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1925: Por la República que vendrá Opinión

1925: Por la República que vendrá

1925 marca un momento axial de nuestra historia republicana, conectando nuestro devenir constitucional con casi toda la historia política del país. Más aún, vincula al orden republicano decimonónico, con la llamada república del compromiso, durante la cual el orden político alcanza un cariz progresivamente más democrático. Si durante el siglo XIX se forma la nación chilena, el XX, gracias a las bases que asienta la Constitución del 25, se forma el pueblo en el sentido democrático de la expresión. 


Incluso con las reformas de 1989, las de Ricardo Lagos y la del sistema electoral, la Constitución de 1980 no ha logrado operar como símbolo con respecto al cual los distintos sectores políticos republicanos y democráticos puedan remitirse para aludir a un marco común, a un eje desde el cual articular la unidad más allá de las legítimas diferencias.

La carga de su origen implica que no sólo grupos extremos, sino también los más moderados de izquierda y de derecha, no puedan encontrarse en la carta, y que ésta signifique un escollo que hay que sortear, y no un fundamento desde el cual se articule una discusión sobre lo común.

Una constitución que, en el terreno simbólico, valga como base de un marco compartido es condición eficaz de un debate político que acoja las diferencias, y en rangos muy amplios, pero en un contexto donde primen la buena fe y una actitud colaborativa entre los adversarios, precisamente porque el marco de referencia ha sido consensuado y cuenta con cartas de legitimidad republicana y democrática.

Siempre habrá sectores a la derecha que operarán en una veta más recalcitrante, apegándose al discurso de economicismo, despolitización y subsidiariedad negativa. Siempre habrá sectores a la izquierda que se inclinarán hacia una politización popular desdeñosa de principios republicanos, como la representación y la división del poder. En su operación disruptiva, ambos pueden contar con el hecho de que en Chile no tengamos una constitución con un poder simbólico eficazmente unificador.

[cita tipo=»destaque»] Proponemos –ese es el esfuerzo del libro de marras– la restauración reflexiva de la Constitución del 25, incorporándole las novedades de los desarrollos constitucionales posteriores. Ella podría así volverse cimiento de un marco común que se expandiera a las fuerzas republicanas y democráticas a la izquierda y la derecha, y tuviese como punto de referencia y consideración una tradición que nos acerca a las democracias más antiguas del planeta. Tal sería la base de un diálogo y un orden político más abierto a posibles disensos en la precisa medida en que se apoya en un consenso fundamental.[/cita]

Es una tarea, entonces, de las fuerzas republicanas y democráticas –con las que nos identificamos ambos, por cierto, desde aproximaciones distintas– reflexionar explícitamente sobre este problema de partida. Si no se lo plantea, cualquier agenda de acuerdos o reformas nos remitirá, en algún momento, a gestos decisionistas, enturbiando una discusión que podría ser constructiva. Más aún, en instantes de crisis, este vacío de un consenso fundamental tenderá a dar pie a un avance de los extremos a la derecha y a la izquierda, que podría llegar a comprometer nuestra democracia.

Frente a este escollo, a este déficit de consenso, se plantea la pregunta: ¿qué hacer? 

En los gobernantes con alguna consciencia histórica existe siempre la pretensión de ser recordados por grandes obras y productos. ¿Qué más grande que una nueva constitución? Está, además, la propuesta de una asamblea constituyente. Con la modificación del sistema electoral y la incorporación del Frente Amplio en el parlamento, la propuesta queda relativizada. 

Más allá del procedimiento: ¿es una nueva constitución lo que se requiere? En nuestro libro “1925: Continuidad republicana y legitimidad constitucional” (Santiago: Catalonia 2018) discrepamos de esa idea. Ocurre que una nueva constitución sería, hasta cierto punto, operar a la sombra del padre, a la sombra de Pinochet. Pues fue Pinochet, a instancias de Guzmán, quien se atrevió a realizar algo que ni Arturo Alessandri, ni Diego Portales se sintieron facultados para hacer: proclamarse autores de una nueva constitución por medio de una absoluta decisión para instaurar un orden radicalmente nuevo. Alessandri, para la de 1925, entendió que la suya era una reforma a la Constitución de 1833 y así no rompía con la tradición más que centenaria de la república. La de 1833, a su vez, se planteó en su minuto como una reforma a la de 1828. 

Vale decir, tenemos una historia de casi dos siglos de constitucionalismo que se quiebra en 1980. Dictar una nueva constitución que deje, ahora, atrás la de 1980, para afirmarse como un orden nuevo, replicaría el gesto refundacional de Pinochet y barrería con aquella tradición republicana bicentenaria. 

En este contexto, ¿no tendría más sentido distanciarse reflexivamente de las ansias constituyentes y, antes que crear una nueva constitución, restaurar la Constitución de 1925? 

No se trata, por cierto, de desconocer la evolución constitucional de las últimas décadas, de tomar simple y ciegamente el texto y replicarlo. Volver a 1925, más que una simple referencia al texto (que debe ser modificado, por cierto), buscaría reparar en el papel simbólico de la constitución pasada. 

1925 marca un momento axial de nuestra historia republicana, conectando nuestro devenir constitucional con casi toda la historia política del país. Más aún, vincula al orden republicano decimonónico, con la llamada república del compromiso, durante la cual el orden político alcanza un cariz progresivamente más democrático. Si durante el siglo XIX se forma la nación chilena, el XX, gracias a las bases que asienta la Constitución del 25, se forma el pueblo en el sentido democrático de la expresión. 

Proponemos –ese es el esfuerzo del libro de marras– la restauración reflexiva de la Constitución del 25, incorporándole las novedades de los desarrollos constitucionales posteriores. Ella podría así volverse cimiento de un marco común que se expandiera a las fuerzas republicanas y democráticas a la izquierda y la derecha, y tuviese como punto de referencia y consideración una tradición que nos acerca a las democracias más antiguas del planeta. Tal sería la base de un diálogo y un orden político más abierto a posibles disensos en la precisa medida en que se apoya en un consenso fundamental.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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