quehacer ciudadano. Más aún, se alejan las posibilidades de articular acuerdos o reformular posiciones para un juego democrático, pues el carácter dialógico de la política se hace imposible.

Algunos auditorios ciudadanos y gremiales aplauden los conceptos simplificados, pese a que con ello se diluyen los matices y contenidos, y la imagen y la iconografía supersticiosa de los medios se transforma en más trascendental que la palabra. Soberanía, tolerancia, respeto, democracia, igualdad, derechos constitucionales, diálogo o autonomía, se disuelven y reaparecen los adjetivos y las emociones simples como el punto de “racionalidad” entre sujetos, con toda la carga de intolerancia que algunos pueden llevar dentro, y que empiezan a carecer de mediaciones de racionalidad. Si, tal como decía Aristóteles, “cada uno habla y obra tal como es y de esta manera vive”, sin esas mediaciones, que generalmente provee la política, la sociedad se vuelve un caos.

Es evidente que las palabras cobran valor político si penetran en el lenguaje habitual de los ciudadanos, de ahí que no es lo mismo un lenguaje que otro, ni tampoco el que la política domine con talante salvaje los contenidos de los debates, sin que medie razón alguna. El riesgo es envenenar la atmósfera política de intolerancia o rencor, que es una forma corrupta de debatir los problemas colectivos.

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