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“Perdona nuestros pecados”: el comienzo del fin de una etapa oscura de la Iglesia chilena Opinión

“Perdona nuestros pecados”: el comienzo del fin de una etapa oscura de la Iglesia chilena

Germán Silva Cuadra
Por : Germán Silva Cuadra Psicólogo, académico y consultor
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La Iglesia nunca fue capaz de enfrentar el problema y menos asumir su gravedad. Optaron por taparlo, por desacreditar a los denunciantes. Cuando se produzcan los cambios, se ordenen las aguas y se apliquen medidas drásticas, de acuerdo al derecho canónico y la justicia chilena, siempre se recordará a Cruz, Hamilton y Murillo, que dieron un testimonio de fuerza moral que el episcopado nunca tuvo. Esperemos que los obispos hayan procesado la tremenda señal entregada por el propio Papa: estos tres hombres serán recibidos varias semanas antes que los obispos y serán huéspedes de Francisco en su propia residencia. Ellos, en cambio, llegarán avergonzados, preocupados y sacando cuentas de los casos que no fueron capaces de defender como les imponían sus cargos y, claro, pensando en qué residencia deberán pasar sus últimos años. Capaz que sea en el mismo convento en que Karadima vive cómodamente atendido por religiosas.


Esta historia tiene como protagonistas, ni más ni menos, que al Papa, obispos, sacerdotes, laicos valientes y un arzobispo detective. Intriga, misterio, mentiras, abusos, obstrucción a la justicia humana y divina. Un guión para el próximo libro de Dan Brown –ya escribió Ángeles y demonios– o una futura serie de Netflix, que podría llegar a ser tan taquillera como La casa de papel.

Hace dos meses escribí, en este mismo espacio, “Se viene el huracán Scicluna a la Iglesia chilena”. Pese a las desconfianzas de las víctimas –con justa razón–, el escepticismo de muchos actores y las conductas erráticas previas del propio Papa Francisco, la señal parecía ser muy potente. Sin duda, el exabrupto de Bergoglio en el encuentro de Iquique, en el que insistió, con un tono de rabia, que debían traerle pruebas de la culpabilidad de Juan Barros, fue la expresión de la incomodidad y molestia del pontífice por lo que vivió en su visita apostólica a nuestro país. Escasos feligreses en los actos masivos, muy poco fervor en las calles y la pieza clave: una agenda dominada por la presencia provocadora y altanera del obispo de Osorno.

Ya en el avión de vuelta desde Lima a Roma, Francisco hizo la primera inflexión respecto de esa defensa categórica de Barros que mostró por largo tiempo. De hecho, relativizó la frase expresada en el desierto chileno y la calificó de poco feliz, señalando que cuando se refería a “pruebas” había querido decir “evidencias”. Solo un par de semanas después, nombraría a Scicluna para conocer los testimonios de boca de las propias víctimas, cosa que ya habían hecho los obispos chilenos –incluido el cardenal Ezzati–, los que nunca se convencieron de la culpabilidad de Barros. La señal ahora era potente: Francisco había elegido al mayor experto en crímenes sexuales de la Iglesia católica, quien tuvo a su cargo la investigación contra Marcial Maciel, el líder de Los Legionarios, esa congregación que tantos seguidores tiene aún en Chile.

El arzobispo de Malta junto con Jordi Bertomeu realizaron una profunda investigación, la que incluso desconcertó a los obispos chilenos por la autonomía con que actuaron, incluyendo entre sus entrevistados a víctimas que iban más allá del caso Karadima. Lo cierto es que ampliaron su radio de acción a distintas congregaciones y diócesis acusadas de abusos sexuales.

De manera sigilosa y evitando declaraciones que pudieran entorpecer la misión entregada por el Papa, partieron a Roma a entregar personalmente su informe compuesto por 2.300 páginas. Sesenta y cuatro testimonios, testigos y personas abusadas durante un largo y oscuro período de esta Iglesia chilena sumida en una crisis mayor. Una Iglesia que pasó de ser la institución que mayor confianza despertaba entre los chilenos, a caer de forma abrupta en pocos años y quedar a la altura de la percepción que hoy tiene el mundo político.

[cita tipo=»destaque»]El Pontífice, en una carta que pasará a la historia de la Iglesia católica universal, y dejando atrás su desafortunada frase de que los denunciantes de Barros eran “zurdos y tontos”, habló claro y golpeado desde la convicción y tuvo la humildad de expresar su arrepentimiento y pedir perdón a aquellas personas que habían sido “crucificadas” por sus victimarios. Pero, de seguro, los 34 obispos comprendieron ese día que lo que escucharán en Roma en el mes de mayo, de boca del propio Papa, es que la historia de Barros es solo un eslabón de esta trama dramática y triste que envuelve a toda una institución que perdió el rumbo, ocultó la verdad y cometió delitos graves. Una realidad que compromete a sectores de la Iglesia que llegaron a estar divididos entre conversadores y liberales y hoy se unen en el terreno de los abusos o actos reñidos con la moral, como las adopciones ilegales de Gerardo Joannon o las conductas de Precht, Cox, Tato, O’Reilly, Karadima, entre otros.[/cita]

Pero el Pontífice tendría guardada su mejor carta. En pleno desarrollo de la 115° Asamblea de la Conferencia Episcopal, que hasta ese momento –y al igual que la gira papal– había tenido como foco de cobertura medial la presencia impávida de Barros, les enviaba una carta a los obispos chilenos que no dejaba duda de que la información recabada por Scicluna lo había hecho cambiar radicalmente de posición. Fue un texto en que Francisco expresó su dolor por las víctimas y la indignación por el engaño del que fue objeto por quienes debían informarlo usando la verdad.

Creo que los obispos chilenos entendieron que esta es una crítica brutal y directa del Papa a la Conferencia Episcopal en pleno y a su representante, Ivo Scapolo. Este último, un sacerdote que no solo defendió a Barros de manera explícita, sino que también su único informe enviado al Vaticano en estos años fue para denunciar el “exceso” de progresismo de sacerdotes como Berríos y Aldunate.

El Pontífice, en una carta que pasará a la historia de la Iglesia católica universal, y dejando atrás su desafortunada frase de que los denunciantes de Barros eran “zurdos y tontos”, habló claro y golpeado desde la convicción y tuvo la humildad de expresar su arrepentimiento y pedir perdón a aquellas personas que habían sido “crucificadas” por sus victimarios. Pero, de seguro, los 34 obispos comprendieron ese día que lo que escucharán en Roma en el mes de mayo, de boca del propio Papa, es que la historia de Barros es solo un eslabón de esta trama dramática y triste que envuelve a toda una institución que perdió el rumbo, ocultó la verdad y cometió delitos graves. Una realidad que compromete a sectores de la Iglesia que llegaron a estar divididos entre conversadores y liberales y hoy se unen en el terreno de los abusos o actos reñidos con la moral, como las adopciones ilegales de Gerardo Joannon o las conductas de Precht, Cox, Tato, O’Reilly, Karadima, entre otros.

No cabe duda que el encuentro de Roma marcará un punto de inflexión para la Iglesia chilena. Será un momento histórico, y una oportunidad enorme para empezar a dejar atrás una época negra, dolorosa y repugnante. Es muy probable que el pontífice pida a la mayoría de los obispos su renuncia, partiendo por Barros, Arteaga, Koljatic y Valenzuela, es decir, borrando el estigma Karadima de una vez. También debería dar un paso al costado el cardenal Ezzati, quien simboliza esta época de oscuridad, no solo por su complicidad pasiva ante estos hechos delictuales, sino además por no ser capaz de leer adecuadamente los nuevos tiempos, alejando a miles de católicos, especialmente jóvenes, que han escuchado de este ítalo-chileno la falta de comprensión, desprecio y escasas muestras de amor y fraternidad hacia personas que pertenecen a distintas minorías, y tomando posturas radicales frente a realidades que forman parte de un mundo en evolución. Sin duda, la comparación de “gatos y perros” que hizo de los transexuales, lo grafica en plenitud.

Pero de la mano de dar a conocer la verdad, debe existir un reconocimiento sincero de la gravedad del daño y la Iglesia ser capaz de pedir perdón y ofrecer mecanismos de reparación a las víctimas, partiendo por decir públicamente que ellos siempre estuvieron del lado de la verdad y la jerarquía chilena del lado de la mentira, el encubrimiento y los delitos. Y, luego, entregar a los abusadores y encubridores a la justicia.

Lo más duro es que hayan sido las personas que fueron abusadas las que tuvieran que develar estas aberraciones, enfrentando la incomprensión inicial –y rechazo– de aquellos que tenían un poder que sobrepasaba lo religioso. Recordemos que El Bosque era la cuna de una elite fanática que seguía a Karadima como a un verdadero Dios. Gracias al coraje, valentía y convicción de Cruz, Hamilton y Murillo es que conocemos lo que ocurrió. Ellos dieron el primer paso. En cambio, la Iglesia nunca fue capaz de enfrentar el problema y, menos, asumir la gravedad de este. Optaron por taparlo, por desacreditar a los denunciantes. Cuando se produzcan los cambios, se ordenen las aguas y se apliquen medidas drásticas, de acuerdo al derecho canónico y la justicia chilena, siempre se recordará a estos laicos que dieron un testimonio de fuerza moral que el episcopado nunca tuvo.

Espero que los Obispos hayan procesado la tremenda señal entregada por el propio Papa: estos tres hombres serán recibidos varias semanas antes que los obispos y serán huéspedes de Francisco en su propia residencia. Ellos, en cambio, llegarán avergonzados, preocupados y sacando cuentas de los casos que no fueron capaces de defender como les imponían sus cargos y, claro, pensando en qué residencia deberán pasar sus últimos años. Capaz que sea en el mismo convento en que Karadima vive cómodamente atendido por religiosas.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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