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Sobre algunas críticas al proyecto de ley de institucionalidad para la ciencia, la tecnología y la innovación

Por: Pablo Astudillo Besnier


Señor Director: 

La tramitación del proyecto de ley que promueve una nueva institucionalidad para la ciencia, la tecnología y la innovación (CTI) -creando mucho más que solo un ministerio, vale recordar- ha implicado en días recientes el surgimiento de nuevas críticas (incluyendo las expresadas en este mismo medio), que ponen en riesgo la continuidad del proyecto, toda vez que desde el sector que asumirá el gobierno en marzo no han existido señales públicas (al menos ninguna convincente) que indiquen que se continuará apoyando su avance y posterior instalación. Sin embargo, cabe admitir que algunas de las críticas que se han escuchado en días recientes pueden ser atendibles, y es necesario que el gobierno ofrezca las respuestas necesarias.

 

  1. a) Una crítica ampliamente difundida es la de que el proyecto deja fuera la investigación en artes y humanidades. La crítica es excesiva e imprecisa, puesto que estas áreas del conocimiento sí se mencionan en el proyecto, aunque tal vez no son mencionadas en la forma y frecuencia esperadas por representantes de estas áreas. Por ejemplo, en el artículo que define el “Sistema Nacional de CTI” para efectos del proyecto, se menciona claramente “la generación de conocimiento en las diversas disciplinas del saber”, enfatizando de esta forma que no existen áreas que queden explícitamente fuera de la nueva institucionalidad. Sin embargo, en otros artículos se hace una alusión genérica a “ciencia, tecnología e innovación” (esta última de base científico-tecnológica, para diferenciarlas de otros tipos de innovación cuyo emplazamiento institucional es más apropiado en los ministerios sectoriales pertinentes), lo que deja lugar a posibles dudas.

 

Este punto se podría resolver si el proyecto definiera claramente, en el segundo artículo, lo que se entenderá por investigación y ciencia para efectos del proyecto, empleando como base alguna definición de algún organismo internacional, evitando de esta forma las menciones a áreas y disciplinas particulares en el cuerpo del proyecto. Por otro lado, cabe recordar que uno de los objetivos que busca el proyecto es dar un lugar de mayor relevancia cultural y política a la ciencia y la innovación, y por ende es imprescindible que estas formen parte del nombre de la nueva institucionalidad en todos sus niveles, aunque es posible que una concesión a una de las demandas en discusión sea la inclusión de la palabra “investigación”, para transformarlo en un “Ministerio de Ciencia, Investigación, Tecnología e Innovación”.

 

  1. b) Otra crítica -que no ha sido suficientemente debatida- ha sido la de la supuesta falta de financiamiento de la futura institucionalidad. Aquí cabe distinguir la discusión sobre el presupuesto para la instalación de la nueva institucionalidad, un aspecto cubierto por el proyecto (y que, por ende, no amerita más comentarios), y el financiamiento de la investigación científica en Chile. Considerando que algunas críticas recientes sí se han referido a este segundo punto, es necesaria una reflexión al respecto.

Es un hecho que la ciencia chilena vive una grave crisis de financiamiento, y es evidente que ninguna institucionalidad logrará hacer bien su labor con los niveles actuales de inversión en I+D. Sin embargo, es importante aclarar que lo que se está discutiendo es un proyecto de institucionalidad, no uno de presupuesto. Seguramente esta acotación podrá ser interpretada como una defensa del proyecto de ley, pero es importante señalar la complejidad de la discusión sobre un mecanismo de financiamiento de la I+D y, por ende, de lo inapropiado que resultaría incluir de forma “express” una propuesta de financiamiento, escasamente discutida por los actores pertinentes, en la actual tramitación del proyecto de institucionalidad.

 

Por otro lado, cabe preguntarse si es deseable condicionar el apoyo al proyecto a la inclusión de un mecanismo de financiamiento, sin antes contar con una política nacional de CTI. Necesitamos una política de CTI que entregue orientaciones sobre cómo podemos asignar recursos de mejor manera para cumplir ciertos objetivos, en lugar de exigir un mecanismo de obtención de recursos sin dicha hoja de ruta. En este sentido, debemos recordar que una de las tareas más importantes de la institucionalidad en discusión es precisamente la de proponer una nueva política nacional de CTI y de “aterrizarla” en un plan de acción, renovando la instancia de orientación estratégica (la que se ha denominado coloquialmente “CNIC 3.0”), y estableciendo por ley un comité interministerial como espacio de coordinación, presidido por un ministro o ministra de CTI que tendrá todos los incentivos para hacer bien su labor (sería difícil calificar este esquema de “engorroso”, en especial cuando se ordenan y establecen claramente las funciones de cada elemento del sistema). Cabe recordar que, con la institucionalidad actualmente existente, Chile no ha contado con una política definida y explícita de fomento de la ciencia en los últimos años, evidenciando de forma elocuente la urgencia del actual proyecto en discusión para avanzar en materia de financiamiento.

 

El proyecto de ley, por diseño, no dice nada acerca del financiamiento de la ciencia (a excepción de los recursos para su instalación y menciones a instrumentos). Pero si la demanda por un mecanismo de financiamiento entrampará de forma permanente el avance hacia una nueva institucionalidad, se hace urgente concebir un mecanismo que ofrezca una salida a este dilema. Una posibilidad es incluir, en el artículo que define los contenidos mínimos de la política nacional (Art. 18), la indicación de que dicha política sea acompañada de un plan de financiamiento para el período de gobierno respectivo. Otra opción es que se establezca el acuerdo de que el futuro ministerio convoque a una mesa técnica de trabajo, amplia y participativa, cuya tarea sea la de proponer una ley de financiamiento a la I+D (tomando en cuenta la política nacional de CTI y un diagnóstico actualizado de los actuales problemas en materia de recursos). Esta opción pareciera ser más adecuada, puesto que nuestro actual sistema de financiamiento necesita, en primer lugar y como condición previa y excluyente, una urgente evaluación de sus instrumentos y programas.

 

Por ejemplo, no hemos discutido aún qué hacer con el programa Fondecyt, el que claramente se encuentra colapsado en términos de demanda. Es necesario evaluar cómo optimizar el uso de los recursos, si es necesario establecer posibles límites de financiamiento público para investigadores en ciertas etapas de su trayectoria, o la posibilidad de combinar instrumentos, eliminarlos y/o crear otros. Se debe estudiar, además, si el actual sistema basado en la competencia entre proyectos se complementará con uno basado en aportes directos a instituciones o investigadores. Se debe analizar también el futuro de los centros de investigación, incluyendo qué tipos de centros, en qué áreas y temas, con qué instrumentos, si sus investigadores deben acceder o no a otros tipos de financiamiento, etcétera. Y debemos agregar a este análisis otros aspectos tan importantes como el enfoque de género, el incentivo a la participación del sector privado, la creación y/o fortalecimiento de institutos de investigación del Estado, las becas de postgrado, etcétera. Por otro lado, condicionar cualquier posible proyecto de financiamiento a indicadores como el crecimiento económico o el precio del cobre, entregaría una muy mala señal: la de que la investigación científica es un lujo que solo podemos darnos cuando el ciclo económico es favorable.

 

La discusión sobre el financiamiento a la I+D es compleja, y condicionar el apoyo al actual proyecto a la existencia de un plan de financiamiento, sin antes discutir estas cuestiones tan importantes y urgentes, y en especial sin una política de CTI que oriente el debate, parece más bien una demanda irreflexiva por más recursos. El actual panorama de falta de recursos contamina toda la discusión, es cierto, pero esto no debiera llevarnos a perder el foco en la mirada de largo plazo. Solo con una nueva institucionalidad, con capacidades y el mandato para establecer orientaciones estratégicas y los lineamientos de una nueva política, contaremos con una instancia de alto nivel para poder impulsar esta discusión tan urgente y necesaria. Muchos queremos ver una ciencia nacional con condiciones apropiadas para su desarrollo, pero poner en riesgo la creación de una nueva institucionalidad para demandar más recursos no es el camino para conseguir este objetivo. Y esto nos lleva a recordar que la nueva institucionalidad no es el fin, sino el principio de un proceso de necesaria reforma a nuestro sistema nacional de CTI, y sería ilógico esperar que esta ley resuelva todos los problemas de la ciencia chilena.

 

  1. c) Otro aspecto del proyecto que ha causado críticas es el de la institucionalidad regional. El proyecto originalmente consideraba la existencia de “macrozonas”, pero la presencia de una SEREMI en cada región parece ser una solicitud apoyada ampliamente, y por ende se hace necesario discutir un mecanismo que permita su instalación. Por otro lado, cabe recordar que en un futuro cercano serán las regiones las que eventualmente contarán con la atribución de generar sus propias políticas regionales de CTI. En ese escenario, la figura de la SEREMI sería más bien una de apoyo técnico y de vinculación y coordinación con el futuro ministerio. Además, la ciencia en Chile presenta una gran disparidad regional. Por ende, es necesario evaluar la posibilidad de que la instalación de las SEREMIs sea progresiva, en especial considerando que se espera una mejor situación de la economía en los próximos años. Una opción es que esta instalación se ejecute progresivamente durante el próximo período de gobierno, con cuatro nuevas SEREMIs cada año, partiendo por las regiones que cuentan con una mayor productividad científica (para apoyar los esfuerzos ya existentes en dichas regiones), e incorporando recursos para la instalación de las siguientes en la ley de presupuestos de cada año. Quedaría por resolver el tema de la generación de las políticas regionales, pero se podría entregar al ministerio la tarea de desarrollar dichas políticas mientras se aprueba e implementa una ley que entregue estas atribuciones a los gobiernos regionales.

 

  1. d) Finalmente, cabe hacer un comentario sobre la crítica del llamado “resguardo de la estrategia”. En Chile, un consejo como el propuesto (el “CNIC 3.0”) tiene la labor de entregar orientaciones y una mirada de largo plazo, algo que el actual Consejo de Innovación realizó recientemente con su última estrategia. Es este el contexto en el que se debe evaluar el proyecto de ley, puesto que no es su objetivo realizar una reforma al Estado para modificar el “presidencialismo” del país ni cambiar las atribuciones que la normativa legal hoy entrega a los ministerios.

 

Siendo este el escenario, cabe preguntarse qué tipo de consejo es el que nos podría asegurar la mirada más amplia y de mayor legitimidad (y, por ende, que promueva la aceptación, valoración y “resguardo” de la estrategia nacional de CTI). Esta no necesariamente estará dada por un consejo dominado por los científicos, y en ningún caso solo con científicos “de trayectoria” o de “renombre”. Es importante que diversos sectores sí estén considerados; por ejemplo, sería inconveniente que organismos de la ciencia y la sociedad civil no tengan un espacio, especialmente ahora que diversas agrupaciones se han organizado en torno a temas tan relevantes como la problemática de género, la precariedad laboral en la ciencia, o la situación de los investigadores e investigadoras en formación. Estas y otras organizaciones pueden entregar una visión valiosa acerca de desafíos que no están necesariamente en la lista de prioridades de científicos en etapas avanzadas de su trayectoria profesional.

 

Por otro lado, no podemos pedirle al proyecto que haga lo que debiéramos esperar de la clase política. Podemos trabajar para que exista una institucionalidad de alto nivel que pueda generar políticas, gestionar recursos e impulsar el desarrollo de la CTI, pero no podemos obligar por ley a que los gobiernos tengan la convicción de la importancia y necesidad de la investigación científica. No es la ley la que debe tener “espíritu”, sino que el Estado, y en este sentido la clase política debe hacerse responsable de su labor en materia de CTI, y aceptar el juicio que se haga de dicha labor.

 

Esta discusión nos lleva de vuelta al problema del financiamiento. Ciertas directrices específicas acerca de cómo se financiará la ciencia (por ejemplo, si se dará prioridad a concursos, a subsidios o a beneficios tributarios, y si se definirán ciertas áreas o sectores) en cierta medida son también una materia de definición de la política de CTI, y por ende corresponde que cada gobierno las establezca. Ojalá logremos alcanzar acuerdos y una mirada de largo plazo sobre este tema, pero en la práctica no es el objetivo de este proyecto el entregar dicho acuerdo.

 

Un Premio Nacional de Ciencias dijo en una entrevista en días recientes que el futuro ministerio podría ser “un desastre mayor, como el Transantiago”. Lo único que se ve hoy como un posible “desastre mayor” es arriesgar la oportunidad única que hoy tenemos para avanzar hacia una nueva institucionalidad, perseverando de esta forma en un diseño que en lo central data de hace medio siglo y que, pese al encomiable esfuerzo de sus autoridades y funcionarios, hoy simplemente no cuenta con capacidades suficientes para avanzar en resolver algunos de los grandes desafíos de la ciencia. Probablemente solo quienes se encuentran en posiciones de cierta comodidad profesional podrían pensar que la institucionalidad actual aguanta algunos meses o años más, mientras se negocia el “proyecto soñado”. Pero la dura realidad que enfrentan miles de otros investigadores e investigadoras, y el retraso del país en esta materia, sugieren lo contrario.

 

Lamentablemente, este mensaje no ha sido transmitido con la suficiente fuerza, en particular por parte de quienes trabajan por sacar adelante este proyecto. Sin embargo, debemos recordar que llevamos varios años de discusión en torno a la necesidad de una institucionalidad de rango ministerial para la ciencia, y esta dista de ser una discusión “express”. No podemos seguir esperando por un avance que resulta tan necesario y urgente no solo para el mundo de la investigación, la ciencia y la innovación, sino que también para el país, en especial cuando no existe certeza de lo que ocurrirá en los meses siguientes, corriendo el riesgo de repetir otros cuatro años de nuevas preocupaciones, demandas y esperanzas insatisfechas. Como se mencionó, la nueva institucionalidad no es el fin, sino que el punto de partida, para comenzar a construir nuevas condiciones y capacidades para la investigación, la ciencia y la innovación. Por otro lado, es necesario acabar con la idea de que este ministerio jamás podrá ser perfeccionado en el futuro. Podemos y debemos darnos la oportunidad de dar un paso hacia el futuro, aprender de las lecciones y corregir el rumbo en los próximos años en caso de ser necesario, tal como lo hacemos en la propia ciencia cada vez que iniciamos una nueva investigación. Y si el ministerio resulta ser “una decepción”, debemos enfatizar que ninguna ley podrá compensar la ausencia de un convencimiento real, por parte de las autoridades y el mundo político, de la necesidad y relevancia de la investigación, la ciencia y la innovación.

 

Seguir retrasando la creación de una nueva institucionalidad solo nos continuará condenando a permanecer estancados en el subdesarrollo, una idea que no resulta ni descabellada ni exagerada después de que la OECD nos “tirara las orejas” (como tituló un medio de prensa), por nuestra incapacidad de avanzar en materias como esta. Afortunadamente, muchos de los puntos en discusión podrían ser resueltos, sobre todo con voluntad de todas las partes involucradas.

 

Pablo Astudillo Besnier

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