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Tolerancia

Por: Camila Andrea González Vera


Señor Director:

Somos una sociedad que se desenvuelve con diferentes matrices y colores, diferentes bemoles y tonadas, diferentes pensamientos y silencios. Es esa diferencia la que nos hace ricos culturalmente, la que nos hace llegar a consensos y tener algunas ideas ciertas: pues del choque de las ideas, nace un atisbo de la verdad.

Para nuestro código civil – curiosamente, escrito por un genio jurídico que no nació en territorio chileno – personas son, según versa el artículo 55 «todos los individuos de la especie humana, cualquiera sea su edad, sexo, estirpe o condición». Esta definición es lógica e indubitada, nadie en su sano juicio podría negar la calidad de persona a un individuo extranjero, de un rango de edad distinto, de otro sexo o de capacidades diferentes. Se complementa este artículo con el 1° de nuestra Carta Magna, que versa en su inciso 1 «las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Es asi, entonces, que una persona, tan sólo por el hecho de ser un humano, tiene libertad e igualdad, y por ende, merece respeto por parte de la sociedad chilena. Esto es algo que no puede dar lugar a equívocos, y que inclusive no cabe ser cuestionado. Y, además, si no fuera un mandato legal, esto es un mandato que va casi en lo humano e intrínseco de cada quien: respetar a otros.

Hoy vivimos en nuestro país dos hechos en diferentes lugares de nuestra geografía que , sin lugar a dudas, no pueden dejar indiferentes a cualquiera: por un lado, el ex candidato presidencial José Antinio Kast fue golpeado en el momento en que se dirigía a exponer en la ciudad de Iquique, momentos antes de pretender iniciar un encuentro con estudiantes, y en otro flanco, un trabajador de nacionalidad haitiana fue agredido en un servicentro por una clienta insatisfecha pues este «no encontraba la palta» en un dispensador, sitiéndose la clienta con el derecho de arrojar el hot-dog en su rostro. En ambas situaciones, son agredidas dos personas dentro de nuestro territorio de diferente manera, por motivos a todas luces justificados por parte de sus agresores, pero totalmente incomprensibles para un ciudadano medio y razonable.

No es baladí mencionar que por este tiempo, además, se ha hecho recurrente citar la paradoja de la tolerancia o la paradoja de Popper, aduciendo a que esta expresa que se debe prohibir todo argumento que sea intolerante o que incite al odio, justificando de esta manera cualquier violencia física para con quien, a juicio personal de quien la ejerce, considere «intolerante». En este razonamiento, se deja de lado un importante y no menor supuesto de esta paradoja, el cual versa, en palabras del mismo Popper que «Con este planteamiento no queremos significar, por ejemplo, que siempre debamos impedir la expresión de concepciones filosóficas intolerantes; mientras podamos contrarrestarlas mediante argumentos racionales y mantenerlas en jaque ante la opinión pública, su prohibición sería, por cierto, poco prudente.»

El odio es nocivo, y en eso estamos todos de acuerdo. Quienes lo inciten, también lo son. Pero responder al odio con violencia, en una sociedad en donde somos personas racionales, en la cual elegimos a nuestros gobernantes con una democracia que nos ha costado años ganar, y en donde nos movemos con diferentes libertades amparadas por la ley, recurrir a la violencia es un supuesto que nos hace perder cientos de años de evolución. Hoy, en una era en donde tenemos información literalmente en las palmas de nuestras manos, libros por doquier y libertad de reunión para conversar con otros individuos nuestras posiciones, no hacer un mínimo esfuerzo por esgrimir un argumento para constituir un diáologo, es francamente, incomprensible.

Si alguien cree legítimamente que por pensar diferente o ser distinto es válido recurrir a los golpes y a la violencia de cualquier tipo, no queda más que dudar seriamente de su capacidad real para conducirse en una sociedad civilizada y democrática.


Atte.

Camila Andrea González Vera
Abogada, Universidad de Chile

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