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La banalidad del lenguaje político

Claudio Escares
Por : Claudio Escares Licenciado en filosofía, Universidad de Valparaíso.
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Por banalidad se entiende una superficialidad que carece de contenido real. Dentro de la filosofía este término fue introducido por Hannah Arendt para denunciar que los peores males son producidos por individuo comunes y corrientes, siempre y cuando, encuentren justificación suficiente de sus actos. En el plano del lenguaje, debiéramos decir, la regla general es la banalidad en tanto superficialidad. Las palabras, objeto central del lenguaje, tienen escaza relación con el mundo nombrado por ellas, pues al decir de Nietzsche, nacen de una asociación de estímulos que el hablante experimenta frente a un objeto.

El origen del lenguaje, desde esta perspectiva, es arbitrario, depende de cada individualidad, pero el uso es regulado mediante acuerdos lingüísticos que tienden a la unificación de símbolos, significados y objetos. Cuando adquirimos el lenguaje, adquirimos significados, nos introducimos en redes lingüísticas y nos hacemos parte de ellas, en otras palabras, adquirimos una interpretación común del mundo. Pero esta interpretación es convencional, puede modificarse en tanto se modifiquen las convenciones que la sustentan. En este plano las verdades se construyen y se reconstruyen sobre las convenciones de significados y nuestra vida pública se unifica a través de esas de esas convenciones.

Esta superficialidad del lenguaje, sin embargo, puede y no puede relacionarse con el sentido dado por Arendt a la banalidad. Por una parte, atrapados en lo cotidiano vivimos nuestra vida sin pensar en estas cuestiones de carácter conceptual de más interés académico que real. Pero, por otra, cuando esta convencionalidad es utilizada por grupos de poder como estrategia de control, entonces la posibilidad del mal aparece y lo hace en el sentido propuesto por Arendt: el hombre común, el hombre medio puede producir un daño inconmensurable.  Los medios de comunicación juegan un rol central en esta modificación de convenciones, la publicación de noticias con escaso sentido crítico, la presentación de posturas políticas como hechos objetivos y la reinterpretación de los hechos, forman parte de esta construcción de verdades.

[cita tipo=»destaque»]Del predicado de la demagogia se ha pasado a la invención del fraude electoral como estrategia desestabilizadora. La construcción del otro como peligro, el otro sin definición, el otro descalificado, sirve como eje articulador de un discurso mesiánico que necesita de la crisis para sustentarse, una crisis que, por supuesto, es banal, pues en realidad es una invención discursiva.[/cita]

El peligro actual radica en la liviandad del lenguaje de la política. La falta de ideas es suplida por la descalificación ya no solo del adversario político, sino que de la institucionalidad y de los procesos válidamente celebrados. Del predicado de la demagogia se ha pasado a la invención del fraude electoral como estrategia desestabilizadora. La construcción del otro como peligro, el otro sin definición, el otro descalificado, sirve como eje articulador de un discurso mesiánico que necesita de la crisis para sustentarse, una crisis que, por supuesto, es banal, pues en realidad es una invención discursiva.

Pero la pregunta es ¿vale la pena esta estrategia? El riesgo que se corre no es poco. Si bien es cierto la relación entre el lenguaje y la realidad es artificial y, por lo tanto, el decir que hubo un fraude electoral no implica su existencia real, la verdad es que las instituciones públicas dependen de su credibilidad, y en tanto se siembra la duda arbitraria sobre un proceso que es el eje de la vida democrática se pone en peligro no solo a las instituciones involucradas, sino que la legitimidad de todo el sistema. Por otra parte, el individuo medio, el ciudadano común, encuentra en estos dichos justificación para sus actos, que pueden ir desde la simple abstención en segunda vuelta hasta la deslegitimación de las reformas realizadas por quien salga electo e incluso la violencia.

La articulación del discurso del miedo, la construcción de la verdad mesiánica, la descalificación del otro, la comparación y la posterior diferenciación como estrategia política, por tanto, representa un peligro real para nuestra vida pública que va más allá de las pretensiones partidistas. Sin analizar aquí lo abyecto de la intención, es necesario decir, para concluir, que, en tanto figura pública, es necesario que un candidato presidencial se conduzca con la dignidad que merece el cargo al cual postula y actúe con la responsabilidad que se le exige a un referente político, pues las opiniones vertidas por él trascienden la esfera privada y pasan a formar parte del imaginario público.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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