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Por qué los partidos de centroizquierda deciden radicalizarse La esperanza de los socialistas tradicionales en el mundo es formar coaliciones antipopulistas

Por qué los partidos de centroizquierda deciden radicalizarse

Las economías europeas se recuperan. Ya no es 2014, cuando un partido de izquierda podía prosperar con consignas de oposición a la austeridad. Los votantes están más dispuestos a respaldar programas orientados al crecimiento, y les preocupa la ley y el orden como consecuencia de una serie de atentados terroristas y de una ola casi sin control de refugiados procedentes de Medio Oriente. Los partidos de izquierda no se adecuan a esas exigencias; tampoco pueden adoptar partes de la agenda que impulsan los populistas de extrema derecha.


Los partidos de centroizquierda del mundo occidental han sentido la tentación de elegir gobernantes dogmáticos de derecha y de izquierda. En Europa, partido tras partido ha sucumbido a la tentación, si bien eso ha afectado sus posibilidades electorales. Parece ilógico, pero podría terminar por rendir frutos.

Los socialistas españoles, el partido que más ha gobernado desde que el país se democratizó, acaban de devolver a Pedro Sánchez al trono. Sánchez, que ha concluido actos partidarios cantando el himno socialista “La Internacional”, no es un centrista blairista. El modelo de su elección, sin embargo, es familiar: el establishment del partido se alineaba detrás de una candidata diferente, Susana Díaz, a quien se consideraba la favorita, pero que no era lo suficientemente radicalizada para las bases.

Esa es también la historia del laborista británico Jeremy Corbyn y del candidato presidencial del Partido Socialista de Francia Benoît Hamon. Podría haber pasado también en Estados Unidos, donde Bernie Sanders le presentó al establishment demócrata un desafío más fuerte de lo previsto en las primarias. El establishment, sin embargo, logró sofocar la rebelión en nombre de hacer frente a la amenaza populista de Donald Trump.

Corbyn se encamina a perder la elección general del mes próximo por un margen escandalosamente alto. Hamon obtuvo el 6,5 por ciento de los votos en la elección presidencial francesa el mes pasado, dado que la mayor parte de los votantes socialistas apoyó a otro candidato radicalizado, Jean-Luc Mélenchon, un desertor del partido; pero también Mélenchon perdió. Sánchez ya había accedido a la dirección del partido socialista antes, y con él al frente el partido perdió por un margen de 10 puntos ante el Partido Popular del presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, y sufrió luego dolorosas derrotas regionales.

¿Entonces por qué los socialistas siguen eligiendo a esos perdedores? ¿No les interesa en absoluto gobernar? Por momentos parece que no, como cuando Corbyn incorpora un compromiso de proteger a las abejas en la plataforma de su partido o Hamon lanza una inflexible plataforma ultraizquierdista que comprende desde un ingreso básico universal hasta la legalización de la eutanasia. Pero es más probable que la radicalización del sector tradicional de centroizquierda obedezca a una combinación de necesidad y tendencia a mirar más hacia el futuro que los partidos de centroderecha.

Las economías europeas se recuperan. Ya no es 2014, cuando un partido de izquierda podía prosperar con consignas de oposición a la austeridad. Los votantes están más dispuestos a respaldar programas orientados al crecimiento, y les preocupa la ley y el orden como consecuencia de una serie de atentados terroristas y de una ola casi sin control de refugiados procedentes de Medio Oriente. Los partidos de izquierda no se adecuan a esas exigencias; tampoco pueden adoptar partes de la agenda que impulsan los populistas de extrema derecha, como lo han hecho los partidos de centroderecha en el Reino Unido, Holanda, Francia y Alemania. Las opciones de los partidos de centroizquierda se han reducido.

[cita tipo=»destaque»]Elegir líderes que hablan de impuestos y gasto, hostiles a la élite, con una retórica antiestadounidense, constituye una apuesta audaz a un fracaso existencial de las fuerzas de centroderecha, tal vez a una nueva crisis económica, al derrumbe del poder estadounidense o al repliegue de EE.UU. sobre sí, a una nueva revolución industrial que derive en una pérdida catastrófica de empleos. Después de acontecimientos de ese tipo, los votantes tienden a mostrarse dispuestos a intentar algo por completo diferente, a abrirse a grandes nuevas ideas no probadas, como un ingreso básico universal o un impuesto a los robots.[/cita]

Una de esas opciones es una unión política con fuerzas de ultraizquierda, incluidos hasta los comunistas, algo que el líder socialista portugués António Costa, el actual primer ministro del país, ha intentado con cierto éxito. Pero es una propuesta difícil en la mayor parte de los países. En Francia, Mélenchon en teoría podría haber llegado a la segunda vuelta si hubiera anudado un acuerdo con Hamon, pero la jerarquía del Partido Socialista no lo permitió y Mélenchon pensó que podía arreglárselas solo. En España, Sánchez enfrenta problemas similares (además de una presunta mala química personal) si trata de llegar a un acuerdo con Pablo Iglesias, líder del partido de ultraizquierda Podemos. En Alemania, como ha descubierto el líder socialdemócrata Martin Schulz, hasta la más mínima alusión a un bloque con Die Linke, los herederos del comunismo de Alemania oriental, puede significar derrotas en los estados del oeste alemán, donde la extrema izquierda no ha hecho muchos avances desde la unificación del país. En el Reino Unido no hay una ultraizquierda útil en términos electorales con la que el laborismo pueda buscar un acuerdo.

Otra opción para los socialistas tradicionales es seguir impulsando sus tímidas agendas paliativas con la esperanza de formar coaliciones antipopulistas con la centroderecha. Es más o menos lo que hace Schulz en Alemania con miras a la elección de septiembre, y también lo que intentaron en marzo los partidos holandeses de centroizquierda. Es un camino peligroso porque, cuando los votantes pierden de vista qué es lo que un partido en verdad representa, este podría no obtener suficiente apoyo para resultar valioso siquiera como socio menor de una coalición. Es lo que le pasó al Partido Laborista holandés en la elección de marzo, y lo que hasta podría sucederles a los socialdemócratas alemanes si la canciller Angela Merkel decide buscar socios más convenientes entre las fuerzas políticas menores, tales como Christian Lindner, del Partido Democrático Liberal. Tampoco es esa una opción en el Reino Unido, dado que las coaliciones son raras en el sistema político del país.

Lo que queda, entonces, es la opción nuclear, la radicalización. Elegir líderes que hablan de impuestos y gasto, hostiles a la élite, con una retórica antiestadounidense, constituye una apuesta audaz a un fracaso existencial de las fuerzas de centroderecha, tal vez a una nueva crisis económica, al derrumbe del poder estadounidense o al repliegue de EE.UU. sobre sí, a una nueva revolución industrial que derive en una pérdida catastrófica de empleos. Después de acontecimientos de ese tipo, los votantes tienden a mostrarse dispuestos a intentar algo por completo diferente, a abrirse a grandes nuevas ideas no probadas, como un ingreso básico universal o un impuesto a los robots.

Los líderes radicalizados que eligen los socialistas también se muestran receptivos a esas ideas, y eso los ayuda a conquistar votantes jóvenes en busca de grandes ideas. La Izquierda Verde de Jesse Klaver aún no ha ganado una elección nacional en Holanda, pero los actos del partido están llenos de jóvenes entusiastas. De hecho, el éxito de Bernie Sanders entre los jóvenes estadounidenses es un faro más inspirador para el futuro que el acuerdo del gobierno de Costa en Portugal.

El gran problema de la radicalización de los socialistas es que la mayor parte de los votantes odiaría ver un acontecimiento que proporcionara una apertura a esos partidos transformados. Pero eso es problema del centro, no de ellos.

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