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La lucha de clases en los tiempos de Pizza Hut Opinión

La lucha de clases en los tiempos de Pizza Hut

Noam Titelman
Por : Noam Titelman Ex presidente FEUC, militante de Revolución Democrática y coordinador del Observatorio de Educación en Chile, de la Fundación RED-
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En un proyecto actual de redistribución del poder, para alcanzar una auténtica democracia, un Estado de bienestar moderno con conciencia socialdemócrata es crucial. Esto no consiste simplemente en construir más Estado, sino más bien en desneoliberalizar la forma en que el Estado se relaciona con la sociedad, sin caer en el error de presentar el estatismo como solución-comodín a todos los problemas sociales. En la época de Pizza Hut no se ha superado la lucha de clases. Todo lo contrario, la desigualdad económica subyacente se ha agudizado y dependerá del surgimiento del socialismo democrático del siglo XXI el conseguir retomar una interrumpida senda de profundización democrática conducente a más paz y justicia.


En 1997 Mijaíl Gorbachov, el último jerarca soviético, sorprendió al mundo apareciendo en un comercial televisivo de Pizza Hut. El aviso muestra cómo la presencia de Gorbachov en un local de dicha cadena motiva una discusión entre los comensales sobre su legado económico. Finalmente, una anciana destaca que están comiendo Pizza Hut gracias a las gestiones del –alguna vez– secretario general del Partido Comunista. Ante esto, todos responden reconociendo este gran avance, levantando sus pedazos de pizza y brindando “¡por Gorbachov!”.

Cuando se le preguntó a Gorbachov por qué había accedido a realizar este mensaje publicitario, simplemente respondió: “Pensé que era un tema para la gente –la comida–. Por eso mi nombre funciona para el beneficio de los consumidores, al diablo con ello… Puedo arriesgarlo”. Este episodio, menos conocido que las imágenes esperanzadoras de la caída del Muro de Berlín, tiene igual, si no más, relevancia simbólica. Si la caída del muro que separaba a Berlín Oriental del Occidental reflejaba materialmente la caída del proyecto soviético y sus horrores, Grobachov en Pizza Hut bien podría reflejar la caída estrepitosa, ya no tan solo del proyecto de los socialismos reales de Oriente, sino también el derrumbe de un tipo de proyecto político en Occidente: el fin de la socialdemocracia.

Resulta extraño fechar la caída de la socialdemocracia en 1997, cuando aún hoy subsiste la mayoría de los partidos que sostuvieron esa doctrina como su principal bandera. Es más, en vista del magro resultado que han obtenido en el último tiempo los tradicionales partidos de la centroizquierda, se ha vuelto lugar común hablar de una “crisis de la socialdemocracia”. Sin embargo, lo que el mundo está viviendo no es la crisis de la socialdemocracia. Los tradicionales partidos de la centroizquierda están pasando por un difícil momento electoral, pero esta crisis no es la crisis de la socialdemocracia, porque esta tuvo su crisis, casi terminal, en los 90. Crisis que llevó a los partidos que históricamente la habían levantado a reemplazarla por otras ideas, que pueden resumirse en la “tercera vía”.

¿Cuál es la diferencia entre la socialdemocracia y la tercera vía? Para responder esa pregunta habría que comenzar por explicar el proyecto socialdemócrata.

En realidad, bajo el término “socialdemocracia” se han fraguado proyectos políticos radicalmente diferentes. En un comienzo el partido socialdemócrata era el partido socialista y marxista por excelencia en Europa (ejemplo paradigmático de esto es el SPD alemán). Sin embargo, rápidamente adopta como sello la vía democrática como eje central del avance en sus luchas. Es, en resumidas cuentas, la idea de “lucha de clases por y en democracia” la que termina formando su ideario central. El siguiente elemento fundacional en su ideario fue el del “Estado de bienestar”.

Siguiendo la conocida clasificación de Esping-Anderson, habría que entender el origen del Estado de bienestar muy lejos de la socialdemocracia y más bien cercano a su versión conservadora, como fue implementado originalmente en Alemania.

El Estado de bienestar en su versión conservadora fue el intento, por parte de las elites, de alcanzar dos objetivos. Por un lado, evitar el surgimiento de movimientos revolucionarios y, por otro lado, evitar la “comoditación” del trabajo que traía el mercado, para mantener las jerarquías y órdenes tradicionales de la familia. En este sentido, el foco del Estado de bienestar conservador estaba en el fomento del espacio familiar y la conformación de “seguros sociales”. Esta forma de seguro suponía que todos los trabajadores pagan una cuota de sus sueldos, en sus momentos productivos, para cubrir a los trabajadores y sus familias que, en algún momento, caían en una desgracia.

En cambio, cuando el Estado de bienestar es incorporado al programa socialdemócrata, este es concebido como mucho más que una serie de seguros sociales que garantizan un mínimo de vida. Los Estados de Bienestar socialdemócratas se configuraron con la consolidación de movimientos obreros en plataformas partidarias que lograron, una vez que conquistaban el gobierno por vía democrática, consensuar con las elites económicas nuevos términos para la distribución de poder. En su reivindicación de una distribución justa de lo que se produce en una sociedad, el Estado de bienestar en el programa socialdemócrata es un instrumento para, sobre todo, repartir poder. Un Estado de bienestar socialdemócrata sería uno donde se democratiza la economía, tanto en términos de la repartición de la riqueza, como de la toma de decisión sobre el modelo de desarrollo (el clásico ejemplo de esto es Dinamarca).

Un ejemplo de esta diferencia entre el Estado de bienestar conservador y socialdemócrata puede verse en el caso de las pensiones. Un sistema basado únicamente en el reparto implica que trabajadores de hoy financian a los trabajadores de ayer y, si se le agrega una componente solidaria, trabajadores de mayores ingresos ayudan a financiar las pensiones de trabajadores de menores ingresos. Si bien este aspecto puede estar incluido en un sistema de pensiones progresista, esta lógica omite una respuesta a la brecha distributiva definida en términos de clases sociales, que debiese ser el foco de un proyecto socialdemócrata: el traspaso desde las rentas de capital (vía impuesto a las utilidades del capital) para las pensiones de los trabajadores.

[cita tipo=»destaque»]Un ejemplo de esta diferencia entre el Estado de bienestar conservador y socialdemócrata puede verse en el caso de las pensiones. Un sistema basado únicamente en el reparto implica que trabajadores de hoy financian a los trabajadores de ayer y, si se le agrega una componente solidaria, trabajadores de mayores ingresos ayudan a financiar las pensiones de trabajadores de menores ingresos. Si bien este aspecto puede estar incluido en un sistema de pensiones progresista, esta lógica omite una respuesta a la brecha distributiva definida en términos de clases sociales, que debiese ser el foco de un proyecto socialdemócrata: el traspaso desde las rentas de capital (vía impuesto a las utilidades del capital) para las pensiones de los trabajadores.[/cita]

Hacia fines de los 70, la disputa entre el Estado de bienestar en su versión conservadora y en su versión socialdemócrata fue desplazada por los gobiernos conservadores de Reagan en Estados Unidos y, sobre todo, de Thatcher en Reino Unido. No obstante, sería solo luego de la caída de la Unión Soviética, cuando las elites ya no temían un resurgimiento de movimientos revolucionarios, que los verdaderos cambios radicales al Estado de bienestar comenzaron a materializarse con una serie de reformas que incluyen: disminución de la carga tributaria, incorporación de lógicas de mercado al funcionamiento del Estado (New Public Management), focalización progresiva del gasto social y la incorporación del mercado a la provisión de bienes públicos, por medio de subsidios dirigidos.

La tesis principal de esta filosofía se podría resumir en las ideas de Giddens y en la ejecución política de Tony Blair (en Chile se la asocia con el Gobierno de Ricardo Lagos). Estos pretendieron sintetizar un punto de encuentro entre el socialismo y capitalismo, que superara las disputas del pasado. Envalentonados por la emergencia de una capa de la sociedad, compuesta por los hijos de trabajadores que, mediante nuevas habilidades técnicas y profesionales, habían logrado superar las fronteras de la pobreza, los propulsores de la tercera vía se imaginaron un mundo de “clase media”. Es decir, habiéndose superado, supuestamente, las contradicciones entre capital y trabajo, gracias a la abundancia que trajo el capitalismo, el nuevo desafío de las fuerzas progresistas se habría trasladado a disputas “posmateriales”, como la defensa de la diversidad y la preservación de la naturaleza.

Según estos líderes, la sociedad de la escasez había dado paso a una sociedad de la abundancia, en que los debates entre izquierda y derecha de antaño ya no tendría sentido. Además, las nuevas tecnologías, junto con la caída definitiva de la Unión Soviética, prometían un mundo de armonía social con libertad individual, para que cada miembro de la sociedad se embarcara en su odisea como “emprendedor” de su vida. En este mundo, los rígidos esquemas del Estado de bienestar (tanto en su versión conservadora como socialdemócrata) y los espacios tradicionales de socialización como el sindicato y el partido, serían resabios, prontos a ser superados.

Esta visión ha dominado en décadas recientes los principales debates políticos, sociales, culturales y económicos del mundo. La mayoría de los tradicionales partidos de la socialdemocracia, quedaron completamente subsumidos en este conformismo optimista ingente, durante los 90 y comienzos del 2000. Era la época de glorificación del consumo y de un esperado “fin de la historia”. Era la época de Pizza Hut y la “tercera vía”.

Sin embargo, los resultados de la era de la tercera vía han estado lejos de los prometidos. Disfrazado en este discurso de “renovación”, se generó uno de los mayores retrocesos, en términos de justicia y libertad social, de la historia reciente: el desmantelamiento de los progresos del Estado de bienestar. Así lo demuestran las recientes cifras que presentan una concentración de la riqueza similar a la que observábamos a comienzos del siglo XX, con una aumentada brecha entre salarios y productividad. Por ejemplo, entre 1973 y 2014, mientras la productividad del trabajador estadounidense crecía del orden de 72.2%, su ingreso por hora apenas crecía en 8.7%. No solo eso, por primera vez en Estados Unidos, una generación está siendo más pobre que la que le precedió y con menor expectativa de vida. La contraparte de esto es la creciente concentración del ingreso en el capital.

Cuando hace algunos años a Warren Buffet se le preguntó por las críticas que recibía acusándolo de fomentar la lucha de clases (por pujar por una tributación progresiva), el tercer hombre más rico del mundo respondió: “Lo único cierto es que, si hay lucha de clases, la estamos ganando nosotros”. En estos tiempos en que, junto a la desigualdad creciente entre trabajo y capital,  a la centroizquierda y la izquierda, en Chile y varios lugares del mundo, les está tocando asumir derrotas electorales estrepitosas, se abre la oportunidad de reflexionar y reconstituir un socialismo democrático para el siglo XXI. Un socialismo democrático que se atreva a superar las añejas y estrechas formulas de la tercera vía, proponiendo nuevas y mejores respuestas a los dilemas sociales. Y, en ese contexto, parece necesario volver a hablar de al menos dos elementos claves: las clases sociales y el programa socialdemócrata del Estado de bienestar.

Cuando Gorbachov explicaba su aparición televisiva apelando a los consumidores como representantes equivalentes de las aspiraciones de las mayorías, lo más relevante es a lo que no apela: a los trabajadores asalariados. Volver a reconocer que la distribución de la riqueza no es aleatoria, sino que el 1% más rico de una sociedad capitalista, siempre y sin excepción, recibe su ingreso de las rentas del capital, no solo tiene importancia para políticas redistributivas de la riqueza, sino que es importante también para la visión de democracia que se postula. Conlleva reivindicar la redistribución de poder entre trabajo y capital.

Pero un socialismo democrático para el siglo XXI no puede ser calcado del siglo XX. Una discusión sobre la distribución democrática del poder tiene que tomar en cuenta las crecientes diferencias entre trabajadores calificados y no calificados, la proliferación de microempresarios y trabajadores autoempleados: ese 99% es mucho más complejo y diverso que en el siglo XX.

Asimismo, uno de los primeros desafíos es lograr explicar que, pese a la abrumadora diferencia que puede observarse entre el trabajador que gana sueldo mínimo, el dueño de una Pyme y el gerente de una empresa, la verdadera diferencia sustancial se da entre todos ellos y el dueño de empresas que es parte del 1% de la elite donde se concentra abrumadoramente el poder económico.

En un proyecto actual de redistribución del poder, para alcanzar una auténtica democracia, un Estado de bienestar moderno con conciencia socialdemócrata es crucial. Esto no consiste simplemente en construir más Estado, sino más bien en desneoliberalizar la forma en que el Estado se relaciona con la sociedad,  sin caer en el error de presentar el estatismo como solución-comodín a todos los problemas de la sociedad. En efecto, se requiere un Estado de bienestar que busque empoderar a las clases desfavorecidas, no sustituirlas, reconociendo la importancia de que desde la sociedad surjan formas de organización y producción, sin tutelaje estatal.

En la época de Pizza Hut no se ha superado la lucha de clases. Todo lo contrario, la desigualdad económica subyacente se ha agudizado y dependerá del surgimiento del socialismo democrático del siglo XXI el conseguir retomar una interrumpida senda de profundización democrática conducente a más paz y justicia.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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