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“Países de mierda”


“¿Por qué estamos recibiendo a personas de estos países de mierda?” Con la violencia que lo caracteriza, este fue el más reciente “exabrupto” que Donald Trump espetó a un grupo de legisladores en el Despacho Oval, mientras se discutía la posibilidad de restablecer protecciones a ciudadanos de Haití, países africanos y El Salvador, a quienes se les canceló el beneficio de un estatus migratorio temporal (TPS). Precisamente, su declaración ocurrió sólo días después que su administración decidiera la suspensión del TPS para El Salvador, dejando a 200.000 personas que hasta el pasado 8 de enero eran residentes legales, en un limbo con respecto a su estatus migratorio: en los próximos dieciocho meses les queda la difícil tarea de intentar regularizar su situación, regresar, o bien permanecer indocumentados con el consiguiente riesgo de la deportación.

A nadie debiese sorprender que la persona más poderosa del mundo demuestre abiertamente su racismo e ignorancia con la misma desfachatez exhibida durante su campaña. La ausencia de todo pensamiento crítico es exaltado como una virtud por aquellos que consideran estar siendo invadidos por una horda de bárbaros. En todo caso, como lo hizo el propio Trump en la mentada reunión, habría que distinguir entre los bárbaros buenos y malos. Los primeros podrían ser, por ejemplo, los noruegos sobre los cuales señaló que EE.UU. estaría presto a recibir un contingente mayor. Los segundos, claro está, yacen al sur del Río Bravo, Haití, África y un conjunto de países del Medio Oriente que se engloban –con un cómodo facilismo cultural- como musulmanes. A estas alturas es obvio que el problema migratorio no versa sobre la pérdida de empleos de la clase trabajadora a manos de los inmigrantes indocumentados. Lo que realmente molesta y enerva a esta administración y sus férreos defensores, es la llegada de personas que tienen una cultura y un color de piel que difiere del idealizado núcleo identitario blanco y anglosajón.

Por tanto, a ojos de Trump, EE.UU. hace un acto de caridad con estos “shithole countries”. No corresponde, según el magnate, mantener un programa con fines humanitarios para estos ciudadanos de naciones que no valen ningún peso. Los inmigrantes de estos países traerían consigo el estigma de la indignidad, pobreza, crimen, narcotráfico y distintos credos religiosos, todos elementos que atentarían contra el bienestar y estabilidad de EE.UU. Este sentir, entre otro conjunto de pulsiones sublimadas y atizadas durante la campaña presidencial, fueron piedra angular de su victoria. Y es que Trump y su base más radicalizada han tenido plena libertad en el último tiempo para jugar con su inconsciente. Este grupo, liderado por un presidente que considera oportuno bromear sobre el tamaño de su “botón nuclear”, fantasea con la imagen de un Otro al cual hay que anular para retornar a EE.UU. al sitial que “merece” (Make America Great Again). Pero en realidad no hay que engañarse. En este juego de espejos, es la propia versión devaluada del atacante la que es proyectada sobre quienes pasan a ser víctimas del racismo. Los matones buscan exorcizar sus propios demonios y para esto tienen a los inmigrantes concebidos como individuos deficitarios. El inmigrante degradado en su dignidad se transforma en blanco fácil para disparar etiquetas, insultos, vejámenes y en última instancia, actuar sobre esas pulsiones, como lo demostró la muerte de Heather Heyer atropellada en Charlottesville a manos de un supremacista blanco.

En todo caso, es pertinente aclarar que la pesadilla que atormenta a tantos (el supuesto declive demográfico de un EE.UU. blanco, anglosajón y protestante) no es para nada novedosa. Por de pronto, la National Origins Act de 1924 estableció cuotas migratorias con el fin de no alterar la composición étnica del país. Para ello se fijó el porcentaje de cupos anuales, correspondientes al 2% de la población de ese país viviendo en EE.UU. El cálculo se hizo en base al censo de 1890, evitando utilizar el último censo disponible de 1910, logrando con esto sobrerrepresentar a la por entonces migración “deseable”: británicos, alemanes, escandinavos e irlandeses principalmente. En esos años se sabía que, tras el fin de la Primera Guerra Mundial, aumentaría el flujo migratorio de naciones de Europa meridional y oriental. Las teorías raciales y eugenésicas en boga, estereotipaban a estos inmigrantes como ignorantes, enfermos e inclinados a gobiernos autoritarios. Muchos de estos potenciales inmigrantes eran además judíos y también rusos, siendo estos últimos asociados con el comunismo luego de la Revolución de 1917. Los tres millones de miembros del Ku Klux Klan también demandaban la exclusión de católicos y judíos. Sindicatos e incluso la National Association of Manufacturers y la U.S. Chamber of Commerce estuvieron de acuerdo con la aplicación de estas cuotas. Junto con esto, la ley excluyó toda migración asiática con excepción de Filipinas, por entonces colonia de EE.UU. ¿Alguien podría imaginar el EE.UU. actual sin el aporte que han hecho italianos, polacos o japoneses, para mencionar sólo a algunos de los otrora shitholes? Finalmente, no es azaroso que la National Origins Act de 1924 no restringiera la migración de los países del continente americano. Como señalan Scott y Cook en “Culling the Masses: The Democratic Origins of Racist Immigration Policy in the Americas”, el 44% de la inversión estadounidense en el exterior se concentraba por aquel entonces en América Latina y el 27% en Canadá.

[cita tipo=»destaque»]Estamos en presencia de un patrón evidente que revela su racismo y la convicción que hay seres humanos superiores e inferiores. Es por eso que, cuando a mediados del año pasado Trump afirmó que la mayoría de los haitianos que estaban llegando a EE.UU. tenían sida o que los nigerianos quedarían obnubilados luego de abandonar sus chozas, sus opiniones deben ser tomadas como un crudo sinceramiento de lo que realmente piensa.[/cita]

Lo interesante es constatar la increíble persistencia de los mismos miedos de antaño en la mente de Trump y parte de su electorado. En ese contexto, Trump se pregunta por qué EE.UU. recibe a personas de estos países de mierda. Pudiese partir por comprender que los programas humanitarios son consensos civilizatorios, afianzados en la experiencia histórica, en virtud de los cuales hay seres humanos en situaciones vulnerables que son protegidos de catástrofes naturales o guerras (como de hecho está concebido el TPS). Despejada esa duda, también podría seguir indagando si acaso EE.UU. tiene alguna cuota de responsabilidad para explicar los problemas políticos e institucionales de esos países. A modo de ejemplo y ya que fue mencionado, podría partir viendo de qué forma su país contribuyó a financiar una guerra civil de doce años en El Salvador, que terminó tan sólo en 1992 y cuyo resultado se tradujo en alrededor de 75 mil muertos. Quizás (y sólo quizás), podría enterarse que los salvadoreños que cruzan la frontera sur de los EE.UU. en realidad están sujetos a un desplazamiento forzado producto de la violencia endémica de las pandillas (maras) que han secuestrado parte de ese país. Que el viaje de estos “mojados” no es ni feliz ni placentero sino una miseria. Porque al fin y al cabo estas personas huyen de la misma mara salvatrucha (MS-13) sobre la cual él alardea que está deportando en masa a El Salvador. Es la misma mara que viola a niñas cuando “están en edad” sin que sus padres puedan oponerse. Es la misma mara que asesina desperdigando cuerpos desmembrados en fosas, la que obliga a jóvenes –so pena de muerte- a unírseles, la que extorsiona a los pobres y que tiene un férreo control del negocio de la droga. Y si es que estas personas logran abandonar con vida el país, todavía les resta las penurias que pueden enfrentar en la ruta Guatemala-México, donde existen zonas completamente dominadas por cárteles de drogas como los Zeta, quienes asesinan a estos inmigrantes cuando el “coyote” que los transporta hacia EE.UU. no paga la cuota para transitar por esa zona.

Pero no nos hagamos muchas ilusiones, especialmente viniendo de alguien que ha dicho que no lee nada porque con su sentido común basta y sobra para llegar a las conclusiones correctas. Es palmario que sus frases no son anécdotas aisladas, ni tampoco se reducen a una estrategia de campaña reeditada para desviar la atención sobre su cuestionada salud mental. Estamos en presencia de un patrón evidente que revela su racismo y la convicción que hay seres humanos superiores e inferiores. Es por eso que, cuando a mediados del año pasado Trump afirmó que la mayoría de los haitianos que estaban llegando a EE.UU. tenían sida o que los nigerianos quedarían obnubilados luego de abandonar sus chozas, sus opiniones deben ser tomadas como un crudo sinceramiento de lo que realmente piensa. De ahí que sus llamados a una “reforma migratoria comprensiva” no impliquen una reflexión seria para comprender de qué forma la identidad de EE.UU. inexorablemente estuvo y está ligada con los inmigrantes que lo han constituido como nación. Así como tampoco se detendrá a pensar que los países de mierda sólo pueden existir en la mente de un racista incapaz de valorar la dignidad humana. Por el contrario, todo parece indicar que, en los restantes años de su mandato, habrá que retornar de tiempo en tiempo sobre aquella frase de Martin Luther King Jr., según la cual “nada en el mundo es más peligroso que la ignorancia sincera y la estupidez concienzuda”.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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