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La peor cara de la inmigración: la despedida de Benito Lalane Estuvo cinco días en el Servicio Médico Legal

La peor cara de la inmigración: la despedida de Benito Lalane

Alejandra Carmona López
Por : Alejandra Carmona López Co-autora del libro “El negocio del agua. Cómo Chile se convirtió en tierra seca”. Docente de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile
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Los amigos de Benito dicen que murió de frío. El techo de la pieza donde vivía en Pudahuel era una estructura de maderas livianas y hoyos. No había mucha diferencia entre la habitación que ocupaba y la intemperie. Llegó desde Haití en abril pasado a recolectar frutas, pero no alcanzó a aprender español ni a trabajar lo suficiente para enviar plata a sus hermanos en Gonaives, la ciudad donde vivía. Sin dinero para repatriarlo, sus vecinos y su único amigo lo enterraron en Chile, después de reclamar su cuerpo durante casi una semana. Su muerte desnuda la brutal realidad de los que llegan a nuestro país buscando una mejor suerte, pero no la encuentran.


Benito Lalane. 31 años. Chaleco azul marino. Camisa cuadrillé y corbata de raso celeste. Cuatro ampolletas montadas sobre una estructura de metal alumbran su rostro oscuro. Vecinas entran y salen. Una estufa a parafina pelea contra el frío de la tarde en Pudahuel. Un notebook ayuda a proyectar sobre una tela blanca la letra de una canción que dice ‘Hossana en las alturas’, en español, pero también en francés. Una señora cariñosa entra con consomé de pollo para todos.

Pero todos no es tanta gente.

De las 15 personas que han llegado hasta la parroquia evangélica de la Población San Pablo, solo una conocía de verdad a Benito Lalane, su amigo Philissin Louissant –a quien todos llaman Gilbert– un haitiano alto, pero cabizbajo, que habla en un español ripioso. A veces, cuando pierde la paciencia, porque no encuentra las palabras para contar lo que ha vivido en las últimas horas, también habla en creole.

Gilbert se sienta, se pone de pie, se pasea, llora, va al baño, se acerca a su primo Benito, vuelve a llorar, entra, sale. Los haitianos se dicen “primos” como una forma de simbolizar la hermandad, aunque no tengan lazos sanguíneos.

Gilbert hace guardia al cuerpo de su primo Benito, vestido elegante dentro de un cajón.

Cerca de 15 personas acompañaron a Benito Lalane por las calles de la población San Pablo hasta el cementerio municipal.

Un cuerpo inmigrante

No existe una cifra pública, pero –según datos extraoficiales– son cuatro los cuerpos de ciudadanos haitianos que están en el Servicio Médico Legal sin que nadie los haya reclamado. Esos solo corresponden a 2017. Hay también de otros años; y no solo haitianos, también dominicanos y de otras nacionalidades de las que no se tiene certeza. Si un inmigrante no es reclamado por nadie, su cuerpo se guarda en las cámaras subterráneas del SML.

Gilbert era el único amigo que Benito tenía en Chile.

Benito estuvo cinco días y todos pensaron que casi sería imposible rescatarlo. Para retirar a un fallecido, el organismo necesita tener la certeza de que quien lo recibe se hará cargo de todo lo relacionado con su muerte. Pero la mayoría de los inmigrantes llegan solos o con lazos muy precarios con otros compatriotas.

“Se genera un embudo jurídico, porque el Código Sanitario en Chile dice que, para sacar un cuerpo o cremarlo, lo debe retirar un familiar directo o, en caso de que no exista, el jefe de la misión diplomática del país de origen”, explica José María del Pino, director ejecutivo de la Fundación Frè, que también acompaña a Benito en su despedida.

“Si tú vas al Consulado de Haití y les dices que se murió tal hermano y nosotros nos vamos a hacer cargo, no te autorizan, porque su legislación no se los permite. Y ahí piden que uno ubique a la familia en Haití y autoricen en el consulado chileno la inhumación”, comenta José María.

En Gonaives, una ciudad del norte de Haití, donde vivía Benito antes de llegar a Chile, se quedaron tres hermanos y cuatro hermanas. Con ellos habla Gilbert cada día, desde que murió Benito. Con ellos también lograron hacer el largo trámite en Puerto Príncipe, capital de Haití, para conseguir rescatar el cuerpo que aún no tiene un informe con una causa de muerte. Con ellos habló Gilbert hace unos minutos.

“Ellos solo lloran y dicen que muchas gracias a todos porque vamos a enterrar a Benito. Gracias, gracias, gracias, dicen todos allá”, comenta Gilbert, lo mismo que diría horas más tarde en un escueto discurso entre cánticos evangélicos, antes de llevar a su primo al Cementerio Municipal de Pudahuel.

[cita tipo=»destaque»]Después de la muerte de Benito, algunos de sus vecinos alcanzaron a rescatar fotografías de la pieza que el joven haitiano ocupaba antes de morir: una habitación con un cielo de maderas precarias, con huecos que hacían difícil hacer la diferencia entre una pieza y la intemperie. Baños insalubres. Cocinillas montadas para comer, lo que, seguramente, también era precario.[/cita]

Benito llegó desde Gonaives, Haití, en abril pasado.

El lunes de la semana pasada, Benito comenzó con un malestar. Dijo que le dolía la cabeza, después el cuello. Gilbert no quiso llevarlo al consultorio en La Estrella. Aunque tienen la obligación de atender cualquier urgencia, los vecinos cuentan que no es tan fácil para los inmigrantes. Les preguntan por su pasaporte, los papeles al día, un número de ingreso y si tienen Fonasa. Como Benito no contaba con algunas de esas cosas, Gilbert pensó que era tiempo perdido.

En el consultorio señalan que no es cierto, que ellos atienden a todos en urgencia, pero los vecinos insisten en que la realidad que viven los inmigrantes, cuando visitan el consultorio, es muy distinta.

Benito comenzó a decaer y el miércoles Gilbert se dio cuenta de que ya no respiraba.

Vecinos que incluso no lo conocían llegaron hasta su velorio.

Sueños haitianos

Benito vino a recoger frutas de temporadas a Chile. Ahora estaban sacando uvas y naranjas en Lampa y vivía en una casa cercana al lugar donde ahora lo velan.

Cuando le preguntan a Gilbert dónde vivían, no responde. Sin embargo, el relato de los vecinos es coincidente, como si fuera un gran secreto a voces o estuviera incluso normalizado.

Después de la muerte de Benito, algunos de sus vecinos alcanzaron a rescatar fotografías de la pieza que el joven haitiano ocupaba antes de morir: una habitación con un cielo de maderas precarias, con huecos que hacían difícil hacer la diferencia entre una pieza y la intemperie. Baños insalubres. Cocinillas montadas para comer, lo que, seguramente, también era precario.

“Solo sabía decir ‘deme un salmón de mil'», cuenta Daniela, dueña de un almacén de la población San Pablo.

Benito no había aprendido a decir más cosas entre el 23 de abril, día en que llegó a Chile, y la fecha en que murió.

“Lo peor es que es en las mismas poblaciones donde se aprovechan de ellos”, comenta un vecino que nos guía hasta la casa donde vivió Benito. Es un gran murallón de cemento con una puerta de metal. Parece un sitio abandonado. Nadie abre.

Este era el cielo de la pieza donde dormía Benito, casi a la intemperie.

“Detrás de ese portón tienen el campamento”, indica una vecina.

–¿Un campamento?

–Ellos le llaman así. No es que tengan carpas, es como les llaman los mineros también a donde van a trabajar, pero acá hay camas. En estos campamentos hay un jefe que los hace trabajar como recolectores de frutas, les paga dos mil pesos por día y les da comida y casa. Se los lleva a todos en una micro en las mañanas, una micro que quizás tampoco tiene papeles. Pero a veces los tiene en condiciones deplorables.

Las fotografías del lugar que habitaba Benito son varias: un baño sucio, paredes que no detienen el frío, camas improvisadas.

El responsable de este campamento no abre la puerta.

“Acá hay más de un campamento y casi siempre es el mismo jefe”, comenta otro vecino, que cuenta que su hermano también se trajo a dos haitianos, pero él sí los trata bien, con cariño, les da comida y les paga lo justo.

En la parroquia, comienzan a preparar la despedida de Benito. Unos globos blancos flanquean la puerta. Lo único que quedó de lo poco que Benito trajo a Chile es su pasaporte. Todo lo demás lo botaron. Los dueños de la casa donde vivía incluso se deshicieron del colchón que ocupaba.

Llegan tres jóvenes haitianas a despedirlo. No lo conocían, pero se enteraron de su muerte y lo quisieron acompañar. Tienen frío. En Haití la temperatura no baja de los 20 grados y esta tarde de miércoles en Pudahuel incluso duelen los huesos.

El pastor canta ‘Hossana’ con energía. Las jóvenes haitianas lo hacen en francés. En su país, cuando alguien muere, hay que vestirlo elegante, tal como se ve Benito esta tarde. Chaleco azul marino, camisa cuadrillé y corbata de raso celeste.

En estas condiciones vivía Benito en la casa que compartía con otros haitianos.

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