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Beloved es mía: «abandono de menores» y criminalización de maternidades en el Chile multicultural


«Definitions belong to the definers, not the defined».
― Toni Morrison, Beloved.

Desde hace algunos días muchos chilenos y chilenas llevamos en la retina la mirada adolorida de una mujer detenida y maniatada por policías, una de los cuales, igualmente mujer, parece incómoda en el rol coercitivo de un delito que parece no entender.

Joane Florvil llora mirando a la cámara y en ese momento, todos quienes nos hemos ocupado de migración, sabíamos que lo que le esperaba sería una larga batalla judicial, en la que las fuerzas institucionales seguirían un recorrido banal, que burocratizando la violencia, instalaría una serie de injusticias bajo la condición irrefutable de la culpa, prueba de su maternidad equivocada: Joane habría abandonado a su hija, corriendo detrás de un ladrón y cometiendo el gesto insolente de confiar en el sentido común de los otros y las otras.

Recurriendo a prácticas habituales en contextos como Haití, donde es perfectamente normal dejar por breves minutos a los niños al cuidado de otros y más aún en situaciones de emergencia, Joane confió en los ojos adultos de quienes presenciaron la escena conscientes de la gravedad de lo que estaba pasando y escribió así su registro de adscripción a una maternidad criminalizada.

Lo que nunca imaginamos es que la batalla de Joane terminaría tan pronto. La imposibilidad de tolerar el dolor, el laberinto institucional en el que había caído y su condición de migrante en un país que está descubriendo las consecuencias de la globalización del neoliberalismo sobre el desplazamiento de los cuerpos y las vidas, la llevaron rápidamente al límite de la locura y la muerte. El domingo la plaza de Armas se llenó de lamentos, vigilias y nuestra primavera de octubre comenzó con una semana cargada de rabia, impotencia y vergüenza infinita… vergüenza, pues pasó algo peor de lo que sabíamos que iba a pasar.

[cita tipo=»destaque»]Las historias de Joane y Gabriela no coinciden sólo en el dolor y la vergüenza que nos provocan. Ambas son elocuentes sobre las maneras en que los cuerpos femeninos y el espacio íntimo de la maternidad, son escenarios en los que se desencadenan luchas políticas y epistemológicas, donde raza y clase reemergen como categorías claves para crear exclusión.[/cita]

Lo que sabíamos que iba pasar, no venía de un conocimiento externo. Hace diez años, el 23 de Julio del 2007 otra madre, esta vez de origen aymara, también “abandonó” a su hijo en los desérticos parajes de Ancolacane y fue condenada por ello. Habiendo recibido el encargo de pastorear un rebaño por un periodo de tiempo y sin haber encontrado a nadie con quien dejar al niño, Gabriela Blas firmó su adscripción al abandono de menores, llevando a trabajar al pequeño Eloy junto a ella, práctica que los aymaras realizan desde antes de la llegada de los estados nacionales sobre sus tierras.

Dos animales se pierden del rebaño y ella, desesperada por lo que podía significar dicha pérdida, deja al niño en el aguayo apurándose a recuperarlos antes del calar del sol. A su retorno el niño, que empezaba a caminar, ya no estaba donde lo había dejado. El desenlace de la historia de Gabriela es conocido por todos: la mujer fue condenada y más tarde indultada, pero en esa trayectoria lo peor de lo que un inconsciente colectivo puede imaginar sobre una madre aymara salió a la luz: infanticidio, abuso sexual, la sospecha de que fuera una «prostituta», que quería deshacerse de su hijo, que no tenía «las normales emociones que una madre desesperada debe tener» así como una fiscalía que, desconociendo una década de estudios etnohistóricos, antropológicos y arqueológicos, sostuvieron implacablemente que el «desierto es un paisaje peligroso para la vida de un niño».

Las historias de Joane y Gabriela no coinciden sólo en el dolor y la vergüenza que nos provocan. Ambas son elocuentes sobre las maneras en que los cuerpos femeninos y el espacio íntimo de la maternidad, son escenarios en los que se desencadenan luchas políticas y epistemológicas, donde raza y clase reemergen como categorías claves para crear exclusión.

Criminalizar una maternidad implica crear un discurso médico, psicológico y jurídico sobre los correctos usos y prácticas de cuidado de los menores en el que se posicionan como hegemónicos saberes y poderes habituados a ejercer mecanismos de disciplinamiento y coerción sobre cuerpos específicos. El niño que sale a jugar en un patio con piscina, el bebé dejado en brazos de otro/a por una mujer asaltada que corre a recuperar los certificados que atestiguan su propia existencia y de los que depende su legalidad, no serían consideradas situaciones de abandono si no son encarnadas –incorporadas, según algunos autores- en el color, en el cuerpo de mujeres cuya reproducción parece ser potencialmente peligrosa, abandonante, criminal.

Las historias de Joane y de Gabriela, así como de las muchas madres que pierden la custodia de sus hijos en contextos migratorios o a partir de procesos en los que prevalecen criterios de clase por los que naturalmente la familias se vuelven inadecuadas para criar a sus propios hijos, nacen de escenarios totalmente disruptivos, que entran en la esfera de lo que Freud llamó «the uncanny», esa inquietud familiar que vuelve, desde lo más conocido, lo más doméstico a manifestarse como un peligro, una violencia, un misterio inexplicable: la madre que, desde el amor y el cuidado, atraviesa la frontera de la locura, el abandono y la muerte. Esta transformación del escenario de la vida cotidiana, que hace devenir un normal asalto en un teatro de terror, una normal pérdida de un animal en el inicio de un delito, puede generar sobre la psicología de las personas una imposibilidad de distinguir lo real de lo irreal y desde ahí, los procesos institucionales construyen su trayecto criminalizador con facilidad, centrando la responsabilidad del drama en la figura de la madre, descuidada, loca o abandonante.

No obstante la importancia de la acción de la ciencia –médica, psiquiátrica- y del poder jurídico en estos casos, es importante no reducir las trayectorias que conducen a la condena y muerte de Gabriela y Joane respectivamente, exclusivamente al quehacer institucional. En su libro Eichmann en Jerusalén, donde aborda la «banalidad del mal», Hannah Arendt nos muestra cómo la acción de la máquina más violenta de la historia del Siglo XX, el nazismo, requirió de la acción cotidiana, de miles de personas que, respondiendo a sentidos comunes, al deseo mediocre de ascender en una carrera, al cumplimiento simple de órdenes simples, contribuyeron a la eliminación, por criterios étnicos, de millones de personas. El racismo, instalado en nuestro imaginario mestizo desde la fundación de nuestra historia nacional, actúa a través de estos mecanismos cotidianos y banales: en el guardia que llama a carabinero, en el carabinero que ejecuta una orden, en la asistente social que retiene al niño, en el médico que diagnostica a Joane.

La posibilidad de transformar las instituciones pasa no sólo por la transformación de una política que tutele la maternidad en todas sus versiones y posibilidades, sino también por la necesidad de transformar y politizar las prácticas cotidianas con las que construimos y valorizamos la maternidad y la crianza, destacando la importancia de erradicar los mecanismos de exclusión racial y de clase, tanto del corazón de las instituciones como del corazón de nuestro quehacer diario.

 

*El título de esta columna hace referencia a la obra de Tony Morrison, Beloved, inspirada en un hecho noticioso del 1855, cuando una esclava negra en fuga, llamada Margaret Garner, decidió matar a la propia hija en lugar de devolverla a los esclavistas que las perseguían. 

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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