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El “precio” de los grandes acuerdos Opinión

El “precio” de los grandes acuerdos

Es razonable preguntarse cuál fue el precio del “gran acuerdo” que hizo posible una tramitación tan expedita. Porque ya sabemos que los grandes acuerdos, que se consiguen al precio de que lo que se pensaba o esperaba que sería un avance, terminan siendo una reforma de menor significación. No se trata de “demonizar” los “grandes acuerdos” (tener que aclarar esto es otra manifestación de la inexistente discusión pública). Se trata de mirar las cosas como son. ¿Fue el secreto por 50 años de la Ley 19.992 una decisión justa de protección a quienes habían sufrido lo indecible, o fue una condición para que la derecha le diera el vamos a un “gran acuerdo”?


Una de las características más notorias de la política chilena es que lo que uno podría llamar la “discusión pública” es prácticamente inexistente. Es decir, hay intercambios en columnas, declaraciones, entrevistas y otros formatos, y todo eso parece ser parte de una discusión. Pero es solo apariencia. No hay discusión sino, en el mejor de los casos, una pluralidad de monólogos. La consecuencia de esto es que los problemas públicos no pueden ser enfrentados con alguna mínima racionalidad, y todo termina en declaraciones exageradas o paranoicas o en afirmaciones sobre las injurias que uno anuncia haber sentido o la injusticia con que es tratado. El análisis de cómo son las cosas en realidad, qué juicios es correcto o no hacer, dadas las circunstancias y dados los hechos del caso que corresponda, suele brillar por su ausencia.

El caso del secreto de los antecedentes del Informe Valech es un ejemplo inmejorable de esta patología que infecta a la política chilena. Porque para discutirlo razonablemente es necesario aclarar tres cuestiones que pasan en general inadvertidas en la discusión.

La diferencia entre “reserva” y “secreto”

Recientemente el ex Presidente Ricardo Lagos se manifestó “dolido” e “injuriado” por la sola sugerencia de que el secreto de la Ley 19.992 fuera un “pacto de silencio”. No fue un pacto pensado para dificultar el acceso a la información sino para proteger a las víctimas: “Para que hubiera una Comisión Valech tenía que haber gente dispuesta a contar lo que había pasado, y nadie se alegra contando las miserias de su vida, las humillaciones que sufrió”. La manera de hacerlo era dar protección a las víctimas, y para eso fue lo del secreto de los antecedentes: “El secreto se estableció en el decreto que constituyó la comisión”, explica Lagos.

El problema es que estas declaraciones indignadas no son estrictamente correctas. Es verdad que el decreto que creó la Comisión estableció que sus antecedentes eran “reservados”: “Todas las actuaciones que realice la Comisión, así como todos los antecedentes que ésta reciba, tendrán el carácter de reservados, para todos los efectos legales” (art. 5º inc. 4º DS 1040, de 26 de septiembre de 2003).

El argumento es entonces que la reserva de los antecedentes estaba entre las condiciones que se ofrecieron a las víctimas para proteger su intimidad y privacidad. Remover esa reserva, nos dicen, sería una burla para ellas.

Esto es perfectamente razonable y justo. Pero pasa por alto algunos hechos que, si hubiera una discusión pública razonable, deberíamos notar.

El primero es que el DS 1040 declaró que los antecedentes eran “reservados”, no “secretos”. El “secreto” fue establecido por la Ley 19.992, cuya tramitación comenzó el 10 de diciembre de 2004, cuando la Comisión ya había recibido todos los antecedentes y emitido su informe. En efecto, conforme al artículo 15 de dicha ley,

“Son secretos los documentos, testimonios y antecedentes aportados por las víctimas ante la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura, creada por decreto supremo Nº 1.040, de 2003, del Ministerio del Interior, en el desarrollo de su cometido. En todo caso, este secreto no se extiende al informe elaborado por la Comisión sobre la base de dichos antecedentes.

«El secreto establecido en el inciso anterior se mantendrá durante el plazo de 50 años, período en que los antecedentes sobre los que recae quedarán bajo la custodia del Ministerio del Interior.

«Mientras rija el secreto previsto en este artículo, ninguna persona, grupo de personas, autoridad o magistratura tendrá acceso a lo señalado en el inciso primero de este artículo, sin perjuicio del derecho personal que asiste a los titulares de los documentos, informes, declaraciones y testimonios incluidos en ellos, para darlos a conocer o proporcionarlos a terceros por voluntad propia.”

¿Es la “reserva” del DS 1040 lo mismo que el “secreto” de la Ley 19.992? La respuesta es evidentemente negativa.

La ley agrega explícitamente lo que no estaba en el decreto: que el secreto alcanzaba incluso a los tribunales de justicia. Es decir, la regla de la ley tenía el sentido preciso de impedir la utilización judicial de los antecedentes de la comisión. En dos dimensiones, entonces, la ley va más allá del decreto: en que el secreto alcanza a los tribunales y en que es por 50 años. Quienes hoy apelan a la necesidad de mantener las condiciones que en su momento les fueron ofrecidas a las víctimas podrían hacerse cargo de explicar por qué la ley contenía más garantías de secreto. Es evidente que esas garantías adicionales ya no eran debidas a las víctimas, que ya habían aceptado las contenidas originalmente en el DS 1040. Si no eran debidas a las víctimas, ¿eran garantías para quién?

[cita tipo=»destaque»]El hecho de que las víctimas estén identificadas y que para el Estado comunicarse individualmente con ellas sea posible, abre una tercera posibilidad, que satisface todos los intereses envueltos: que se comunique individualizadamente, a cada una de las víctimas (por ejemplo, a través de carta certificada), las circunstancias, por ejemplo, de que los antecedentes serán públicos si durante los 90 días siguientes a la comunicación no manifiestan su voluntad de que los antecedentes se mantengan en reserva. Esta es una solución que, en su espíritu, es similar a la que fue votada y rechazada en la Cámara de Diputados el 31 de agosto de 2016.[/cita]

Una (otra) ley que resultó de un “gran acuerdo”

Es esta la pregunta que es necesario formular, la que ha sido ignorada por quienes rasgan vestiduras en defensa de las víctimas (los primeros han sido, irónicamente, miembros de la UDI). Y ante esta pregunta Ricardo Lagos no debería sentirse afectado. Después de todo, él ha insistido una y otra vez que, al mirar atrás, debemos tomar en cuenta las circunstancias en las cuales las decisiones que hoy son criticadas fueron tomadas. Y esto, por cierto, es correcto.

Al recordar la tramitación de la Ley 19.992, salta a la vista que ella fue resultado de un “gran acuerdo”: el mensaje que inició la tramitación de esa ley fue enviado por el Ejecutivo al Congreso el 10 de diciembre de 2004; el proyecto fue aprobado por la Cámara de Diputados 5 días después, el 15 de diciembre de ese año. Aunque hubo alguna dispersión de votos en las indicaciones, la votación del proyecto en general fue 91 votos a favor, 0 (cero) en contra y 3 abstenciones. El mismo 15 de diciembre la iniciativa fue remitida al Senado, donde fue votada en general y en especial el mismo día, siendo aprobada con 34 votos a favor y 2 abstenciones. Es decir, se trató de un proyecto que fue resultado de un “gran acuerdo”.

Ahora bien, es razonable preguntarse cuál fue el precio del “gran acuerdo” que hizo posible una tramitación tan expedita. Porque ya sabemos que los grandes acuerdos, que se consiguen al precio de que lo que se pensaba o esperaba que sería un avance, terminan siendo una reforma de menor significación. Para citar solo dos ejemplos (aunque podrían mencionarse muchos más), el “gran acuerdo” que permitió la Ley 20.050 (la fallida “Constitución de 2005”) implicó precisamente que el problema constitucional no fue solucionado, sino camuflado (desde entonces hasta 2015, en que terminaron defendiéndolo ante el Tribunal Constitucional, la derecha no paraba de decir que “el sistema binominal había salido de la Constitución en 2005”); el “gran acuerdo” que permitió la dictación de la Ley 19.884 (de transparencia, límite y control del gasto electoral) implicó que se permitían los aportes de empresas, que estos serían reservados y que las empresas podrían descontarlos de impuestos (!), que el Servel no tendría facultades fiscalizadoras, etc. Después de estas experiencias y otras, entonces, es irresponsable ignorar que los grandes acuerdos vienen usualmente con grandes concesiones.

No se trata de “demonizar” los “grandes acuerdos” (tener que aclarar esto es otra manifestación de la inexistente discusión pública). Se trata de mirar las cosas como son: ¿fue el secreto por 50 años de la Ley 19.992 una decisión justa de protección a quienes habían sufrido lo indecible, o fue una condición para que la derecha le diera el vamos a un “gran acuerdo”?

¿Por qué esto es discutido sin referencia a obvias soluciones intermedias?

En tercer lugar, es importante recordar que las víctimas cuyos antecedentes son los que estamos discutiendo son conocidas y tales antecedentes obran en poder del Instituto de Normalización Previsional (hoy Instituto de Previsión Social). Por consiguiente, es factible comunicarse con ellas. Esto es importante porque hay diversas versiones de lo que importa a las víctimas. Algunos han afirmado que las víctimas concurrieron a la Comisión en el entendido de que sus declaraciones serían reservadas; otros, que ellas lo hicieron deseosas de que los antecedentes se hicieran públicos. De hecho, muchas agrupaciones de víctimas o de memoria han instado por el fin del secreto de la Ley 19.992. En estas circunstancias, lo más razonable es entender que había disparidad de criterios en las víctimas que concurrieron a declarar ante la Comisión. Por otro lado, hay desde luego un interés general en la publicidad de esos antecedentes. ¿Cómo compatibilizar ambas cosas?

En principio, parecería que hay que optar: o por dar protección a las víctimas que desean que sus declaraciones continúen siendo reservadas, sacrificando el interés de las otras víctimas y el interés general, o haciendo primar estos intereses en desmedro del interés de las primeras víctimas. El hecho de que las víctimas estén identificadas y que para el Estado comunicarse individualmente con ellas sea posible, abre una tercera posibilidad, que satisface todos los intereses envueltos: que se comunique individualizadamente, a cada una de las víctimas (por ejemplo, a través de carta certificada), la circunstancias, por ejemplo, de que los antecedentes serán públicos si durante los 90 días siguientes a la comunicación no manifiestan su voluntad de que los antecedentes se mantengan en reserva. Esta es una solución que, en su espíritu, es similar a la que fue votada y rechazada en la Cámara de Diputados el 31 de agosto de 2016.

En efecto, entonces el proyecto disponía que “aquellas víctimas que no deseen publicidad de sus testimonios tendrán un plazo de 90 días, a contar de la publicación de esta ley, para expresar por escrito su voluntad de guardar reserva de sus testimonios”. Nótese que la solución aquí propuesta, que exige comunicación individualizada con cada víctima, muestra incluso más deferencia a las víctimas que no desean ver publicados sus antecedentes.

La cuestión interesante es: si esta solución está disponible, ¿qué razón podría haber para mantener el secreto de los antecedentes por 50 años? ¿Cómo es posible que la cuestión del secreto de esos antecedentes se discuta insistiendo una y otra vez en lo que se les debe a las víctimas, sin hacer lo obvio: dejar de su lado la decisión? Si es verdad que lo más importante es la perspectiva de las víctimas, ¿por qué no permitir que ellas decidan, en vez de los partícipes del gran acuerdo?

Es que entre nosotros no hay discusión: hay solo griterío.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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