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Crecer con sostenibilidad social y medioambiental

Marcos Barraza Gómez
Por : Marcos Barraza Gómez Convencional Constituyente PC por el distrito 13. Ex Ministro de Desarrollo Social
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A propósito del debate reciente sobre crecimiento y protección del medioambiente, la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible representa una gran oportunidad para Chile, pues fija un marco para pensar e impulsar el desarrollo bajo un paradigma distinto, más integral y con una perspectiva de largo plazo.

Esta agenda constituye una carta de navegación global que Chile suscribió ante la Asamblea General de Naciones Unidas en 2015, junto a 193 Estados miembros, y contempla 17 objetivos y 169 metas, lo que le otorga un carácter estratégico.

Algunos de los objetivos especialmente relevantes son terminar con la pobreza, en todas sus formas. Poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y mejorar la nutrición y las oportunidades de toda la población. Y en paralelo, reducir la desigualdad en y entre los países.

Esto va de la mano con un crecimiento económico inclusivo y sostenible a nivel global y local, que permita garantizar empleos productivos y trabajo decente para toda la población. Y en materia medioambiental, lograr una gestión sostenible de los ecosistemas terrestres, de los océanos, los mares y los recursos marinos, así como una acción internacional decidida para combatir el cambio climático.

[cita tipo=»destaque»]Tenemos la convicción de que la Agenda 2030 es de tal naturaleza, que va a hegemonizar las políticas públicas por los próximos quince años. Sin embargo, ello no estará exento de contradicciones, por lo que no dará lo mismo quien gobierne y pretenda volver atrás en la lógica del crecimiento a secas.[/cita]

Ambos objetivos no se plantean como excluyentes, sino como complementarios, pues desatender la sostenibilidad medioambiental termina socavando las bases del propio crecimiento e impacta negativamente la calidad de vida de la población. Esto implica, entre otras cosas, dejar atrás prácticas y conceptos como el de “zonas de sacrificio medioambiental”, que en el último tiempo han estado muy presentes en el debate nacional.

Entre las características más sobresalientes de la Agenda 2030 destaca el hecho que pone en un plano de igualdad las dimensiones social, medioambiental y económica, superando la clásica subordinación de las dos primeras a esta última. El aumento de las desigualdades y las distintas amenazas medioambientales que se ciernen sobre el planeta han demostrado en los últimos años que el mero automatismo de los mercados y el énfasis exclusivo en el crecimiento no generan condiciones para un progreso y bienestar compartidos, ni para el equilibrio medioambiental y el disfrute equitativo de los bienes naturales comunes.

Respecto de esto último, debe subrayarse que casi la totalidad de los problemas medioambientales los sufren con mayor fuerza las personas y los países más pobres. Así por ejemplo, la sobreexplotación de los recursos pesqueros, además de afectar la biodiversidad, perjudica a los pescadores artesanales, que muchas veces deben abandonar su actividad y enfrentar serias dificultades para reciclarse laboralmente.

Asimismo, el agotamiento o la contaminación de los recursos hídricos, acaba con la pequeña producción agrícola e impone un costo insostenible para los más pobres si deben comprar agua envasada. Del mismo modo, la producción no sostenible de recursos como el salmón puede provocar efectos sociales profundos, tal como lo vivimos el año 2007 en el Sur de Chile, crisis que tuvo un fuerte impacto sobre el empleo.

Los efectos inequitativos del cambio climático y de la degradación medioambiental es uno de los aspectos sobre los que ha puesto especial énfasis el Papa Francisco en la Encíclica “Laudato si’: Sobre el cuidado de la casa común”.

Ahora bien, dado este nuevo marco para pensar el desarrollo, tenemos la convicción de que la Agenda 2030 es de tal naturaleza, que va a hegemonizar las políticas públicas por los próximos quince años. Sin embargo, ello no estará exento de contradicciones, por lo que no dará lo mismo quien gobierne y pretenda volver atrás en la lógica del crecimiento a secas.

En el fondo, la materialización de esta agenda requiere una verdadera política de Estado, pero ese proceso no es evidente, como lo demuestra el debate reciente y las tomas de posición respecto del cambio climático en algunos países del hemisferio norte.

Además, gobernar el desarrollo de acuerdo a esta carta de navegación implica construir un lenguaje y un diagnóstico común y establecer una convergencia de acción entre el sector público, el sector empresarial, los trabajadores, la sociedad civil y la academia. En lo que concierne al sector privado, se trata de ir mucho más allá del enfoque que subyace al concepto de responsabilidad social empresarial. De hecho ya hay casos de empresas que, bajo la égida de Pacto Global, han expresado su compromiso con los ODS y están proyectando este enfoque inclusivo y sostenible a toda su cadena de valor.

Otro aspecto fundamental a relevar es que los objetivos y las metas de la Agenda 2030 son de carácter integral, indivisible y universal; y existe una estrecha articulación de sus tres dimensiones: económica, social y ambiental. En consecuencia, el concepto de intersectorialidad se hace estrecho para una tarea de esta envergadura, por lo que se plantea quizás la necesidad de una verdadera reingeniería del Estado que haga posible una gobernanza más sofisticada y holística del desarrollo. Este es un debate en curso.

Por otro lado, es claro que se deben recuperar dentro de la institucionalidad estatal las facultades de planificación, muy disminuidas bajo el influjo del pensamiento neoliberal, así como las capacidades prospectivas.

Cabe destacar que esta carta de navegación global asume que, desde sus distintas realidades, los Estados deben ordenar el cumplimiento de los ODS en función de prioridades políticas.

En tal sentido, el gobierno, para la implementación de la Agenda 2030, ha definido cuatro ejes estructurantes que consideramos estratégicos: alcanzar un modelo de desarrollo inclusivo y sostenible, lo que entre otras cosas implica diversificar la matriz productiva; persistir en el imperativo de disminución de la pobreza y las desigualdades; hacer frente al cambio climático, resguardando la diversidad biológica y de los recursos naturales, y promoviendo la innovación. Y por último, fortalecer las instituciones y la democracia para concretar y darle plena legitimidad a esta nueva gobernanza del desarrollo que –como ya se ha enfatizado– exige una gran convergencia de voluntades políticas y sociales.

En definitiva, esta agenda no es solo un compromiso de Estado. Es una oportunidad para pensar y actuar distinto, buscando un equilibrio virtuoso entre los objetivos económicos, sociales y medioambientales. Esa es la mejor herencia que podemos dejarle a las futuras generaciones.

  • El contenido vertido en esta columna de opinión es de exclusiva responsabilidad de su autor, y no refleja necesariamente la línea editorial ni postura de El Mostrador.
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