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Feudalización de la seguridad pública: un vacío de poder EDITORIAL

Feudalización de la seguridad pública: un vacío de poder


Decisiones como la del alcalde de Las Condes, Joaquín Lavín, o el de Calera de Tango, Adasme Valenzuela, de dotar a sus municipios de cuerpos armados para contribuir –teóricamente– a la seguridad de sus “vecinos”, van en contra del interés de la República y, además, son ilegales. Las instituciones que ejercen funciones esenciales y permanentes del Estado, como lo son la justicia y la seguridad pública, deben hacerlo sin interferencias y en un plano de autoridad y plena responsabilidad. En un Estado de Derecho, la seguridad y la justicia deben estar en manos de órganos plenamente profesionales en el ejercicio de sus competencias.

​Lo anterior es una característica esencial de los Estados democráticos modernos. Cuando la heteronomía se rompe, los derechos individuales corren el riesgo de ser una mera apariencia, y el ejercicio de la fuerza legítima del Estado puede ser usurpado por el quehacer de agentes irresponsables y fuera de control, y los ciudadanos amenazados por bandas al servicio de la discrecionalidad o arbitrariedad de algún “patrón” ilegítimo. 

La creación y mantención de cuerpos municipales armados al margen de la ley, feudaliza el poder del Estado, alejándolo de sus formas jurídicas constitucionales y de la legitimidad de origen soberano de la cual está dotado. Es por su importancia que la seguridad pública siempre es un capítulo sustancial de toda Constitución, en todo Estado democrático.

Lo que está ocurriendo en Las Condes y en Calera de Tango, y también en otras partes del país, independientemente de la orientación doctrinaria de los jefes comunales –en este caso, uno de la UDI y el otro de la Nueva Mayoría–, es un grave fenómeno de fraccionamiento y dispersión del poder legítimo del Estado, y un hecho abiertamente inconstitucional. Esto, al margen de la crisis que afecta a Carabineros de Chile, el principal cuerpo que vela por el Orden Público del país, en cuanto a la eficiencia y probidad de su desempeño.

Estos últimos problemas no deberían cuestionar la sana doctrina democrática en materia policial, aunque ponen en evidencia las actuales carencias de las fuerzas de Orden y Seguridad y las deficiencias del Gobierno en dirigirlas; problemas necesarios de ser abordados y solucionados con urgencia, pero dentro de un sistema democrático republicano de administración de la fuerza pública, y jamás faudalizándolo.

​La entrega de bastones retráctiles y gas pimienta a vigilantes municipales constituye un acto imprudente e ilegal de las autoridades edilicias, al tiempo que pone en evidencia un preocupante vacío de poder en el ámbito de la seguridad pública, que lleva a preguntarnos: ¿y dónde está la autoridad política civil que debe impedirlo? ¿Y qué están haciendo Carabineros y la PDI para enfrentar el problema?

En el caso de Calera de Tango, se ha sabido que Carabineros de Chile, a través de su Secretaría General, hizo un reclamo ante el Ministerio del Interior, del cual depende, acusando  la ilegalidad. En un oficio de fecha 14 de febrero de este año, dirigido a la Subsecretaría del Interior, la institución policial señaló tímidamente la eventual comisión de delitos. De manera inexplicable –lo que demuestra que no se gobierna con certidumbre el sector–, el Ministerio del Interior resolvió dar pasos solo de carácter administrativo, haciendo consultas a la Contraloría General de la República sobre lo hecho por el alcalde, quien de facto y con publicidad ha creado “su” policía municipal.

[cita tipo=»destaque»] La actitud pasiva del Ejecutivo, ante un hecho de vigilantismo de facto y privatización de la seguridad que demuele lo más preciado de una República, cual es el funcionamiento sano y eficiente de sus instituciones, se explica exclusivamente por el temor a que, oponerse, se convierta en un hecho político negativo que golpee aún más la popularidad del Gobierno. Hay que decirlo: en materia de funciones esenciales y permanentes del Estado y de derechos civiles y seguridad de los habitantes del país, un cálculo de tal naturaleza resulta no solo un desvarío sino también un ultraje a la democracia y a las obligaciones gubernamentales. El país tiene demasiada historia en este campo para permitir que de manera inadvertida se licúen sus instituciones.[/cita]

​El asunto se agrava cuando los vigilantes municipales portan armas, como es el caso en la comuna recién mencionada, por ser ex funcionarios policiales o de las FF.AA. autorizados por la actual legislación para ello, lo que nos lleva a preguntarnos lo siguiente: ¿por qué un ex funcionario puede andar armado por las calles? Todo indica que es hora de revisar este acápite de la legislación vigente. Para peor, y signo de confusión total, estos vigilantes lucen sus armas –cuestión ilegal– a vista y paciencia de las autoridades que deberían impedirlo, a la vez que el alcalde los bautiza como “policía municipal”.

¿Quién será el responsable cuando estos vigilantes armados se excedan y abusen de su poder contra algún ciudadano inocente? ¿Solo los vigilantes o también la autoridad edilicia? ¿Quién será el culpable cuando esta medida populista irreflexiva genere una escalada armamentista y de violencia?

Bastones retráctiles, pistolas de electrochoque, gas pimienta, esposas, son artefactos que –de acuerdo a la definición legal– constituyen armas y, por lo mismo, están prohibidos salvo las excepciones que contempla la legislación. La primera disposición del Capítulo XI de la Constitución Política, relativo a Fuerzas Armadas, de Orden y Seguridad Pública, el artículo 101, en su inciso segundo, determina: “Las Fuerzas de Orden y Seguridad Pública están integradas sólo por Carabineros e Investigaciones. Constituyen la fuerza pública para dar eficacia al derecho, garantizar el orden público y la seguridad pública interior…”, de acuerdo a sus respectivas leyes orgánicas. En el inciso siguiente refuerza la idea, determinando que esas fuerzas son profesionales, jerarquizadas y disciplinadas”.

​Es decir, cualquier cuerpo de hombres que asuma el carácter de policía o pseudopolicía, y se despliegue con ese fin, es ilegal, a menos que lo permita una ley que tenga quórum especial. Naturalmente podrá haber cuerpos de guardias de parques, inspectores de vías públicas e incluso funcionarios destinados a tareas de vigilancia y tránsito, y de coordinación eficaz con las policías, tal como lo permite la Ley de Municipalidades vigente, pero jamás policías. La Constitución es tajante en señalar que solo Carabineros e Investigaciones son las fuerzas de Orden y Seguridad Pública.

En estricto rigor, si todo lo actuado por los alcaldes se lee al tenor de la Constitución, incluyendo lo prescrito en los artículo 6 y 7 de la misma, que obligan a los órganos del Estado a actuar de acuerdo al principio de estricta legalidad, ellos debieran ser controlados penalmente y eventualmente ser obligados a abandonar sus cargos.

​Respecto a las armas, nuestra Constitución es muy clara (artículo 103): “Ninguna persona, grupo u organización podrá poseer o tener armas u otros elementos similares que señale una ley aprobada con quórum calificado, sin autorización otorgada en conformidad a esta”.

​Por más loables que pudieran parecer las intenciones de los alcaldes aludidos, lo que está ocurriendo –con la cómplice pasividad del Ministerio del Interior, órgano público llamado a impedir que ocurra– es que una de las funciones esenciales del Estado, la seguridad pública, está siendo subrepticiamente desplazada a otros cuerpos, sin atribuciones y condiciones contempladas en la Constitución. Y eso, más que ayudar a los ciudadanos, los amenaza en sus derechos, pues no existen herramientas adecuadas para controlar que tales guardias no se conviertan en instrumentos de amenaza o intimidación política o de otro orden, en manos de alcaldes.

​La actitud pasiva del Ejecutivo, ante un hecho de vigilantismo de facto y privatización de la seguridad que demuele lo más preciado de una República, cual es el funcionamiento sano y eficiente de sus instituciones, se explica exclusivamente por el temor a que, oponerse, se convierta en un hecho político negativo que golpee aún más la popularidad del Gobierno. Hay que decirlo: en materia de funciones esenciales y permanentes del Estado y de derechos civiles y seguridad de los habitantes del país, un cálculo de tal naturaleza resulta no solo un desvarío sino también un ultraje a la democracia y las obligaciones gubernamentales. El país tiene demasiada historia en este campo para permitir que de manera inadvertida se licúen sus instituciones.

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